– En una casa con jardín -opinó, pensativa- un perro es conveniente.

– En sumo grado -sentenció el alemán.

No asentí, pero tampoco negué. Mucho me temo que esa moderación de mi parte alentara a mi señora. Por el mal camino, desde luego. Aspectos diversos del mismo asunto (los perros, la escuela), alimentaron la conversación hasta muy altas horas.

Intempestivamente declaró mi suegro:

– Si me voy tarde, lo que es yo, no concilio el sueño. A ustedes qué les importa. A mí, sí.

Es claro que a mí no me importaba que mi suegro durmiera o no, pero con increíble

calor me defendí de esa acusación de indiferencia, que repetidamente califiqué de gratuita. La interpretación de mis protestas, que se le ocurrió a Adriana María, me obligó a sonreír.

– ¡Pobrecito el del santo! -dijo cariñosamente-. Se cae de sueño y quiere que lo dejemos tranquilo.

Yo no tenía sueño (quería, no más, que se fueran), pero me pareció mejor no explicar.

Aunque la conversación continuaba, consideré inminente la partida, porque nos habíamos puesto de pie. A último momento hubo demoras. Tuvo, don Martín, que pasar por el baño y después revolvió la casa porque no encontraba la chalina. Adriana María, que había mostrado tanto apuro y que ahogándose de risa me apuntaba con el dedo y repetía "El pobre no da más", emprendió no sé qué larga explicación ante Ceferina, que la miraba desde lo alto. Don Martín, si no me fijo a tiempo, se lleva mis pantuflas. Inútil aclarar que el chiquilín no se comidió a traer los botines de su abuelo. Para después de la partida de la familia, el profesor me reservaba una sorpresa desagradable. Entró en casa con nosotros.

VII

Le aseguro que esa noche empezó la pesadilla que todavía estamos viviendo. El profesor Standle sin preocuparse de lo que yo pensara, hundía a mi señora en la idea fija de los perros. Yo no podía protestar, de miedo que ella se pusiera de su lado y me tomara entre ojos.

Volvía más intolerable la situación, el hecho de que el profesor recurría a explicaciones desabridas, que no podían interesar a ninguna señora:

– Para guardianes, la última palabra es la perra -declaró, como si revelara una verdad profunda-. A su mejor perro le ponen los malandrines una perra alzada y se acabó el guardián. En cambio una perra siempre es fiel.

No sé por qué estas palabras provocaron en mi señora una especie de risa descompuesta, que resultaba penosa y que no terminaba. Conversamos de perros hasta que el individuo -a horas en que uno siente culpa de seguir despierto- dijo que se iba. Si no me pongo firme lo acompañamos hasta la escuela. De todos modos hubo que salir a la puerta de calle.

Cuando entramos hallé la casa destemplada, pasada de olor a tabaco y triste. Diana se dejó caer en un sillón, se acurrucó, se abrazó una pierna, apoyó la cara contra la rodilla, quedó con la mirada perdida en el vacío. Al verla así me dije, le juro, que yo no podría vivir sin ella. También, estimulado por el entusiasmo, concebí pensamientos verdaderamente extraordinarios y me dio por preguntarme: ¿Qué es Diana para mí? ¿su alma? ¿su cuerpo? Yo quiero sus ojos, su cara, sus manos, el olor de sus manos y de su pelo. Estos pensamientos, me asegura Ceferina, atraen el castigo de Dios. Yo no creo que otra mujer con esa belleza de ojos ande por el mundo. No me canso de admirarlos. Me figuro amaneceres como grutas de agua y me hago la ilusión de que voy a descubrir en su profundidad la verdadera alma de Diana. Un alma maravillosa, como los ojos.

La misma Diana me arrancó de estas reflexiones, cuando se puso a fantasear y dijo que íbamos a tener un perro que nos acompañara y nos entendiera como un prójimo. Usted hacía de cuenta que escuchaba a una criatura. Para peor, Diana hablaba a tal velocidad que si yo no me apuraba en protestar, sus afirmaciones quedaban perdidas a lo lejos y yo debía cargosearla para que desandara camino y las discutiéramos. Además, estaba tan nerviosa (y me gustaba tanto) que, para no contrariarla, muchas veces no la desengañé. Si la hubiera contrariado, pobre de mí. Es muy severa cuando se enoja y le aseguro que no hace las paces hasta que uno prácticamente se arrastró como gusano y le pidió hasta el cansancio perdón. Apenas me atreví a observar:

– Ceferina dice que hay algo monstruoso y muy triste en los animales.

– Cuando yo era chica quería tener un jardín zoológico -contestó Diana.

– Ceferina dice que los animales, a lo mejor, son gente castigada con la maldición de no poder hacer uso de la palabra.

Fíjese cómo es mi señora. Hasta en su locura se muestra vivaracha y tiene contestación para todo. Me preguntó:

– ¿No oíste lo que dijo el profesor Standle?

– Oí demasiado.

Insistió sin perturbarse:

– De los perros que hablan.

– Francamente, ese disparate se me pasó por alto.

– Estabas destapando una botella de sidra. Contó que otro profesor, un compatriota suyo, enseñó a un perro a pronunciar tres palabras en perfecto alemán.

– Un perro ¿de qué raza? -pregunté, como un idiota.

– Recuerdo la palabra Eberfeld. No sé decirte si es la raza o la ciudad donde vivían o el nombre del profesor.

Muchas debilidades tuve esa noche y todavía las pago.

VIII

Toda la noche me acompañó la aflicción. Pensando tristezas me desvelé y, cuando oí el gallo que tiene Aldini en el patio del fondo, me dije que al día siguiente iba a estar cansado y que la mano temblaría en los relojes. Por fin me dormí para soñar que perdía a Diana, creo que en la Avenida de Mayo, donde nos habíamos encontrado con Aldini, que anunció: "Los aparto por un instante, para decirte un secreto sin ninguna importancia". Muy sonriente hacía el ademán de apartarnos y enseguida me apuntaba con un dedo. El carnaval desembocó entonces en la avenida y la arrastró a Diana. La vi perderse entre máscaras disfrazadas de animales, que incesantemente pasaban, con el cuerpo a rayas de colores como de cebras o de víboras y con la cabeza de perro en cartón pintado, de lo más impávida. No me creerá: todavía dormido, me pregunté si mi sueño era un efecto de lo que sucedió o un anuncio de lo que iba a suceder. Tampoco me creerá si le digo que, despierto, seguía en la pesadilla.

Mi señora, por aquel tiempo, ya no paró en casa: el santo día lo empleaba en la escuela, sin resolverse por ningún animalito. Una falta de resolución que, según comentó una tarde el propio Standle, da qué pensar. Yo la esperaba con impaciencia y discurría despropósitos: que le había pasado algo, que no iba a volver. Días hubo que cenamos tarde, porque mi señora no regresaba y otros que Ceferina y yo, después de cenar, para distraer el tiempo, jugábamos a la escoba, cuando no a la brisca. Los rumores de la noche eran motivo suficiente para que yo, a cada rato, me asomara al jardín. A su estirada cara de furia y menosprecio, ya de lo más común, Ceferina agregaba entonces palabras masculladas por lo bajo, que se oían perfectamente.

– El niño está con cuidado. Su mujercita no vuelve. Todavía la va a perder.

La intención general y el tono eran siempre los mismos. A veces yo no aguantaba y con una voz que aparentaba indiferencia le decía:

– Me voy a dar una vuelta.

Si usted piensa que no tengo edad de pedir permiso, está en su derecho. Es muy fácil arreglar de palabra la conducta del prójimo, pero cada cual lleva la propia como puede. ¿Qué me aconseja? ¿Que la eche a Ceferina? Guardando las distancias, yo haría de cuenta que echo a la finada mi madre. ¿Que le pegue un grito? A mí no me gusta pasar la vida gritando. Ceferina, con la cara de rabia y con los ojos relucientes, bien a las claras deja ver su desaprobación. Para mí esa desaprobación, no sé cómo explicarme, es una cosa real, algo que está en mi camino, como la punta de una mesa. No me pida que todas las veces que paso la lleve por delante, porque yo prefiero vivir tranquilo y dar un rodeo. Lo de vivir tranquilo es una manera de hablar.


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