Las tres noches siguientes proporcionaron una moneda de un franco, una bombilla de Surgector, un destornillador y, cosa que levantó un poco la moral de Danglard, si puede decirse así, una paloma muerta, con el ala arrancada, en la Rué Geoffroy-Saint -Hilaire.
Adamsberg, impasible, sonriente, desconcertaba al inspector. Continuaba recortando los artículos de prensa que hacían alusión al hombre de los círculos azules y metiéndolos sin ninguna organización en el cajón, con las copias de las fotos que Conti le iba proporcionando. Ahora todo eso se sabía en la comisaría, y Danglard estaba un poco inquieto. Sin embargo, la confesión completa de Patrice Vernoux acababa de hacer a Adamsberg intocable, aunque sólo de momento.
– ¿Cuánto tiempo va a durar esta historia, comisario? -le preguntó Danglard.
– ¿Qué historia?
– ¡Pues la de los círculos, por todos los santos! ¡No iremos a ver bigudíes todas las mañanas de nuestra vida, por los clavos de Cristo!
– ¡Ah, los círculos! Sí, Danglard, puede durar mucho tiempo. Incluso muchísimo tiempo. Pero ¿qué importancia tiene? ¿Qué más da hacer eso u otra cosa? Los bigudíes son divertidos.
– Entonces, ¿lo dejamos?
Adamsberg levantó la cabeza bruscamente.
– Ni pensarlo, Danglard, ni pensarlo.
– ¿Lo dice en serio?
– Lo más en serio que puedo. Esto irá en aumento, Danglard, ya se lo he dicho.
Danglard se encogió de hombros.
– Necesitaremos todos estos documentos -repuso Adamsberg enseñándole el cajón-. Quizá después nos sean indispensables.
– Pero ¿después de qué, Dios mío?
– Danglard, no sea impaciente. Usted no deseará la muerte de un hombre, ¿verdad?
Al día siguiente había un cucurucho de helado en la Avenue du Docteur-Brouardel, en el distrito 7.
Mathilde se presentó en el Hotel des Grands Hommes para buscar al ciego guapo. Un hotel muy pequeño para un nombre tan grande, pensó. O quizá significaba que no se necesitaban muchas habitaciones para alojar a todos los grandes hombres.
El recepcionista, después de llamar por teléfono para anunciarla, le dijo que el señor Reyer no podía bajar, que estaba ocupado. Mathilde subió a su habitación.
– ¿Qué ocurre? -gritó Mathilde a través de la puerta-. ¿Está usted desnudo con alguien?
– No -respondió Charles.
– ¿Es algo más grave?
– Estoy impresentable, no encuentro la maquinilla de afeitar.
Mathilde reflexionó un buen rato.
– No consigue ponerle la vista encima, ¿verdad?
– Así es -dijo Charles-. He tanteado por todas partes. No lo comprendo.
Abrió la puerta.
– ¿Lo entiende, reina Mathilde? Las cosas se aprovechan de mi debilidad. Odio las cosas. Se esconden, se deslizan entre el somier y el colchón, llenan el cubo de la basura, se introducen entre las tablas del parqué. Estoy harto. Creo que voy a suprimir las cosas.
– Está usted menos capacitado que un pez -dijo Mathilde-. Porque los peces que viven en lo más profundo, en la oscuridad completa como usted, al menos se las arreglan para encontrar alimento.
– Los peces no se afeitan -dijo Charles-. Y además, mierda, después de todo, aunque los peces tienen ojos me importan tres pepinos.
– ¡Ojos, ojos! Lo hace a propósito, ¿verdad?
– Sí, lo hago a propósito. Tengo un amplio repertorio de expresiones sobre los ojos: vale un ojo de la cara, echar una ojeada, guiñar un ojo, no dar crédito a los ojos, echar mal de ojo, estar ojo avizor, mirar con ojos de carnero degollado, comer con los ojos, tener buen ojo, etc. Hay miles. Me gusta utilizarlas. Es como los que se ceban en los recuerdos. Sin embargo es verdad que los peces me importan tres pepinos.
– Eso le ocurre a mucha gente. Es verdad que todo el mundo tiende a pasar de ellos. ¿Puedo sentarme en esta silla?
– Se lo ruego. Y usted ¿qué encuentra en los peces?
– Los peces y yo nos entendemos. Y además llevamos treinta años compartiendo la vida, así que ya no podemos separarnos. Si los peces me abandonaran, estaría perdida. Además trabajo con ellos, me permiten ganar dinero, me mantienen, si quiere expresarlo así.
– ¿Ha venido a verme porque me parezco a uno de sus puñeteros peces en la oscuridad?
Mathilde se quedó pensativa.
– Así no conseguirá nada -concluyó-. Precisamente debería ser un poco más pez, un poco más flexible, más fluido. En fin, es su problema si su objetivo consiste en insultar a todo el cosmos. He venido porque usted estaba buscando un apartamento, y parece seguir buscándolo. Quizá no tiene mucho dinero. Sin embargo, este hotel es caro.
– Sus fantasmas también me salen caros. Pero sobre todo es que nadie quiere alquilar a un ciego, ¿entiende, reina Mathilde? La gente tiene miedo de que un ciego no haga sino tonterías por todas partes, que ponga el plato al lado de la mesa y que mee en la alfombra creyendo que está en el cuarto de baño.
– En cambio a mí, un ciego me conviene. Mis trabajos sobre el picón, la trigla voladora y el angelote espinoso, principalmente, me han pagado tres apartamentos, uno encima de otro. La gran familia que ocupaba el primero y el tercer piso, es decir el Angelote y el Picón, se ha marchado. Yo vivo en el segundo, en la Trigla voladora. He alquilado el Picón a una estrafalaria dama, y he pensado en usted para ocupar el Angelote espinoso, o el primer piso, si lo prefiere. No se lo alquilaré muy caro.
– ¿Por qué no muy caro?
Charles oyó a Mathilde reírse y encender un cigarrillo. Buscó con la mano un cenicero y se lo tendió.
– Le está ofreciendo el cenicero a la ventana -dijo Mathilde-. Estoy sentada un metro más a la izquierda de lo que usted cree.
– Ah, perdóneme. Realmente es usted un poco brusca. En estos casos, la gente hace lo posible por atrapar el cenicero a toda velocidad y no hacen comentarios.
– Me considerará más brusca cuando sepa que el apartamento es precioso, grande, pero nadie quiere vivir en él porque es muy oscuro. Entonces me dije: Charles Reyer; me cae bien y como es ciego, resulta perfecto porque le dará igual vivir en un lugar oscuro.
– ¿Siempre tiene usted tanta falta de tacto? -preguntó Charles.
– Eso creo -dijo Mathilde, muy seria-. Entonces, ¿el Angelote espinoso le tienta?
– Quiero echarle un vistazo -dijo Charles sonriendo y llevándose la mano a las gafas-. Creo que me interesa mucho un Angelote espinoso muy oscuro. Pero si tengo que habitarlo, necesito conocer las costumbres de ese pez, porque si no mi propio apartamento me tomaría por un imbécil.
– Es fácil. Squatina aculeata, pez migratorio que puebla los ondulados fondos costeros del Mediterráneo. Tiene una carne bastante insulsa, irregularmente apreciada. Nada como los tiburones, remando con la cola. Morro obtuso, aletas laterales con más o menos flecos. Espiráculos amplios, de media luna, boca armada de dientes unicúspides con la base ensanchada, y el resto lo pasaremos por alto. De color pardo, jaspeado de negro con manchas claras, un poco como la moqueta de la entrada, si lo prefiere.
– El animal puede gustarme, reina Mathilde.
Eran las siete. Clémence Valmont trabajaba en casa de Mathilde. Estaba clasificando diapositivas y se moría de calor. Le hubiera gustado mucho quitarse la boina negra, le hubiera gustado mucho no tener setenta años y que el pelo no le formara un remolino en lo alto de la cabeza. Ahora, jamás se quitaba la boina. Esta noche enseñaría a Mathilde dos anuncios por palabras que habían aparecido ese día, bastante interesantes, a los que estaba tentada a responder:
H. sesenta y seis años, bien conservado, alto y con una pequeña pensión, espera mujer que no sea fea, bajita y con una buena pensión, para recorrer acompañado el último tramo hacia la muerte.
Era franco. Y había otro, bastante irresistible: