»Luego fui a buscar al estúpido perrazo. Tardé tres horas en encontrarlo. De todas formas estaba muerto. Lo importante de esta historia, Danglard, es la evidencia de la crueldad que había en el niño. Yo sabía, desde hacía mucho tiempo, que había algo en él que no funcionaba, y lo que había era eso, crueldad.

»Le aseguro que tenía una cara normal, que no era un monstruo. Al contrario, era un chico guapo, pero rezumaba crueldad. No me pregunte nada porque no sé nada más, salvo que ocho años después aplastó a una abuela bajo un reloj. Y que la mayoría de los asesinos que actúan con premeditación exigen, además del dolor, además de la humillación, además de la neurosis, además de todo lo que usted quiera, la crueldad, el placer obtenido del sufrimiento, la súplica y la agonía del otro, el placer de aniquilar. Es verdad que eso no siempre se ve enseguida en alguien, pero al menos se siente que algo no funciona en esa persona, que genera algo en exceso, una excrecencia.

– Eso está en contra de mis principios -dijo Danglard, con cierta firmeza-. No es que tenga principios muy sólidos, pero no creo que haya seres marcados por esto o aquello, como las vacas que llevan argollas en las orejas, y que sea así, por intuición, como se descubra a los asesinos. Ya lo sé, digo cosas banales y pobres, pero nos orientamos con los indicios y condenamos con las pruebas. Las sensaciones sobre las excrecencias me espantan, pues son el camino hacia la dictadura de la subjetividad y los errores judiciales.

– Es usted muy elocuente, Danglard, pero yo no he dicho que se viera en su cara. He dicho que era algo monstruoso que supuraba desde el fondo de su ser. Es una supuración, Danglard, y yo, a veces, la veo rezumar. La he visto pasear por la boca de una muchacha, como habría visto correr una cucaracha sobre esta mesa. No puedo evitar saberlo cuando algo no funciona en alguien. Puede tratarse del placer del crimen, pero también de otras cosas, cosas menos graves. Los hay que no segregan sino su hastío, o sus penas de amor, y eso también se reconoce, Danglard, se respira, tanto si es lo uno como lo otro. Sin embargo, cuando es lo otro, ya sabe, cuando se trata del crimen, entonces creo que también lo sé.

Danglard levantó la cabeza y su cuerpo estaba menos blando que de costumbre.

– No importa que usted crea ver cosas en la gente, que crea ver cucarachas en los labios, que crea que sus impresiones son revelaciones, porque son sólo suyas, y usted cree que los seres supuran, y eso es falso. La verdad, que también es pobre y banal, es que todos los hombres son rencorosos del mismo modo que tienen pelos en la cabeza, y que todos pueden perder el norte y matar. Estoy seguro de ello. Todos los hombres pueden violar y matar, y todas las mujeres pueden dejarnos patidifusos, como esa de la Rué Gay-Lussac el mes pasado. Todo depende de lo que se ha vivido, todo depende de las ganas que se tengan de perderse en el oscuro cieno y arrastrar a los demás. No es necesario supurar desde el nacimiento para desear aplastar a la tierra entera como castigo a la propia náusea.

– Ya le dije, Danglard -dijo Adamsberg frunciendo el ceño e interrumpiendo su dibujo-, que después de la historia del perrazo, me encontraría usted detestable.

– Digamos peligroso -refunfuñó Danglard-. No hay que creerse tan fuerte.

– No hay nada fuerte en ver cucarachas moviéndose. Lo que le cuento no lo puedo remediar. Para mi vida es incluso un cataclismo. Ni una sola vez me he equivocado respecto a alguien, y siempre he sabido si estaba de pie, tumbado, triste, si era inteligente, falso, si estaba destrozado, si era indiferente, peligroso, tímido, todo eso, ¿entiende?, ¡ni una sola vez! ¿Puede usted imaginar lo terrible que puede llegar a ser? Muchas veces suplico para que la gente me sorprenda, cuando empiezo a vislumbrar el fin desde el principio. Durante toda mi vida, por así decirlo, no he conocido sino los comienzos, y siempre he conservado la esperanza. Sin embargo, inmediatamente el fin se dibujaba ante mis ojos, como en una mala película en la que adivinamos quién se va a enamorar de quién y quién va a tener un accidente. Entonces, y a pesar de todo, vemos la película, pero es demasiado tarde porque ya se ha jodido.

– Admitamos que es usted intuitivo -dijo Danglard-. El olfato del poli, eso es lo único que le concedo. Pero incluso de eso nadie tiene derecho a aprovecharse, es demasiado arriesgado, demasiado odioso. No, incluso después de veinte años, jamás llegamos a conocer a los demás.

Adamsberg apoyó la barbilla en la palma de la mano. El humo de su cigarrillo hizo que le brillaran los ojos.

– Quíteme este conocimiento, Danglard. Líbreme de él, es todo lo que espero.

– Los hombres no son bichos -continuó Danglard.

– No. A mí me gustan, y los bichos me importan un bledo; lo que piensan, lo que quieren. Aunque también los bichos tengan sus mecanismos, no es lo mismo.

– Es verdad -admitió Danglard.

– Danglard, ¿ha cometido usted algún error judicial?

– ¿Ha leído mi expediente? -dijo Danglard mirando de soslayo a Adamsberg que fumaba y dibujaba.

– Si le digo que no, me reprochará que juego a ser un mago. Y sin embargo no lo he leído. ¿Qué ocurrió?

– Una chica. Se había cometido un robo en la joyería en la que trabajaba. Puse todo mi empeño en demostrar su complicidad. Realmente era evidente. Sus remilgos, sus disimulos, su perversidad, en fin, mi olfato de poli, ¿sabe? Le cayeron tres años y se suicidó dos meses después en su celda, de una forma bastante horrible. Sin embargo, no había tenido nada que ver con el robo, se supo unos días después. Entonces para mí, ahora, la intuición de mierda y sus cucarachas de mierda en las bocas de las chicas terminaron. A partir de ese día, cambié las sutilezas y las convicciones íntimas por las indecisiones y las banalidades públicas.

Danglard se levantó.

– Espere -dijo Adamsberg-. El hijastro Vernoux, no olvide convocarle.

Adamsberg hizo una pausa. Estaba cohibido. Su decisión caía mal después de la conversación que habían mantenido. Prosiguió en tono más bajo:

– Y luego póngale bajo vigilancia.

– No lo dice en serio, ¿verdad señor comisario? -dijo Danglard.

Adamsberg se mordió el labio inferior.

– Su novia le protege. Estoy seguro de que no estaban juntos en el restaurante la noche del asesinato, aunque sus dos versiones concuerden. Pregunte a uno después de otro: ¿cuánto tiempo transcurrió entre el primer plato y el segundo? ¿Es verdad que un guitarrista fue a la sala a tocar? ¿Dónde estaba colocada la botella de vino en la mesa, a la derecha, a la izquierda? ¿Qué vino era? ¿Qué forma tenían los vasos? ¿De qué color era el mantel? Y así sucesivamente hasta los menores detalles. Se contradirán, ya lo verá. Y luego haga un inventario de los pares de zapatos del chico. Que le informe la asistenta que le paga su madre. Tiene que faltar un par, el que llevaba la noche del asesinato, porque el terreno estaba embarrado alrededor del almacén a causa de la obra que hay al lado y de la que están extrayendo una arcilla pegajosa como la masilla. El chico no es tonto y seguramente se habrá desembarazado de ellos. Ordene buscar en las alcantarillas que están cerca de su domicilio, porque pudo recorrer los últimos metros en calcetines, entre la boca de la alcantarilla y su puerta.

– Si he entendido bien -dijo Danglard-, según usted, ¿el pobre tipo supura?

– Temo que sí -dijo Adamsberg en voz baja.

– ¿Y qué supura?

– Crueldad.

– Y a usted, ¿le parece evidente?

– Sí, Danglard.

Aunque estas palabras fueron casi inaudibles.

Después de la marcha del inspector, Adamsberg cogió el montón de periódicos que le habían llevado. En tres de ellos encontró lo que buscaba. El fenómeno aún no había adquirido grandes proporciones en la prensa, pero estaba seguro de que ocurriría. Recortó sin mucha delicadeza una pequeña columna y la puso ante él. Siempre necesitaba mucha concentración para leer, y si tenía que hacerlo en voz alta, era mucho peor. Adamsberg había sido un mal alumno, jamás había entendido bien el motivo por el que le obligaban a ir a clase, pero se había esforzado en fingir que estudiaba lo más atentamente que podía para no entristecer a sus padres y, sobre todo, para que jamás descubrieran que le importaba un bledo. Leyó:


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