«Para qué quiero silla si no tendré a quién ensillar», dijo. «Déjela que se pudra con él».

El cochero tuvo que ayudarlo a subir en la carroza por su corpulencia pueril, y el marqués le hizo la distinción de sentarlo a su derecha. Abrenuncio pensaba en el caballo.

«Es como si se me hubiera muerto la mitad del cuerpo, suspiró.

«Nada es tan fácil de resolver como la muerte de un caballo», dijo el marqués.

Abrenuncio se animó. «Éste era distinto», dijo.

«Si tuviera los medios, lo haría sepultar en tierra sagrada».

Miró al marqués a la espera de su reacción, y terminó:

«En octubre cumplió cien años».

«No hay caballo que viva tanto», dijo el marqués.

«Puedo probarlo», dijo el médico.

Servía los martes en el Amor de Dios, ayudando a los leprosos enfermos de otros males. Había sido alumno esclarecido del licenciado Juan Méndez Nieto, otro judío portugués emigrado al Caribe por la persecución en España, y había heredado su mala fama de nigromante y deslenguado, pero nadie ponía en duda su sabiduría. Sus pleitos con los otros médicos, que no perdonaban sus aciertos inverosímiles ni sus métodos insólitos, eran constantes y sangrientos. Había inventado una píldora de una vez al año que afinaba el tono de la salud y alargaba la vida, pero causaba tales trastornos del juicio los primeros tres días que nadie más que él se arriesgaba a tomarla. En otros tiempos solía tocar el arpa a la cabecera de los enfermos para sedarlos con cierta música compuesta a propósito. No practicaba la cirugía, que siempre consideró un arte inferior de dómines y barberos, y su especialidad terrorífica era predecir a los enfermos el día y la hora de la muerte. Sin embargo, tanto su buena fama como la mala se sustentaban en lo mismo: se decía, y nadie lo desmintió nunca, que había resucitado a un muerto.

A pesar de su experiencia, Abrenuncio estaba conmovido por el arrabiado. «El cuerpo humano no está hecho para los años que uno podría vivir»,

dijo. El marqués no perdió una palabra de su disertación minuciosa y colorida, y sólo habló cuando el médico no tuvo nada más que decir.

«¿Qué se puede hacer con ese pobre hombre?»,

preguntó.

«Matarlo», dijo Abrenuncio.

El marqués lo miró espantado.

«Al menos es lo que haríamos si fuéramos buenos cristianos», prosiguió el médico, impasible.

«Y no se asombre, señor: hay más cristianos buenos de los que uno cree».

Se refería en realidad a los cristianos pobres de cualquier color, en los arrabales y en el campo, que tenían el coraje de echar un veneno en la comida de sus arrabiados para evitarles el espanto de postrimerías. A fines del siglo anterior una familia entera se tomó la sopa envenenada porque ninguno tuvo corazón para envenenar solo a un niño de cinco años.

«Se supone que los médicos no sabemos que esas cosas suceden», concluyó Abrenuncio. «Y no es así pero carecemos de autoridad moral para respaldarlas. A cambio de eso, hacemos con los moribundos lo que usted acaba de ver. Los encomendamos a San Huberto, y los amarramos a un poste para que puedan agonizar peor y por más tiempo»

«¿No hay otro recurso?», preguntó el marqués.

«Después de los primeros insultos de la rabia, no hay ninguno», dijo el médico. Habló de tratados alegres que la consideraban como enfermedad curable, con base en fórmulas diversas: la hepática terrestre, el cinabrio, el almizcle, el mercurio argentino, el anagallis flore purpureo. «Pamplinas», dijo.

«Lo que pasa es que a unos les da la rabia y a otros no, y es fácil decir que a los que no les dio fue por las medicinas».

Buscó los ojos del marqués para asegurarse de que seguía despierto, y concluyó:

«¿Por qué tiene tanto interés?»

«Por piedad», mintió el marqués.

Contempló desde la ventana el mar aletargado por el tedio de las cuatro, y se dio cuenta con el corazón oprimido de que habían vuelto las golondrinas. Aún no se alzaba la brisa. Un grupo de niños trataba de cazar a pedradas un alcatraz extraviado en una playa cenagosa, y el marqués lo siguió en su vuelo fugitivo hasta que se perdió entre las cúpulas radiantes de la ciudad fortificada.

La carroza entró en el recinto de las murallas por la puerta de tierra de la Media Luna y Abrenuncio guió al cochero hasta su casa a través del bullicioso arrabal de los artesanos. No fue fácil. Neptuno era mayor de setenta años, y además indeciso y corto de vista, y estaba acostumbrado a que el caballo siguiera solo por las calles que conocía mejor que él. Cuando dieron por fin con la casa, Abrenuncio se despidió en la puerta con una sentencia de Horacio.

«No sé latín», se excusó el marqués.

«Ni falta que le hace!», dijo Abrenuncio. Y lo dijo en latín, por supuesto.

El marqués quedó tan impresionado, que su primer acto al volver a casa fue el más raro de su vida. Le ordenó a Neptuno que recogiera el caballo muerto en el cerro de San Lázaro y lo enterrara en tierra sagrada, y que muy temprano al día siguiente le mandara a Abrenuncio el mejor caballo de su establo.

Después del alivio efímero de las purgas de antimonio, Bernarda se aplicaba lavativas de consuelo hasta tres veces al día para sofocar el incendio de sus vísceras, o se sumergía en baños calientes con jabones de olor hasta seis veces para templar los nervios. Nada le quedaba entonces de lo que fue de recién casada, cuando concebía aventuras comerciales que sacaba adelante con una certidumbre de adivina, tales eran sus logros, hasta la mala tarde en que conoció al Judas Iscariote y se la llevó la desgracia.

Lo había encontrado por casualidad en una corraleja de ferias peleándose a manos limpias, casi desnudo y sin ninguna protección, contra un toro de lidia. Era tan hermoso y temerario que no pudo olvidarlo. Días después volvió a verlo en una cumbiamba de carnaval a la que ella asistía disfrazada de pordiosera con antifaz, y rodeada por sus esclavas vestidas de marquesas con gargantillas y pulseras y zarcillos de oro y piedras preciosas. Judas estaba en el centro de un círculo de curiosos, bailando con la que le pagara, y habían tenido que poner orden para calmar las ansias de las pretendientas. Bernarda le preguntó cuánto costaba. Judas le contestó bailando:

«Medio real».

Bernarda se quitó el antifaz.

«Lo que te pregunto es cuánto cuestas de por vida», le dijo.

Judas vio que a cara descubierta no era tan pordiosera como parecía. Soltó la pareja, y se acercó a ella caminando con ínfulas de grumete para que se le notara el precio.

«Quinientos pesos oro», dijo.

Ella lo midió con un ojo de tasadora rejugada.

Era enorme, con piel de foca, torso ondulado, caderas estrechas y piernas espigadas, y con unas manos plácidas que negaban su oficio. Bernarda calculó:

«Mides ocho cuartas».

«Más tres pulgadas», dijo él.

Bernarda le hizo bajar la cabeza al alcance de ella para examinarle la dentadura, y la perturbó el hálito de amoníaco de sus axilas. Los dientes estaban completos, sanos y bien alineados.

«Tu amo debe estar loco si cree que alguien te va a comprar a precio de caballo», dijo Bernarda.

«Soy libre y me vendo yo mismo», contestó él. Y remató con un cierto tono: «Señora».

«Marquesa», dijo ella.

Él le hizo una reverencia de cortesano que la dejó sin aliento, y lo compró por la mitad de sus pretensiones.

«Sólo por el placer de la vista», según dijo. A cambio le respetó su condición de libre y el tiempo para seguir con su toro de circo. Lo instaló en un cuarto cercano al suyo que había sido del caballerango, y lo esperó desde la primera noche, desnuda y con la puerta desatrancada, segura de que él iría sin ser invitado. Pero tuvo que esperar dos semanas sin dormir en paz por los ardores del cuerpo.

En realidad, tan pronto como él supo quién era ella y vio la casa por dentro, recobró su distancia de esclavo. Sin embargo, cuando Bernarda había dejado de esperarlo y durmió con sayuela y pasó la tranca en la puerta, él se metió por la ventana. La despertó el aire del cuarto enrarecido por su grajo amoniacal. Sintió el resuello de minotauro buscándola a tientas en la oscuridad, el fogaje del cuerpo encima de ella, las manos de presa que le agarraron la sayuela por el cuello y se la desgarraron en canal mientras le roncaba en el oído: «Puta, puta». Desde esa noche supo Bernarda que no quería hacer nada más de por vida.


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