«Éstas no son horas de visita», dijo.

El médico le abrió el corazón, agradecido por el caballo que acababa de recibir. Lo llevó por el patio hasta el cobertizo de una antigua herrería de la que no quedaban sino los escombros de la fragua. El hermoso alazán de dos años, lejos de sus querencias, parecía azogado. Abrenuncio lo aplacó con palmaditas en las mejillas, mientras le murmuraba al oído vanas promesas en latín.

El marqués le contó que al caballo muerto lo habían enterrado en la antigua huerta del hospital del Amor de Dios, consagrada como cementerio de ricos durante la peste del cólera. Abrenuncio se lo agradeció como un favor excesivo. Mientras hablaban, le llamó la atención que el marqués se mantuviera a distancia. Él le confesó que nunca se había atrevido a montar.

«Temo tanto a los caballos como a las gallinas», dijo.

«Es una lástima, porque la incomunicación con los caballos ha retrasado a la humanidad», dijo Abrenuncio.

«Si alguna vez la rompiéramos podríamos fabricar el centauro».

El interior de la casa, iluminado por dos ventanas abiertas a la mar grande, estaba arreglado con el preciosismo vicioso de un soltero empedernido.

Todo el ámbito estaba ocupado por una fragancia de bálsamos que inducía a creer en la eficacia de la medicina. Había un escritorio en orden y una vidriera llena de pomos de porcelana con rótulos en latín. Relegada en un rincón estaba el arpa medicinal cubierta de un polvo dorado. Lo más notorio eran los libros, muchos en latín, con lomos historiados. Los había en vitrinas y en estantes abiertos, o puestos en el suelo con gran cuidado, y el médico caminaba por los desfiladeros de papel con la facilidad de un rinoceronte entre las rosas. El marqués estaba abrumado por la cantidad.

«Todo lo que se sabe debe de estar en este cuarto», dijo.

«Los libros no sirven para nada», dijo Abrenuncio de buen humor.

«La vida se me ha ido curando las enfermedades que causan los otros médicos con sus medicinas».

Quitó un gato dormido de la poltrona principal, que era la suya, para que se sentara el marqués. Le sirvió un cocimiento de hierbas que él mismo preparó en el hornillo del atanor, mientras le hablaba de sus experiencias médicas, hasta que se dio cuenta de que el marqués había perdido el interés.

Así era: se había levantado de pronto y le daba la espalda, mirando por la ventana el mar huraño. Por fin, siempre de espaldas, encontró el valor para empezar.

«Licenciado», murmuró.

Abrenuncio no esperaba el llamado.

«¿Ajá?»

«Bajo la gravedad del sigilo médico, y sólo para su gobierno, le confieso que es verdad lo que dicen», dijo el marqués en un tono solemne.

«El perro rabioso mordió también a mi hija».

Miró al médico y se encontró con un alma en paz.

«Ya lo sé», dijo el doctor. «Y supongo que por eso ha venido a una hora tan temprana».

«Así es», dijo el marqués. Y repitió la pregunta que ya había hecho sobre el mordido del hospital:

«¿ Qué podemos hacer?»

En vez de su respuesta brutal del día anterior, Abrenuncio pidió ver a Sierva María. Era eso lo que el marqués quería pedirle. Así que estaban de acuerdo, y el coche los esperaba en la puerta.

Cuando llegaron a la casa, el marqués encontró a Bernarda sentada al tocador, peinándose para nadie con la coquetería de los años lejanos en que hicieron el amor por última vez, y que él había borrado de su memoria. El cuarto estaba saturado de la fragancia primaveral de sus jabones. Ella vio al marido en el espejo, y le dijo sin acidez:

«¿Quiénes somos para andar regalando caballos?»

El marqués la eludió. Cogió de la cama revuelta la túnica de diario, se la tiró encima a Bernarda, y le ordenó sin compasión:

«Vístase, que aquí está el médico».

«Dios me libre», dijo ella.

«No es para usted, aunque buena falta le hace»,

dijo él. «Es para la niña».

«No le servirá de nada», dijo ella. «O se muere o no se muere: no hay de otra». Pero la curiosidad pudo más: «¿Quién es?»

«Abrenuncio», dijo el marqués.

Bernarda se escandalizó. Prefería morirse como estaba, sola y desnuda, antes que poner su honra en manos de un judío agazapado. Había sido médico en casa de sus padres, y lo habían repudiado porque propalaba el estado de los pacientes para magnificar sus diagnósticos. El marqués la enfrentó.

«Aunque usted no lo quiera, y aunque yo lo quiera menos, usted es su madre», dijo. «Es por ese derecho sagrado que le pido dar fe del examen».

«Por mí hagan lo que les dé la gana», dijo Bernarda. «Yo estoy muerta».

Al contrario de lo que podía esperarse, la niña se sometió sin remilgos a una exploración minuciosa de su cuerpo, con la curiosidad con que hubiera observado un juguete de cuerda. «Los médicos vemos con las manos», le dijo Abrenuncio. La niña, divertida, le sonrió por primera vez.

Las evidencias de su buena salud estaban a la vista, pues a pesar de su aire desvalido tenía un cuerpo armonioso, cubierto de un vello dorado, casi invisible, y con los primeros retoños de una floración feliz. Tenía los dientes perfectos, los ojos clarividentes, los pies reposados, las manos sabias, y cada hebra de su cabello era el preludio de una larga vida. Contestó de buen ánimo y con mucho dominio el interrogatorio insidioso, y había que conocerla demasiado para descubrir que ninguna respuesta era verdad. Sólo se puso tensa cuando el médico encontró la cicatriz ínfima en el tobillo. La astucia de Abrenuncio le salió adelante:

«¿Te caíste?»

La niña afirmó sin pestañear:

«Del columpio».

El médico empezó a conversar consigo mismo en latín. El marqués le salió al paso:

«Dígamelo en ladino».

«No es con usted», dijo Abrenuncio. «Pienso en bajo latín».

Sierva María estaba encantada con las artimañas de Abrenuncio, hasta que éste le puso la oreja en el pecho para auscultarla. El corazón le daba tumbos azorados, y la piel soltó un rocío lívido y glacial con un recóndito olor de cebollas. Al terminar, el médico le dio una palmadita cariñosa en la mejilla.

«Eres muy valiente», le dijo.

Ya a solas con el marqués, le comentó que la niña sabía que el perro tenía mal de rabia. El marqués no entendió.

«Le ha dicho muchos embustes», dijo, «pero ese no».

«No fue ella, señor», dijo el médico. «Me lo dijo su corazón: era como una ranita enjaulada».

El marqués se demoró en el recuento de otras mentiras sorprendentes de la hija, no con disgusto sino con un cierto orgullo de padre. «Quizás vaya a ser poeta», dijo. Abrenuncio no admitió que la mentira fuera una condición de las artes.

«Cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía», dijo.

Lo único que no pudo interpretar fue el olor de cebollas en el sudor de la niña. Como no sabía de ninguna relación entre cualquier olor y el mal de rabia, lo descartó como síntoma de nada. Caridad del Cobre le reveló más tarde al marqués que Sierva María se había entregado en secreto a las ciencias de los esclavos, que la hacían masticar emplasto de manajú y la encerraban desnuda en la bodega de cebollas para desvirtuar el maleficio del perro.

Abrenuncio no dulcificó el mínimo detalle de la rabia. «Los primeros insultos son más graves y rápidos cuanto más profundo sea el mordisco y cuanto más cercano al cerebro», dijo. Recordó el caso de un paciente suyo que murió al cabo de cinco años, pero quedó la duda de si no habría sufrido contagio posterior que pasó inadvertido. La cicatrización rápida no quería decir nada: al cabo de un tiempo imprevisible la cicatriz podía hincharse, abrirse de nuevo y supurar. La agonía llegaba a ser tan espantosa que era mejor la muerte. Lo único lícito que podía hacerse entonces era apelar al hospital del Amor de Dios, donde tenían senegaleses diestros en el manejo de herejes y energúmenos enfurecidos. De no ser así, el marqués en persona tendría que asumir la condena de mantener a la niña encadenada en la cama hasta morir.


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