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La verdad es que Meme no está en la casa y que nadie podría decir con exactitud cuándo dejó de estar. La vi por última vez hace once años. Todavía tenía en esta esquina el botiquín que las exigencias de los vecinos fueron modificando insensiblemente hasta convertirlo en una miscelánea. Todo muy ordenado, muy compuesto por la escrupulosa y metódica laboriosidad de Meme, que se pasaba el día cosiendo para los vecinos en una de las cuatro Domestic que había entonces en el pueblo, o detrás del mostrador, atendiendo a la clientela con esa simpatía de india que nunca dejó de tener y que era al mismo tiempo amplia y reservada; un complejo revoltijo de ingenuidad y desconfianza.

Yo había dejado de ver a Meme desde cuando salió de nuestra casa, pero la verdad es que ya no podría decir con exactitud cuándo vino a vivir a la esquina con el doctor ni cómo pudo ser indigna hasta el extremo de convertirse en la mujer de un hombre que le negó sus servicios, con todo y que ambos compartían la casa de mi padre, ella como hija de crianza y él como huésped permanente. Por mi madrastra supe que el doctor era un hombre de mala índole, que había sostenido un largo alegato con papá para convencerlo de que lo de Meme no revestía ninguna gravedad. Y lo dijo sin haberla visto, sin haberse movido de su cuarto. De todos modos, aunque lo de la guajira no hubiera sido nada más que una dolencia pasajera, habría debido asistirla, apenas por la consideración con que se le trató en nuestra casa durante los ocho años que vivió en ella.

No sé cómo sucedieron las cosas. Sé que un día Meme no amaneció en la casa y él tampoco. Entonces mi madrastra hizo clausurar el cuarto y no volvió a hablar de él hasta hace doce años, cuando cosíamos mi vestido de novia.

Tres o cuatro domingos después de haber abandonado nuestra casa, Meme asistió a la iglesia, a misa de ocho, con un ruidoso traje de seda estampada y un sombrero ridículo que remataba arriba con un ramo de flores artificiales. Siempre la había visto tan sencilla en nuestra casa, descalza la mayor parte del día, que ese domingo en que entró a la iglesia me pareció una Meme diferente a la nuestra. Oyó la misa adelante, entre las señoras, erguida y afectada, debajo de ese montón de cosas que se había puesto y que la hacían complicadamente nueva, con una novedad espectacular y. llena de baratijas. Estuvo arrodillada, adelante. Y hasta la devoción con que oyó la misa era desconocida en ella; hasta en la manera de persignarse había algo de esa cursilería florida y resplandeciente con que entró a la iglesia ante la perplejidad de quienes la conocieron de sirvienta en nuestra casa y la sorpresa de quienes no la habían visto nunca.

Yo (para entonces no tendría más de trece años) me preguntaba a qué se debía aquella transformación; por qué Meme había desaparecido de nuestra casa y reaparecía aquel domingo en el templo, vestida más como un pesebre de Navidad que como una señora, o como se habrían vestido tres señoras juntas para asistir a la misa de Pascua, con todo y que aún sobraban en la guajira arandelas y abalorios para vestir a una señora más. Cuando concluyó la misa, las mujeres y los hombres se detuvieron en la puerta para verla salir; se colocaron en el atrio, en doble hilera frente a la puerta mayor, y hasta creo que hubo algo secretamente premeditado en esa solemnidad indolente y burlona con que estuvieron aguardando, sin decir una palabra, hasta cuando Meme salió a la puerta, cerró los ojos y los abrió después en perfecta armonía con su sombrilla de siete colores. Pasó así, por entre la doble hilera de mujeres y hombres, ridicula en su disfraz de pavo real con tacones altos, hasta cuando uno de los hombres inició el cierre del círculo y Meme quedó en el medio, anonadada, confundida, tratando de sonreír con una sonrisa de distinción que le salió tan aparatosa y falsa como su aspecto. Pero cuando Meme salió, abrió la sombrilla y empezó a caminar, papá estaba junto a mí y me arrastraba hacia el grupo. Así que cuando los hombres iniciaron el cierre del círculo, mi padre se había abierto paso hasta donde Meme, corrida, trataba de encontrar la manera de evadirse. Papá la tomó por el brazo, sin mirar a la concurrencia, y la trajo por la mitad de la plaza con esa actitud soberbia y desafiante que adopta cuando hace algo con lo cual no estarán de acuerdo los demás.

Transcurrió algún tiempo antes de que yo supiera que Meme se había venido a vivir como concubina del doctor. Para entonces estaba abierto el botiquín y ella seguía asistiendo a misa como toda una señora de lo mejor, 'sin importarle lo que se dijera o se pensara, como si hubiera olvidado lo que ocurrió el primer domingo. Sin embargo, dos meses después no volvió a vérsela en el templo.

Yo recordaba al doctor en nuestra casa. Recordaba su bigote negro y retorcido y su manera de mirar a las mujeres con sus lascivos y codiciosos ojos de perro. Pero recuerdo que nunca me acerqué a él quizá porque lo miraba como al animal extraño que se sentaba a la mesa después de que todos se levantaban y que se alimentaba con la misma hierba que alimenta a los burros. Cuando la enfermedad de papá, hace tres años, el doctor no había salido de esta esquina una sola vez, después de la noche en que le negó su asistencia a los heridos lo mismo que seis años antes se la había negado a la mujer que dos días después sería su concubina. El ventorrillo fue cerrado antes de que el pueblo dictara la sentencia al doctor. Pero yo sé que Meme siguió viviendo aquí, varios meses o años después de cerrada la tienda. Debió ser mucho más tarde cuando desapareció «al menos cuando se supo que había desaparecido porque así lo decía el pasquín que apareció en esta puerta. Según ese pasquín, el doctor asesinó a su concubina y la enterró en el huerto por temor de que el pueblo se valiera de ella para envenenarlo. Pero antes de mi matrimonio yo había visto a Meme. Hace once años, cuando regresaba del rosario, la guajira salió a la puerta de su tienda y me dijo con su airecillo alegre y un. poco irónico: «Chabela, te vas a casar y no me habías dicho nada.»

– Sí -le digo-; la cosa debió ser así. -Entonces estiro la soga, en uno de cuyos extremos se ve aún la carne viva de las cuerdas recién cortadas a cuchillo. Hago otra vez el nudo que mis hombres cortaron para descolgar el cuerpo y lanzo uno de los cabos por encima de la viga hasta dejar la soga pendiente, sostenida, con bastante fuerza como para proporcionar muchas muertes iguales a la de este hombre. Mientras se abanica con el sombrero el rostro trastornado por la sofocación y el aguardiente, mirando hacia la soga, calculando su fuerza, él dice: «Es imposible que una soga tan delgada haya sostenido su cuerpo.» Y yo le digo: «Esa misma soga ha estado sosteniéndole en la hamaca durante muchos años.» Y él rueda una silla, me entrega el sombrero y se suspende a pulso en la soga con el rostro congestionado por el esfuerzo. Después vuelve a quedar de pie en la silla, mirando el cabo pendiente. Dice: «Es imposible.

Esa soga no alcanza a darme la vuelta alrededor del cuello.» Y entonces comprendo que es deliberadamente ilógico, que está inventando trabas para impedir el entierro.

Lo miro de frente, escrutándolo. Le digo: «¿No se ha fijado que él era por lo menos una cabeza más grande que usted?» Y él se vuelve a mirar el ataúd. Dice: «Con todo, no estoy seguro que lo haya hecho con esta soga.»

Tengo la certeza de que ha sido así. Y él lo sabe pero tiene el propósito de perder el tiempo por miedo de crearse compromisos. Se le conoce la cobardía en esa manera de moverse sin dirección precisa. Una cobardía doble y contradictoria: para impedir la ceremonia y para ordenarla. Entonces, cuando llega frente al ataúd, gira sobre los talones, me mira, dice: «Tendría que verlo colgado para convencerme.»

Yo lo habría hecho. Yo habría autorizado a mis nombres para que abrieran el ataúd y volvieran a colgar al ahorcado, como estuvo hasta hace un momento. Pero sería demasiado para mi hija. Sería demasiado para el niño a quien ella no ha debido traer. Aunque no me repugnara tratar en esa forma a un muerto, ultrajar la carne indefensa, perturbar al hombre por primera vez tranquilo dentro de su gusano; aunque el hecho de mover un cadáver que reposa serena y merecidamente en su ataúd no fuera contra mis principios, lo haría colgar de nuevo para saber hasta dónde es capaz de llegar este hombre. Pero es imposible. Y se lo digo: «Puede estar seguro de que no daré esa orden. Si usted quiere, cuélguelo usted mismo y hágase responsable de lo qué suceda. Recuerde que no sabemos cuánto tiempo tiene de estar muerto.»


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