En las reuniones con Rafael Pardo se estudiaron gestiones alternativas pero tropezaban siempre con la política del gobierno, que de todos modos dejaba abierta la amenaza de la extradición. Ambos sabían además que ésta era el instrumento de presión más fuerte para que los Extraditables se entregaran, y el presidente la utilizaba con tanta convicción como la utilizaban los Extraditables para no entregarse.

Villamizar no tenía una formación militar, pero se había criado cerca de los cuarteles. El doctor Alberto Villamizar Flórez, su padre, había sido durante años el médico de la Guardia Presidencial, y estaba muy vinculado a la vida de sus oficiales. Su abuelo, el general Joaquín Villamizar, había sido ministro de la Guerra. Un tío suyo, el general Jorge Villamizar Flórez, había sido comandante general de las Fuerzas Armadas. Alberto heredó de ellos el doble carácter de militar y santandereano, al mismo tiempo cordial y mandón, serio y parrandero, que pone el plomo donde pone el ojo, que dice lo que tiene que decir siempre al derecho y no ha tuteado a nadie en su vida. Sin embargo, prevaleció en él la imagen del padre y estudió la carrera completa de medicina en la Universidad Javeriana, pero nunca se graduó, arrastrado por los vientos irremediables de la política. No es por militar sino por santandereano puro y simple que siempre lleva consigo un Smith amp; Wesson 38 corto, que nunca quisiera usar. En todo caso, armado o desarmado, sus dos virtudes mayores son la determinación y la paciencia. Que a simple vista parecen contradictorias, pero la vida le ha demostrado que no lo son. Con semejante patrimonio, a Villamizar le sobraban arrestos para intentar una solución armada de los secuestros, pero la rechazó mientras no se llegara a un extremo de vida o muerte.

De modo que la única que vislumbraba al final de noviembre era la de enfrentarse con Escobar y negociar de santandereano a antioqueño, duro y parejo. Una noche, cansado de tantas idas y venidas, se las planteó todas a Rafael Pardo. Éste entendió la angustia, pero su respuesta fue puntual.

– Óigame una cosa, Alberto -le dijo con su estilo sobrio y directo-: haga las gestiones que quiera, intente lo que pueda, pero si lo que quiere es seguir con nuestra colaboración debe saber que no puede ir más allá de la política de sometimiento. Ni un paso, Alberto. Es así de claro.

Ninguna otra virtud le hubiera servido tanto a Villamizar como su determinación y su paciencia para sortear las contradicciones internas que le planteaban aquellas condiciones. Es decir: actuar como quisiera, con su imaginación y a su aire, pero siempre con las manos atadas.

3

Maruja abrió los ojos y recordó un viejo adagio español: «Que no nos dé Dios lo que somos capaces de soportar». Habían transcurrido diez días desde el secuestro, y tanto Beatriz como ella empezaban a acostumbrarse a una rutina que la primera noche les pareció inconcebible. Los secuestradores les habían reiterado a menudo que aquélla era una operación militar, pero el régimen del cautiverio era peor que carcelario. Sólo podían hablar para asuntos urgentes y siempre en susurros. No podían levantarse del colchón, que les servía de cama común, y todo lo que necesitaban debían pedirlo a los dos guardianes que no las perdían de vista ni si estaban dormidas: permiso para sentarse, para estirar las piernas, para hablar con Marina, para ñamar. Maruja tenía que taparse la boca con una almohada para amortiguar los ruidos de la tos.

La única cama era la de Marina, iluminada de día y de noche por una veladora eterna. Paralelo a la cama estaba el colchón tirado en el suelo, donde dormían Maruja y Beatriz, una de ¡da y otra de vuelta, como los pescaditos del zodíaco, y con una sola cobija para las dos. Los guardianes velaban sentados en el suelo y recostados a la pared. Su espacio era tan estrecho que si estiraban las piernas les quedaban los pies sobre el colchón de las cautivas. Vivían en la penumbra porque la única ventana estaba clausurada. Antes de dormir, tapaban con trapos la rendija de la única puerta para que no se viera la luz de la veladora de Marina en el resto de la casa. No había otra luz ni de día ni de noche, salvo el resplandor del televisor, porque Maruja hizo quitar el foco azul que les daba a todos una palidez terrorífica. El cuarto cerrado y sin ventilación se saturaba de un calor pestilente. Las peores horas eran desde las seis hasta las nueve de la mañana, en que las cautivas permanecían despiertas, sin aire, sin nada de beber ni de comer, esperando que destaparan la rendija de la puerta para empezar a respirar. El único consuelo para Maruja y Marina era el suministro puntual de una jarra de café y un cartón de cigarrillos cada vez que lo pedían. Para Beatriz, especialista en terapia respiratoria, el humo acumulado en el cuartito era una desgracia. Sin embargo, la soportaba en silencio por lo felices que eran las otras. Marina, con su cigarrillo y su taza de café, exclamó alguna vez: «Cómo será de bueno cuando estemos las tres juntas en mi casa, fumando y tomando nuestro cafecito, y riéndonos de estos días horribles». Ese día, en vez de sufrir, Beatriz lamentó no fumar.

Que estuvieran las tres en la misma cárcel pudo ser una solución de emergencia, porque la casa donde las llevaron primero debió de quedar inservible cuando el taxi chocado reveló el rumbo de los secuestradores. Sólo así se explicaban el cambio de última hora, y la miseria de que hubiera sólo una cama estrecha, un colchón sencillo para dos y menos de seis metros cuadrados para las tres rehenes y los dos guardianes de turno. También a Marina la habían llevado de otra casa -o de otra finca, como ella decía- porque las borracheras y el desorden de los guardianes de la primera donde la tuvieron habían puesto en peligro a toda la organización. En todo caso, era inconcebible que una de las grandes transnacionales del mundo no tuviera un mínimo de corazón para mantener a sus secuaces y a sus víctimas en condiciones humanas.

No tenían la menor idea de dónde estaban. Por los ruidos sabían que había muy cerca una carretera para camiones pesados. También parecía haber una tienda de vereda, con alcoholes y músicas, que permanecía abierta hasta tarde. A veces se escuchaba un altoparlante que lo mismo convocaba a actos políticos o religiosos, o transmitía conciertos atronadores. En varias ocasiones oyeron las consignas de las campañas electorales para la próxima Asamblea Constituyente. Con más frecuencia se oían zumbidos de aviones pequeños que decolaban y aterrizaban a poca distancia, lo cual hacía pensar que estaban por los lados de Guaymaral, un aeropuerto para aviones de pista corta a veinte kilómetros al norte de Bogotá. Maruja, familiarizada desde niña con el clima de la sabana, sentía que el frío de su cuarto no era de campo abierto sino de ciudad. Además, las precauciones excesivas de los guardianes eran sólo comprensibles si estaban en un núcleo urbano. Lo más sorprendente era el estruendo ocasional de un helicóptero tan cercano, que parecía encima de la casa. Marina Montoya decía que allí llegaba un oficial del ejército responsable de los secuestros. Con el paso de los días habían de acostumbrarse a aquel ruido, pues en los meses que duró el cautiverio el helicóptero aterrizó por lo menos una vez al mes, y los rehenes no dudaron de que tenía que ver con ellas.

Era imposible distinguir los límites entre la verdad y la contagiosa fantasía de Marina. Decía que Pacho Santos y Diana Turbay estaban en otros cuartos de la misma casa, de modo que el militar del helicóptero se ocupaba de los tres casos al mismo tiempo durante cada visita. En una ocasión oyeron unos ruidos alarmantes en el patio. El mayordomo insultaba a su mujer entre órdenes atropelladas de que lo alzaran de aquí, que lo trajeran para acá, que lo voltearan para arriba, como si trataran de meter un cadáver donde no cabía. Marina, en sus delirios tenebrosos, pensó que tal vez habían descuartizado a Francisco Santos y estaban enterrándolo a pedazos debajo de las baldosas de la cocina. «Cuando empiezan las matanzas no paran -decía-. Las próximas seremos nosotras». Fue una noche de espantos, hasta que supieron por casualidad que habían cambiado de lugar una lavadora primitiva que no podían cargar entre cuatro.


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