Había un solo baño para las tres y los cuatro guardianes. Ellas debían usarlo con la puerta ajustada pero sin cerrojo, y no podían demorar más de diez minutos en la ducha, aun cuando tuvieran que lavar la ropa. Les permitían fumar cuantos cigarrillos les daban, que para Maruja era más de una cajetilla al día, y más aún para Marina. En el cuarto había un televisor y un radio portátil de la casa para que las rehenes oyeran noticias o los guardianes oyeran música. Las informaciones de la mañana las escuchaban a volumen tenue, como a escondidas, y en cambio los guardianes escuchaban su música de parranda a un volumen tan alto como se lo dictaba el estado de humor.
La televisión la encendían a las nueve de la mañana para ver los programas educativos, después las telenovelas, y dos o tres programas más hasta los noticieros del mediodía. La tanda mayor era desde las cuatro de la tarde hasta las once de la noche. El televisor permanecía encendido, como en los dormitorios de los niños, aunque nadie lo viera. En cambio las rehenes escrutaban los noticieros con una atención milimétrica para tratar de descubrir mensajes cifrados de sus familias. Nunca supieron, por supuesto, cuántos se les escaparon, o cuántas frases inocentes confundieron con recados de esperanza. Alberto Villamizar apareció en los distintos noticieros de televisión ocho veces en los primeros dos días, con la certidumbre de que por alguno les llegaba su voz a las secuestradas. Casi todos los hijos de Maruja, además, eran gente de medios masivos. Algunos tenían programas de televisión con horarios fijos, y los utilizaron para mantener una comunicación que ellos suponían unilateral, y tal vez inútil, pero la sostuvieron. El primero que vieron el miércoles siguiente fue el que Alexandra hizo al regreso de la Guajira. El siquiatra Jaime Gaviria, colega del esposo de Beatriz y viejo amigo de la familia, impartió una serie de instrucciones sabias para mantener el ánimo en espacios cerrados. Maruja y Beatriz, que conocían al doctor Gaviria, comprendieron el sentido del programa y tomaron nota de sus enseñanzas.
Éste fue el primero de una serie de ocho programas que había preparado Alexandra con base en una larga conversación con el doctor Gaviria sobre la sicología de los secuestrados. Lo primero era escoger los temas que les gustaran a Maruja y Beatriz y envolver en ellos mensajes personales que sólo ellas pudieran descifrar. Alexandra decidió entonces llevar cada semana un personaje preparado para contestar preguntas intencionales que sin duda suscitarían en las rehenes asociaciones inmediatas. La sorpresa fue que muchos televidentes desprevenidos se dieron cuenta por lo menos de que algo iba envuelto en la inocencia de las preguntas.
No lejos de allí -dentro de la misma ciudad- las condiciones de Francisco Santos en su cuarto de cautivo eran tan abominables como las de Maruja y Beatriz, pero no tan severas. Una explicación es que hubiera contra ellas, además del utilitarismo político del secuestro, un propósito de venganza. Es casi seguro, además, que los guardianes de Maruja y los de Pacho eran dos equipos distintos. Aunque sólo fuera por motivos de seguridad, actuaban por separado y sin ninguna comunicación entre ellos. Pero aun en eso había diferencias incomprensibles. Los de Pacho eran más familiares, autónomos y complacientes, y menos cuidadosos de su identidad. La peor condición de Pacho era que dormía encadenado a los barrotes de la cama con una cadena metálica forrada de cinta aislante para evitar ulceraciones. La peor de Maruja y Beatriz era que ni siquiera tenían una cama donde ser amarradas.
Pacho recibió los periódicos puntuales desde el primer día. En general, los relatos sobre su secuestro en la prensa escrita eran tan desinformados y antojadizos que hicieron torcerse de risa a los secuestradores. Su horario estaba ya bien establecido cuando secuestraron a Maruja y Beatriz. Pasaba la noche en claro y se dormía como a las once de la mañana. Veía televisión, solo o con sus guardianes, o conversaba con ellos sobre las noticias del día y, en especial, sobre los partidos de fútbol. Leía hasta el cansancio y todavía le sobraban nervios para jugar a las barajas o al ajedrez. Su cama era confortable, y durmió bien desde la primera noche hasta que contrajo una sarna urticante y un ardor en los ojos, que desaparecieron con sólo lavar las cobijas de algodón y hacer en el cuarto una limpieza a fondo. Nunca se preocuparon de que alguien viera desde fuera la luz encendida, porque las ventanas estaban clausuradas con tablas.
En octubre surgió una ilusión imprevista: la orden de que se preparara para mandar a la familia una prueba de supervivencia. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para mantener el dominio. Pidió una jarra de café tinto y dos paquetes de cigarrillos, y empezó a redactar el mensaje como le saliera del alma sin corregir una coma. Lo grabó en una minicasete, que los estafetas preferían a las normales, porque eran más fáciles de esconder. Habló tan despacio como fue capaz y trató de afinar la dicción y asumir una actitud que no delatara las sombras de su ánimo. Por último grabó los titulares mayores de El Tiempo del día como prueba de la fecha en que hizo el mensaje. Quedó satisfecho, sobre todo de la primera frase: «Todas las personas que me conocen saben lo difícil que es este mensaje para mí». Sin embargo, cuando lo leyó publicado, ya en frío, tuvo la impresión de que se había echado la soga al cuello, por la frase final, en que pedía al presidente hacer lo que pudiera por la liberación de los periodistas. «Pero eso sí -le advertía-, sin pasar por encima de las leyes y los preceptos constitucionales, lo cual es benéfico no sólo para el país sino para la libertad de prensa que hoy está secuestrada». La depresión se agravó unos días después cuando secuestraron a Maruja y a Beatriz, porque lo entendió como una señal de que las cosas iban a ser largas y complicadas. Ése fue el primer embrión de un plan de fuga que se le iba a convertir en una obsesión irresistible.
Las condiciones de Diana y su equipo -quinientos kilómetros al norte de Bogotá y a tres meses del secuestro- eran diferentes de los otros rehenes, pues dos mujeres y cuatro hombres cautivos al mismo tiempo planteaban problemas muy complejos de logística y seguridad. En la cárcel de Maruja y Beatriz sorprendía la falta absoluta de indulgencia. En la de Pacho Santos sorprendían la familiaridad y el desenfado de los guardianes de su misma generación. En el grupo de Diana reinaba un ambiente de improvisación que mantenía a secuestrados y secuestradores en un estado de alarma e incertidumbre, con una inestabilidad que lo contaminaba todo y aumentaba el nerviosismo de todos. El secuestro de Diana se distinguió también por su signo errático. Durante el largo cautiverio los rehenes fueron mudados sin explicaciones no menos de veinte veces, cerca y dentro de Medellín, a casas de estilos y categorías diferentes y condiciones desiguales. Esta movilidad era posible tal vez porque sus secuestradores, a diferencia de los de Bogotá se movían en su medio natural, lo controlaban por completo, y mantenían contacto directo con sus superiores.
Los rehenes no estuvieron juntos en una misma casa sino en dos ocasiones y por pocas horas. Al principio fueron dos grupos: Richard, Orlando y Hero Buss en una casa, y Diana, Azucena y Juan Vitta en otra cercana. Algunas mudanzas habían sido atolondradas e imprevistas, a cualquier hora y sin tiempo para recoger sus cosas por el inminente asalto de la policía, y casi siempre a pie por pendientes escarpadas y chapaleando en el fango bajo aguaceros interminables. Diana era una mujer fuerte y resuelta, pero aquellas caminatas despiadadas y humillantes, en las condiciones físicas y morales del cautiverio, sobrepasaban por mucho su resistencia. Otras mudanzas fueron de una naturalidad pasmosa por las calles de Medellín, en taxis ordinarios y eludiendo retenes y patrullas callejeras. Lo más duro para todos en las primeras semanas era estar secuestrados sin que nadie lo supiera. Veían la televisión, escuchaban la radio y leían los periódicos, pero no hubo una noticia sobre su desaparición hasta el 14 de septiembre, cuando el noticiero Criptón informó sin citar la fuente que no estaban en misión periodística con las guerrillas sino secuestrados por los Extraditables. Habían de pasar todavía varias semanas antes de que éstos emitieran un reconocimiento formal del secuestro.