– Dígame una cosa, Rafael, ¿a usted no le preocupa que uno de esos tipos se entregue de pronto a la justicia y no tengamos ningún cargo contra él para ponerlo preso?

Era la esencia del problema: los terroristas acosados por la policía no se decidían a entregarse porque no tenían garantías para su seguridad personal ni la de sus familias, y d Estado, por su parte, no tenía pruebas para condenarlos si los capturaban. La idea era encontrar una fórmula jurídica para que se decidieran a confesar sus delitos a cambio de que el Estado les diera la seguridad para ellos y sus familias. Rafael Pardo había pensado el problema para el gobierno anterior, y todavía llevaba unas notas traspapeladas en el maletín cuando Gaviria le hizo la pregunta. Eran, en efecto, un principio de solución: quien se entregara a la justicia tendría una rebaja de la pena si confesaba un delito que permitiera procesarlo, y otra rebaja suplementaria por la entrega de bienes y dineros al Estado. Eso era todo, pero el presidente la vislumbró completa, pues coincidía con su idea de una estrategia que no fuera de guerra ni de paz sino de justicia, y que le quitara argumentos al terrorismo sin renunciar a la amenaza indispensable de la extradición.

El presidente Gaviria se la propuso a su ministro de justicia, Jaime Giraldo Ángel. Este captó la idea de inmediato, pues también él venía pensando desde hacía tiempo en una manera de judicializar el problema del narcotráfico. Además, ambos eran partidarios de la extradición de nacionales como un instrumento para forzar la rendición.

Giraldo Ángel, con su aire de sabio distraído, su precisión verbal y su habilidad de ordenógrafo prematuro, acabó de redondear la fórmula con ideas propias y otras ya establecidas en el Código Penal. Entre sábado y domingo redactó un primer borrador en su computadora portátil de reportero, y el lunes a primera hora se lo mostró al presidente todavía con tachaduras y enmiendas a -mano. El título escrito a tinta en el encabezado era un embrión histórico: Sometimiento a la justicia.

Gavina es muy meticuloso con sus proyectos, y no los llevaba a los Consejos de Ministros hasta no estar seguro de que serían aprobados. De modo que examinó a fondo el borrador con Giraldo Ángel y con Rafael Pardo, que no es abogado, pero cuyas pocas palabras suelen ser certeras. Luego mandó la versión más avanzada al Consejo de Seguridad, donde Giraldo Ángel encontró los apoyos del general Osear Botero, ministro de la Defensa, y el director de Instrucción Criminal, Carlos Mejía Escobar, un jurista joven y efectivo que sería el encargado de manejar el decreto en la vida real. El general Maza Márquez no se opuso al proyecto, aunque consideraba que en la lucha contra el cartel de Medellín era inútil cualquier fórmula distinta de la guerra. «Este país no se arregla -solía decir- mientras Escobar no esté muerto. «Pues estaba convencido de que Escobar sólo se entregaría para seguir traficando desde la cárcel bajo la protección del gobierno.

El proyecto se presentó en el Consejo de Ministros con la precisión de que no se trataba de plantear una negociación con el terrorismo para conjurar una desgracia de la humanidad cuyos primeros responsables eran los países consumidores. Al contrario: se trataba de darle una mayor utilidad jurídica a la extradición en la lucha contra el narcotráfico, al incluir la no extradición como premio mayor en un paquete de incentivos y garantías para quienes se entregaran a la justicia.

Una de las discusiones cruciales fue la de la fecha límite para los delitos que los jueces deberían tomar en consideración. Esto quería decir que no sería amparado ningún delito cometido después de la fecha del decreto. El secretario general de la presidencia, Fabio Villegas, que fue el opositor más lúcido de la fecha límite, se fundaba en un argumento fuerte: al cumplirse el plazo para los delitos perdonables el gobierno se quedaría sin política. Sin embargo, la mayoría acordó con el presidente que por el momento no debían ir más lejos con el plazo fijo, por el riesgo cierto de que se convirtiera en una patente de corso para que los delincuentes siguieran delinquiendo hasta que decidieran entregarse. Para preservar al gobierno de cualquier sospecha de negociación ilegal o indigna, Gaviria y Giraldo se pusieron de acuerdo en no recibir a ningún emisario directo de los Extraditables durante los procesos, ni negociar con ellos ni con nadie ningún caso de ley. Es decir, no discutir nada de principios, sino sólo asuntos operativos. El director nacional de Instrucción Criminal -que no depende del poder ejecutivo ni es nombrado por él- sería el encargado oficial de cualquier contacto con los Extraditables o sus representantes legales. Todos sus intercambios serían por escrito, y así quedarían consignados.

El proyecto del decreto se discutió con una diligencia febril y un sigilo nada común en Colombia, y se aprobó el 5 de setiembre de 1990. Ése fue el decreto de Estado de Sitio 2047: quienes se entregaran y confesaran delitos podían obtener como beneficio principal la no extradición; quienes además de la confesión colaboraran con la justicia, tendrían una rebaja de la pena hasta una tercera parte por i entrega y la confesión, y hasta una sexta parte por colaboración con la justicia con la delación. En total: hasta la mitad de la pena impuesta por uno o todos los delitos por los cuales fuera solicitada la extradición. Era la justicia en su expresión más simple y pura: la horca y el garrote. El mismo Consejo de Ministros que firmó el decreto rechazó tres extradiciones y aprobó tres, como una notificación pública de que el nuevo gobierno sólo renunciaba a la extradición como un beneficio principal del decreto.

En realidad, más que un decreto suelto, era una política presidencial bien definida para la lucha contra el terrorismo en general, y no sólo contra el de los traficantes de droga, sino también contra otros casos de delincuencia común. El general Maza Márquez no expresó en los Consejos de Seguridad lo que en realidad pensaba del decreto, pero años más tarde -en su campaña electoral para la presidencia de la república- lo fustigó sin misericordia como «una falacia de este tiempo». «Con él se maltrata la majestad de la justicia -escribió entonces y se echa por la borda la respetabilidad histórica del derecho penal. «El camino fue largo y complejo. Los Extraditables -ya conocidos en el mundo como una razón social de Pablo Escobar- repudiaron el decreto de inmediato, aunque dejaron puertas entreabiertas para seguir peleando por mucho más. La razón principal era que no decía de una manera incontrovertible que no serían extraditados. Pretendían también que los consideraran delincuentes políticos, y les dieran en consecuencia el mismo tratamiento que a los guerrilleros del M-19, que habían sido indultados y reconocidos como partido político. Uno de sus miembros era ministro de Salud, y todos participaban en la campaña de la Asamblea Nacional Constituyente. Otra de las preocupaciones de los Extraditables era una cárcel segura donde estar a salvo de sus enemigos, y garantías para la vida de sus familias y sus secuaces.

Se dijo que el gobierno había hecho el decreto como una concesión a los traficantes por la presión de los secuestros. En realidad, el proyecto estaba en proceso desde antes del secuestro de Diana, y ya había sido proclamado cuando los Extraditables dieron otra vuelta de tuerca con los secuestros casi simultáneos de Francisco Santos y Marina Montoya. Mis tarde, cuando ocho rehenes no les alcanzaron para lograr lo que querían, secuestraron a Maruja Pachón y a Beatriz Villamizar. Ahí tenían el número mágico: nueve periodistas. Y además -condenada de antemano- la hermana de un político fugitivo de la justicia privada de Escobar. En cierto modo, antes de que el decreto demostrara su eficacia, el presidente Gaviria empezaba a ser víctima de su propio invento.

Diana Turbay Quintero tenía, como su padre, un sentido intenso y apasionado del poder y una vocación de liderazgo que determinaron su vida. Creció entre los grandes nombres de la política, y era difícil que desde entonces no fuera ésa su perspectiva del mundo. «Diana era un hombre de Estado -ha dicho una amiga que la comprendió y la quiso-. Y la más grande preocupación de su vida era una obstinada voluntad de servicio al país. «Pero el poder -como el amor- es de doble filo: se ejerce y se padece. Al tiempo que genera un estado de levitación pura, genera también su contrario: la búsqueda de una felicidad irresistible y fugitiva, sólo comparable a la búsqueda de un amor idealizado, que se ansia pero se teme, se persigue pero nunca se alcanza. Diana lo sufría con una voracidad insaciable de saberlo todo, de estar en todo, de descubrir el porqué y el cómo de las cosas, y la razón de su vida. Algunos que la trataron y la quisieron de cerca lo percibieron en las incertidumbres de su corazón, y piensan que muy pocas veces fue feliz.


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