La distinción era importante, porque Escobar no dejaba rastros para la justicia. En las cartas que podían comprometerlo, como las de negociaciones de secuestros, la escritura estaba disfrazada con letras de molde, y firmadas por los Extraditables o cualquier nombre de pila: Manuel, Gabriel, Antonio. En las que se erigía en acusador, en cambio, usaba su caligrafía natural un tanto pueril, y no sólo firmaba con su nombre y su rúbrica, sino que los remachaba con la huella del pulgar. En el tiempo de los secuestros de periodistas hubiera sido razonable poner en duda su misma existencia. Era posible que los Extraditables no fueran más que un seudónimo suyo, pero también era posible lo contrario: tal vez el nombre y la identidad de Pablo Escobar no fueran sino una advocación de los Extraditables. Sus comunicados de estilo ejemplar y cautelas perfectas llegaron a parecerse tanto a la verdad que se confundían con ella.

Guido Parra parecía siempre preparado para ir más allá de lo que los Extraditables proponían por escrito. Pero había que leerlo con lupa. Lo que en realidad buscaba para su clientela era un tratamiento político similar al de las guerrillas. Además planteaba de frente la internacionalización del problema de los narcóticos con la propuesta de apelar a la participación de las Naciones Unidas. Sin embargo, ante la negativa rotunda de Santos y Turbay, les propuso diversas fórmulas alternativas. Así se inició un proceso tan largo como estéril, que terminaría por enredarse en un callejón sin salida.

Santos y Turbay hicieron contacto personal con el presidente de la república desde la segunda comunicación. Gaviria los recibió a las ocho y media de la noche en la salita de la biblioteca privada. Estaba más sereno que de costumbre, y con deseos de conocer noticias nuevas de los rehenes. Turbay y Santos lo pusieron al comente de las dos cartas de ida y vuelta y de la mediación de Guido Parra.

– Mal enviado -dijo el presidente-. Muy inteligente, buen abogado, pero sumamente peligroso. Eso sí, tiene todo el respaldo de Escobar.

Leyó las cartas con la fuerza de concentración que impresionaba a todos: como si se hiciera invisible. Sus comentarios estaban listos y completos al terminar, y con las conjeturas pertinentes a las que no les sobraba una palabra. Les contó que ningún cuerpo de inteligencia tenía la menor idea de dónde podían tenerlos. Así que lo nuevo para el presidente fue la confirmación de que estaban en poder de Pablo Escobar. Gaviria dio aquella noche una prueba de su maestría para poner todo en duda antes de adoptar una determinación final. Creía en la posibilidad de que las cartas fueran falsas, de que Guido Parra estuviera haciendo un juego ajeno, e inclusive de que todo fuera una jugada de alguien que no tenía nada que ver con Escobar. Sus interlocutores salieron menos alentados que cuando entraron, pues, -al parecer, el presidente consideraba el caso como un grave problema de Estado con muy poco margen para sus sentimientos personales. Una dificultad principal para un acuerdo era que Escobar iba cambiando las condiciones según la evolución de sus problemas, para demorar los secuestros y obtener ventajas adicionales e imprevistas, mientras la Asamblea Constituyente se pronunciaba sobre la extradición, y tal vez sobre el indulto. Esto nunca estuvo claro en la correspondencia astuta que Escobar mantenía con las familias de los secuestrados. Pero sí lo estaba en la muy secreta que mantenía con Guido Parra para instruirlo sobre el movimiento estratégico y las perspectivas a largo plazo de la negociación. «Es bueno que tú le transmitas todas las inquietudes a Santos para que esto no se nos enrede más -le decía en una carta-. Esto debido a que tiene que quedar escrito y decretado que no se nos extraditará en ningún caso y por ningún delito y a ningún país. «También exigía precisiones en el requisito de la confesión para la entrega. Otros dos puntos primordiales eran la vigilancia en la cárcel especial, y la seguridad de sus familias y sus secuaces.

La amistad de Hernando Santos con el ex presidente Turbay, que se había fundado siempre sobre una base política, se volvió entonces personal y entrañable. Podían permanecer muchas horas sentados el uno frente al otro en absoluto silencio. No pasaba un día sin que se intercambiaran por teléfono impresiones íntimas, suposiciones secretas, datos nuevos. Llegaron a elaborar todo un código cifrado para manejar noticias confidenciales. No debió ser fácil. Hernando Santos es un hombre de responsabilidades descomunales, que con una sola palabra podría salvar o destruir una vida. Es emocional, de nervios crispados, y con una conciencia tribal que pesa mucho en sus determinaciones. Quienes convivieron con él durante el secuestro de su hijo temieron que no sobreviviera a la aflicción. No comió ni durmió una noche completa, se mantuvo siempre con el teléfono al alcance de su mano y le saltaba encima al primer timbrazo. Durante aquellos meses de dolores tuvo muy pocos momentos sociales, se sometió a un programa de ayuda siquiátrica para resistir la muerte del hijo, que creía inevitable, y vivió recluido en su oficina o en sus habitaciones, entregado al repaso de su estupenda colección de estampillas de correos y de cartas chamuscadas en accidentes aéreos. Su esposa, Elena Calderón, madre de sus siete hijos, había muerto siete años antes, y estaba realmente solo. Se le agravaron los problemas del corazón y la vista, y no hacía ningún esfuerzo por reprimir el llanto. Su mérito ejemplar en circunstancias tan dramáticas, fue mantener el periódico al margen de su tragedia personal.

Uno de sus soportes esenciales en aquella época amarga fue la fortaleza de su nuera María Victoria. El recuerdo que a ella le quedaba de los días inmediatos al secuestro era el de su casa invadida por parientes y amigos de su marido que tomaban whisky y café tirados por las alfombras hasta muy tarde en la noche. Hablaban siempre de lo mismo, mientras el impacto del secuestro y la imagen misma del secuestrado iban volviéndose cada vez más tenues. Cuando Hernando regresó de Italia fue directo a la casa de María Victoria, y la saludó con una emoción que acabó de desgarrarla, pero cuando tuvo que tratar algo confidencial sobre el secuestro le pidió dejarlo solo con los varones. María Victoria, que es de carácter fuerte y reflexiones maduras, tomó conciencia de haber sido siempre una cifra marginal en una familia de hombres. Lloró un día entero, pero salió fortalecida por la determinación de tener su identidad y su lugar en su casa. Hernando no sólo entendió sus razones, sino que se reprochó sus propios descuidos, y encontró en ella el mejor apoyo para sus penas. A partir de entonces mantuvieron un vínculo de confianza invencible, ya fuera en el trato directo, por teléfono, por escrito, por interpuesta persona, y hasta por telepatía, pues aun en los consejos de familia más intrincados les bastaba con mirarse para saber qué pensaban y qué debían decir. A ella se le ocurrieron muy buenas ideas, entre otras la de publicar en el periódico notas editoriales sin claves para compartir con Pacho noticias divertidas de la vida familiar.

Las víctimas menos recordadas fueron Liliana Rojas Arias -la esposa del camarógrafo Orlando Acevedo y Martha Lupe Rojas -la madre de Richard Becerra-. Aunque no eran amigas cercanas, ni parientas -a pesar del apellido-, el secuestro las volvió inseparables. «No tanto por el dolor -ha dicho Liliana- como por hacernos compañía». Liliana estaba amamantando a Erick Yesid, su hijo de año y medio, cuando le avisaron del noticiero Criptón que todo el equipo de Diana Turbay estaba secuestrado. Tenía veinticuatro años, se había casado hacía tres, y vivía en el segundo piso de la casa de sus suegros, en el barrio San Andrés, en el sur de Bogotá. «Es una muchacha tan alegre -ha dicho una amiga- que no merecía una noticia tan fea». Y además de alegre, original, pues cuando se restableció del primer impacto puso al niño frente al televisor a la hora de los noticieros para que viera a su papá, y siguió haciéndolo sin falta hasta el final del secuestro.


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