– ¡Mi pequeña Ottavia! -exclamó con una mueca de felicidad-. ¡Tienes un aspecto excelente! ¿Ya sabes que ha venido tu hermano Pierantonio? ¡Está deseando verte! Quiero que los dos me contéis muchas cosas -me puso la mano en el hombro y me empujó suave, pero animosamente, hacia el interior de la casa-. ¿Cómo está el Santo Padre? ¿Se encuentra bien de salud?

El resto del día fue una continua ida y venida de miembros de la familia: Giuseppe, el mayor, vivía en la villa con Rosalia, su mujer, y sus cuatro hijos; Giacoma y Domenico, que también vivían en la villa con nuestros padres, tenían cinco hijos que llegaron desde la Universidad de Mesina y los internados donde estudiaban. Cesare, el tercero, estaba casado con Letizia y tenía otros cuatro buenos elementos que, afortunadamente, residían en Agrigento. Pierluigi, el quinto, llegó a media tarde con su mujer, Livia, y sus cinco hijos. Salvatore, el septimo -el hermano inmediatamente superior a mí-, era el único que estaba separado, pero, aún así, apareció también por la tarde con tres de sus cuatro hijos. Y, por fin, Águeda, la pequeña -que ya tenía treinta y ocho años-, apareció con Antonio, su marido, y sus tres retoños, el menor de los cuales era mi querida Isabella, de cinco años de edad.

Pierantonio, Lucia y yo éramos los tres religiosos de la familia. Siempre me ha producido una cierta zozobra cotejar las expectativas que mi madre tenía para cada uno de sus hijos con lo que, más tarde, hemos hecho nosotros con nuestras vidas. Es como si Dios otorgara a las madres la clarividencia necesaria para adivinar lo que va a suceder, o, y esto es lo más preocupante, como si Dios ajustara sus planes a lo que las madres desean. Misteriosamente, Pierantonio, Lucia y yo habíamos tomado los votos tal y como mi madre siempre anheló; todavía la recuerdo hablando con mi hermano, cuando este tenía diecisiete o dieciocho años, y diciéndole: «No puedes ni imaginar el orgullo que sería para mi verte convertido en sacerdote, en un buen sacerdote, y podrías serlo porque tienes el carácter perfecto para conducir con mano firme, como mínimo, una diócesis», o peinando el hermoso cabello rubio de Lucía mientras le susurraba al oído: «Eres demasiado lista e independiente como para someterte a un marido; a tí el matrimonio no te va. Estoy segura de que serías mucho más feliz llevando una vida como la de las religiosas de tu colegio: viajes, estudio, libertad, buenas amigas…» Y no hablemos de lo que me decía a mí: «De todos mis hijos, Ottavia, tú eres la más brillante, la más orgullosa… Tienes un carácter tan especial, tan fuerte, que sólo Dios podría hacer de ti la persona que yo desearía que fueras.» Todas estas cosas las repetía con la fuerza y la convicción de una pitonisa que vaticinara el futuro. Extrañamente, lo mismo sucedió con el resto de mis hermanos: sus ocupaciones, estudios o matrimonios se ajustaron como un guante a las predicciones maternas.

Me pasé el día entero con la pequeña Isabella en brazos, de un lado a otro de la casa, hablando con los miembros de mi amplia familia y saludando a tíos, primos y conocidos que se acercaban hasta la casa para felicitar por adelantado a mi padre y traerle regalos. Era tanta la gente reunida, que yo apenas pude abrazarle y darle un beso antes de volver a perderle de vista. Sólo recuerdo que mi padre, con un gesto de infinito cansancio, me miró con orgullo durante un segundo, me acarició la mejilla con la rugosa piel de su mano y… fue abducido por el oleaje humano. Aquello, más que una casa, parecía una feria.

A media tarde, tenía un dolor terrible de espalda por culpa del peso de Isabella que, ni por piedad, consintió en soltarse de mi cuello. Cada vez que intentaba dejarla en el suelo, subía las piernas y las ceñía en torno a mi cintura como un pequeño mono. Cuando llegó la hora de preparar la cena, las mujeres nos encaminamos hacia la cocina para ayudar a las sirvientas y los hombres se reunieron en el salón grande para tratar sobre los asuntos y negocios de la familia. No me extrañó, pues, ver aparecer instantes después la alta figura de mi hermano Pierantonio entre las cazuelas y las sartenes. No pude por menos que reconocer que su forma de moverse y de caminar guardaba un cierto parecido con las elegantes maneras de Monseñor Tournier, el Arzobispo Secretario de la Sección Segunda de la Secretaría de Estado. Las diferencias entre ambos eran infinitas, desde luego -uno de ellos, para empezar, era mi hermano favorito, y el otro, no-, pero sin duda existía esa característica común de avanzar por la vida muy seguros de sí mismos y de su carisma.

Mi madre, obviamente, lo miró embelesada mientras se acercaba a ella.

– Mamá -dijo Pierantonio dándole un beso en la mejilla-, permite que me lleve un rato a Ottavia. Me gustaría mucho charlar con ella antes de cenar, dando un paseo por el jardín.

– ¿Y a mí quién me ha pedido opinión? -repuse desde el otro lado de la cocina, rehogando unas verduras en la sartén con mano experta-. A lo mejor no quiero ir.

Mi madre sonrío.

– ¡Calla, calla! ¿Cómo no vas a querer? -bromeó, como sí fuera inconcebible que yo no deseara salir a pasear con mi hermano.

– ¡Y a las demás que nos parta un rayo, ¿verdad?! -protestaron Giacoma, Lucia y Águeda.

Pierantonio, muy zalamero, les dio un beso a cada una y, luego, chasqueó los dedos como si llamara al camarero de un bar.

– Ottavia… vamos.

María, una de las cocineras, me quitó la sartén de las manos. Era toda una confabulación.

– No he visto en toda mi vida -empecé a decir mientras me quitaba el delantal y lo dejaba sobre el banco de la cocina- un fraile franciscano menos humilde que el padre Salina.

– Custodio, hermana… -replicó él-, Custodio de Tierra Santa.

– ¡Siempre tan modesto! -carcajeó Giacoma, y el resto de la concurrencia le hizo coro con sus risas.

Si hubiera podido mirar a mi familia desde fuera, como una simple espectadora, entre las muchas cosas que me habrían llamado la atención, sin duda alguna hubiese destacado la adoración que todas las mujeres Salina sentían por Pierantonio. Nunca nadie disfrutó de una liga de melosas aduladoras más fervientes y sumisas. Los más nimios deseos del dios Pierantonio eran ejecutados con el fanatismo propio de las bacantes griegas, y él, que lo sabía, gozaba como un niño actuando como un caprichoso Dionisos. La culpa de todo esto era, desde luego, de mi madre, que nos había transmitido, como un virus, la idolatría ciega por su hijo preferido. ¿Cómo no íbamos a concederle al pequeño dios cualquier antojo si, a cambio, nos obsequiaba con sus besos y monerías…? ¡Con lo poco que costaba hacerlo feliz!

El dios me cogió por la cintura y salimos al patio trasero en busca de la puerta del jardín.

– ¡Cuéntame cosas! -exclamó pletórico, una vez que pisamos el suave césped que rodeaba la casa.

– Cuéntame tú -repuse mirándole. Tenía unas pronunciadas entradas en el pelo y unas cejas asilvestradas que le conferían un aire salvaje-. ¿Cómo es que el importante Custodio de Tierra Santa abandona su puesto justo cuando el Santo Padre está a punto de llegar a Jerusalén?

– ¡Caramba, disparas a matar! -rió, pasándome un brazo por los hombros.

– Me encanta que hayas podido venir -le expliqué-, tú lo sabes, pero me extraña mucho que lo hayas hecho: Su Santidad parte mañana para tus dominios.

Miró hacia el cielo, distraído, haciendo ver que el asunto no tenía ninguna importancia, pero yo, que le conocía bien, sabia que ese gesto suyo implicaba todo lo contrario.

– Bueno, ya sabes… Las cosas no son siempre como parecen.

– Mira, Pierantonio, a lo mejor engañas a tus frailes, pero a mí, no.

Sonrió, sin dejar de mirar al cielo.

– ¡Pero bueno…! ¿Me vas a contar de una vez porque el Ilustrísimo Custodio de Tierra Santa sale de allí cuando el Sumo Pontífice está a punto de llegar? -insistí, antes de que empezara a hablarme de la belleza de las estrellas.


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