¿Por qué precisamente siete y no ocho, o cinco o quince, por ejemplo? ¿Por qué todas diferentes? ¿Por qué todas enmarcadas por formas geométricas, a modo de ventanucos medievales? ¿Por qué todas dignificadas por una pequeña corona radiada…? Jamás lo podríamos averiguar, me decía compungida, era demasiado complejo y demasiado absurdo a la vez. Levantaba la mirada de las fotografías y los croquis y la posaba en la silueta de papel, por si la ubicación de las cruces en el cuerpo me daba la pista; pero no veía nada, o, al menos nada que me ayudara a resolver el jeroglífico, así que bajaba de nuevo los ojos hacia la mesa y me concentraba fatigosamente en el estudio de cada una de las peculiares tronerillas coronadas.

Glauser-Róist apenas pronunció una palabra durante aquelíos días; se pasaba las horas muertas tecleando en el ordenador y yo sentía nacer en mi interior un rencor absurdo contra él por perder el tiempo tonteando de aquella manera mientras mi cerebro se iba convirtiendo lentamente en pasta de papel.

A pasos agigantados se acercaba el domingo, 19 de marzo, día de San Giuseppe, y se imponía empezar a preparar mi viaje a Palermo. Iba poco a casa, apenas dos o tres veces al año, pero, como buena familia siciliana, los Salina permanecíamos indisolublemente unidos, para bien o para mal, incluso más allá de la muerte. Ser la penúltima de nueve hermanos -de ahí mi nombre, Ottavia, la octava- tiene muchas ventajas en cuanto al aprendizaje y uso de las técnicas de supervivencia; siempre hay algún hermano o hermana mayor dispuesto a torturarte o a aplastarte bajo el peso de su autoridad (tus cosas son del primero que las coge, tu espacio es invadido por el primero que llega, tus triunfos o fracasos siempre han sido ya los triunfos o fracasos de los que vinieron antes, etc.). Sin embargo, la adhesión entre los nueve hijos de Filippa y Giuseppe Salina era indestructible: a pesar de mi ausencia de veinte años, de la de Pierantonio (franciscano en Tierra Santa) y de la de Lucía (dominica destinada en Inglaterra), se contaba con nosotros para organizar cualquier festejo familiar, comprar cualquier regalo a nuestros padres o adoptar cualquier decisión colegiada que afectara a la familia.

El jueves previo a mi partida, el capitán Glauser-Róist regresó de comer en los barracones de la Guardia Suiza con un extraño brillo metálico en sus ojos grisáceos. Yo seguía tozudamente enfrascada en la lectura de un farragoso tratado sobre el arte cristiano de los siglos VII y VIII, con la vana esperanza de encontrar cualquier alusión al diseño de alguna de las cruces.

– Doctora Salina -musitó nada más cerrar la puerta a su espalda-, se me ha ocurrido una idea.

– Le escucho -repuse, alejando de mí, con las dos manos, el tedioso compendio.

– Necesitamos un programa informático que coteje las imágenes de las cruces del etíope con todos los ficheros de imágenes del Archivo y la Biblioteca.

Enarqué las cejas en un gesto de extrañeza.

– ¿Es posible hacer eso? -pregunté.

– El servicio de informática del Archivo puede hacerlo.

Me quedé pensando unos instantes.

– No sé… -objeté meditabunda-. Debe ser muy complicado. Una cosa es escribir unas palabras en un ordenador y que la máquina busque el mismo texto en las bases de datos, y otra es cotejar dos imágenes de un objeto que pueden estar archivadas en tamaños diferentes, en formatos incompatibles, tomadas desde ángulos distintos o, incluso, con una calidad tan mala que el programa no pueda reconocerlas como iguales.

Glauser-Róist me miró con lástima. Era como si, subiendo ambos una misma escalera, ese hombre siempre estuviera unos peldaños por encima de mí y, al volverse para mirarme, tuviera que doblar el cuello hacia abajo.

– Las búsquedas de imágenes no se hacen usando esos factores que usted ha mencionado -en su tono había un matiz de conmiseración-. ¿No ha visto en las películas cómo los ordenadores de la policía comparan el retrato robot de un asesino con las fotografías digitales de delincuentes que tienen en sus archivos…? Se utilizan parámetros del tipo «distancia entre los ojos», «ancho de la boca», «coordenadas de la frente, la nariz y la mandíbula», etc. Son cálculos numéricos los que emplean esos programas de localización de fugitivos.

– Dudo mucho -silabeé enojada- que nuestro servicio de informática tenga un programa para localizar fugitivos. No somos la policía, capitán. Somos el corazón del mundo católico y en la Biblioteca y el Archivo sólo trabajamos con la historia y con el arte.

Glauser-Róist se dio la vuelta y empuñó de nuevo la manija de la puerta.

– ¿Adónde va? -pregunté enfadada, viendo que me dejaba con la palabra en la boca.

– A hablar con el Prefecto Ramondino. Él dará las órdenes necesarias al servicio de informática.

El viernes después de comer, la hermana Chiara pasó a recogerme con su coche y abandonamos Roma por la autopista del sur. Ella iba a pasar el fin de semana en Nápoles, con su familia, y estaba encantada de poder viajar acompañada; la distancia entre ambas ciudades no es excesivamente grande, sin embargo se hace aún más ligera si hay alguien al lado con quien conversar. Pero Chiara y yo no éramos las únicas que abandonábamos Roma ese fin de semana. El Santo Padre, cumpliendo uno de sus más ardientes deseos, sacaba fuerzas de flaqueza para peregrinar, en pleno Jubileo, a los sagrados lugares de Jordania e Israel (el monte Nebo, Belén, Nazaret…). Resultaba admirable comprobar como un cuerpo en tan lamentable estado y una mente tan agotada y con tan escasos momentos de auténtica lucidez, despertaban y revivían ante la inminencia de un viaje agotador. Juan Pablo II era un auténtico peregrino del mundo; el contacto con las multitudes le vigorizaba. Así pues, la Ciudad que yo dejaba atrás aquel viernes hervía en preparativos y trámites de última hora.

En Nápoles cogí el ferry nocturno de la Tirrenia que me dejaría en Palermo a primeras horas del sábado. Aquella noche hacía un tiempo excelente, así que me abrigué bien y me acomodé en una butaca de la cubierta del segundo piso dispuesta a disfrutar de una plácida travesía. Rememorar el pasado no era una de mis aficiones favoritas, sin embargo, cada vez que cruzaba aquel pedazo de mar en dirección a mi casa me invadía la hipnótica ensoñación de los años vividos allí. En realidad, lo que yo quería ser de pequeña era espía: con ocho años, lamentaba que ya no hubiera guerras mundiales en las que participar como Mata-Han; a los diez, me fabricaba pequeñas linternas con pilas de petaca y minúsculas bombillas -robadas de los juegos de electrónica de mis hermanos mayores-, y me pasaba las noches escondida bajo las mantas leyendo cuentos y novelas de aventuras. Más tarde, en el internado de las monjas de la Venturosa Virgen María, al que me mandaron a los trece años (después de aquella escapada en barca con mi amigo Vito), seguí practicando esa especie de catarsis que era la lectura compulsiva, transformando el mundo a mi gusto con la imaginación y convirtiéndolo en aquello que me hubiera gustado que fuera. La realidad no resultaba ni agradable ni feliz para una niña que percibía la vida a través de una lente de aumento. Fue en el internado donde leí por primera vez las Confesiones de San Agustín y el Cantar de los Cantares, descubriendo una profunda semejanza entre los sentimientos derramados en aquellas páginas y mi turbulenta e impresionable vida interior. Supongo que aquellas lecturas ayudaron a despertar en mí la inquietud de la vocación religiosa, pero todavía tuvieron que pasar algunos años y muchas otras cosas antes de que yo profesara. Con una sonrisa, recordé la inolvidable tarde en que mi madre me arrebató de las manos una libreta escolar emborronada con las aventuras de la espía norteamericana Ottavia Prescott… Si hubiera descubierto una pistola o una revista de hombres desnudos no hubiera resultado más escandalizada: para ella, como para mi padre y el resto de los Salina, la afición literaria era un pasatiempo sin sentido, más propio de gente bohemia y desocupada que de una joven de buena familia.


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