Se acercaba el invierno y, aunque en Ponç de Riba la nieve no es cosa extraña, aquel año fue especialmente duro, no sólo para el campo y las cosechas, sino también para los hombres. La Nochebuena nos pilló, a los habitantes del monasterio, sitiados por un interminable manto blanco.

Durante las semanas que siguieron a mi llegada procuré, dentro de lo que me fue posible, permanecer al margen de la vida y las intrigas del monasterio. Aunque de distinta índole, también en las capitanías de los caballeros hospitalarios se producían situaciones de profunda tensión por motivos casi siempre baladíes… Un buen abad o un buen prior -como también un buen maestre o un buen senescal- se distinguen, precisamente, por el control que ejercen sobre su comunidad evitando estos problemas.

Mi distanciamiento de la vida del cenobio, sin embargo, no podía ser total, ya que, como monje hospitalario, debía asistir a los oficios religiosos comunitarios y, como médico, pasaba algunas horas al día en el hospital, en contacto con los hermanos enfermos. Naturalmente, me saltaba los capítulos, que eran asunto privado, y en absoluto estaba obligado a realizar tarea alguna que no fuera de mi agrado. Laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas regulaban mi horario cotidiano de estudio, comida, paseo, trabajo y sueño con precisión matemática. A veces, presa de la inquietud y la nostalgia de mi lejana isla, rondaba incansablemente por el claustro contemplando sus singulares capiteles, o me subía a la linterna de la iglesia para hacer compañía al novicius vigía, o caminaba sin destino entre la biblioteca y la sala capitular, entre el refectorio y los dormitorios, o entre los baños y la cocina, en un intento por serenar mi ánimo y por atemperar la urgencia que sentía por dar, al fin, con aquel a quien en mí interior había bautizado como Jonás, no como el Jonás que entró atemorizado en el vientre de la ballena, sino el que salió de ella libre y renovado.

Cierto día, durante el rezo, escuché entre los cantos una tos infantil y cavernosa que me sobresaltó: de no ser porque aquella tos no había salido de mi pecho, hubiera jurado que era yo mismo quien carraspeaba y se ahogaba. Miré afanosamente en dirección a la zona desde la que, bajo la atenta mirada del pacientísimo hermano nodriza, los pueri oblati seguían la liturgia entre bostezos, pero no pude distinguir más que un grupo de inquietas y minúsculas sombras; la nave estaba sumida en tinieblas, apenas iluminada por unas decenas de cirios.

Cuando entré en la enfermería, a primera hora de la mañana del día siguiente, el hermano enfermero examinaba con atención a un niño, casi un muchacho ya, que miraba con gesto adusto y desconfiado todo cuanto le rodeaba. Me coloqué discretamente en un rincón y realicé también, a distancia, mi propia exploración del paciente. Ciertamente tenía mal color, sus ojos y sus mejillas estaban un poco hundidos y se le veía sudoroso, pero no parecía tener nada fuera de lo corriente, amén de un vulgar enfriamiento; su pecho escuálido subía y bajaba con ansiedad, produciendo un débil silbido, y sufría accesos repentinos de una fuerte tos seca. Lo más conveniente, me dije a mí mismo, sería meterlo en la cama y tenerlo varios días a base de caldos calientes y de vino para que exudara los malos humores…

– Lo más conveniente -dijo, sin embargo, el enfermero propinándole unos golpecitos en la espalda- es practicarle una sangría y darle un purgante suave. Dentro de una semana estará perfectamente.

– ¿Lo veis? -gritó Jonás volviéndose hacia el benévolo hermano nodriza-. ¿Veis cómo quiere hacerme una sangría? ¡Prometisteis que no le dejaríais!

– Así es, hermano enfermero -repuso éste-. Se lo prometí.

– ¡Muy bien, pues entonces el purgante más fuerte que tenga!

– ¡No!

Es curioso cómo la naturaleza juega con la carne y la sangre de generación en generación. Jonás, que no había sacado ni uno solo de mis rasgos, tenía, sin embargo, una voz idéntica a la mía, una voz infantil que, de vez en cuando, por estar convirtiéndose en hombre, se le volvía grave, y era entonces cuando nadie hubiera podido percibir la diferencia entre él y yo.

– Si me lo permitís, hermano Borrell -le dije al enfermero acercándome al escenario del drama-, quizá podríamos sustituir la purga por una exudatio.

Levanté el párpado derecho de Jonás y me aproximé lo suficiente para verle el fondo del iris. Su salud general era excelente, quizá estaba un poco flojo en esos momentos, pero una buena exudación y un largo sueño le vendrían espléndidamente. No pude evitar darme cuenta de que, como los ojos de su madre, los de Jonás eran también de un azul claro estriado de gris, unos ojos que ambos habían heredado de un lejano antepasado francés… Porque, aunque Jonás no lo sabía, su linaje materno era noble, descendiente de la rama leonesa de los Jimeno y del solar alavés de los Mendoza, y antiguo y real su linaje paterno que, aunque venido a menos, no por eso olvidaba su origen en Wifredo el Velloso. Por sus venas corrían las sangres de los fundadores de los reinos españoles, y en sus escudos -aunque él tampoco sabía aún que tenía escudos- se mezclaban hermosos cuarteles de castillos, leones y cruces patadas. Si, como yo sospechaba, aquel niño era realmente Jonás, nunca, bajo ningún concepto, sería ordenado monje, por muy puer oblatus que fuera; tenía un destino mucho más alto, y nadie -ni siquiera la misma Iglesia-, podría impedir que lo cumpliera.

– No me gustan las exudaciones -rezongó el hermano Borrell replegando velas-. Surten poco efecto contra los humores de bilis.

– ¡Pero, hermano…! -protesté-. Fijaos bien y veréis que este niño no sufre de humores de bilis sino de enfriamiento, y que, además, esta en pleno cambio, en pleno estirón viril. En cualquier caso, podéis aplicarle un emplasto de piedra pómez, azufre y alumbre, que le ayudará en la exudación, y preparadle también unas píldoras para la tos con pequeñas cantidades de opio, castoreo, pimienta y mirra…

Convencido con esta sugerencia que ponía a prueba su reconocida capacidad de herbolario, el hermano Borrell se dirigió a la farmacia para preparar las mezclas, mientras Jonás y el hermano nodriza me observaban con admiración.

– Vos sois el caballero hospitalario que vive en nuestro monasterio desde hace unas semanas, ¿verdad? -preguntó el anciano-. Os he visto muchas veces en los rezos… ¡Corren tantos rumores sobre vos en la comunidad!

– Los invitados despiertan siempre la curiosidad -me limité a observar con una sonrisa.

– Los niños no hacen otra cosa que hablar sobre vos, y he tenido que arrancar a más de uno de las ventanas de la biblioteca cuando os ponéis a estudiar, ¿no os habíais fijado? ¡Éste, por ejemplo, que más que un niño parece un gato, se ha llevado muchos pescozones por tal motivo!

Me eché a reír viendo la cara de pasmo de Jonás, que me observaba de hito en hito sin pronunciar una palabra. Por mi elevada estatura y por la forma que el constante manejo de la espada había dado a mis brazos y a mis hombros, yo debía parecerle algo así como un Hércules o un Sansón, sobre todo si me comparaba con los monjes de coronas rasuradas de la comunidad, siempre entregados a ayunos y penitencias.

– Así que me has estado observando por la ventana…

Mi voz le despertó de su ensueño y le sobresaltó. Recogiéndose los faldones del hábito hasta la cintura, saltó de la mesa y echó a correr, cruzando la puerta como una exhalación y perdiéndose entre los edificios.

– ¡Bendito sea Dios! -chilló el monje nodriza lanzándose en su persecución-. ¡Morirá de pulmonía!


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