Pero el viejo Rory Brandigamo no estaba tan seguro. Ni la edad ni la gran comilona le habían nublado la razón, y le dijo a su nuera Esmeralda: —En todo esto hay algo sospechoso, mi querida. Yo creo que el loco Bolsón ha vuelto a irse. Viejo tonto. Pero ¿por qué preocuparnos si no se ha llevado las vituallas?

Llamó a voces a Frodo para que ordenase servir más vino.

Frodo era el único de los presentes que no había dicho nada. Durante un tiempo permaneció en silencio, junto a la silla vacía de Bilbo, ignorando todas las preguntas y conjeturas. Se había divertido con la broma, por supuesto, aunque estaba prevenido. Le había costado contener la risa ante la sorpresa indignada de los invitados, pero al mismo tiempo se sentía perturbado de veras; descubría de pronto que amaba tiernamente al viejo hobbit. La mayor parte de los invitados continuó bebiendo, comiendo y discutiendo las rarezas presentes y pasadas de Bilbo Bolsón, pero los Sacovilla-Bolsón se fueron en seguida, furiosos. Frodo ya no quiso saber nada con la fiesta; ordenó servir más vino, se puso de pie, vació la copa en silencio, a la salud de Bilbo, y se deslizó afuera del pabellón.

En cuanto a Bilbo Bolsón, mientras pronunciaba el discurso no dejaba de juguetear con el anillo de oro que tenía en el bolsillo, el anillo mágico que había guardado en secreto tantos años. Cuando bajó de la silla se deslizó el anillo en el dedo, y ningún hobbit volvió a verlo en Hobbiton.

Regresó a su agujero a paso vivo, y se quedó allí unos instantes, escuchando con una sonrisa la algarabía del pabellón y los alegres sonidos que venían de otros lugares del campo. Luego entró. Se quitó la ropa de fiesta, dobló y envolvió en papel de seda el chaleco de seda bordado, y lo guardó. Se puso rápidamente algunas viejas vestiduras y se aseguró el chaleco con un gastado cinturón de cuero. De él colgó una espada corta, en una vaina deteriorada de cuero negro. De una gaveta cerrada con llave que olía a bolas de alcanfor tomó un viejo manto y un gorro. Habían estado guardados bajo llave como si fuesen un tesoro, pero estaban tan remendados y desteñidos por el tiempo que el color original apenas podía adivinarse —verde oscuro quizá—; por otra parte eran demasiado grandes para él. Luego fue a su escritorio, tomó de una caja grande y pesada un atado envuelto en viejos trapos, un manuscrito encuadernado en cuero, y un sobre abultado. Puso el libro y el atado dentro de una pesada maleta que ya estaba casi llena. Metió adentro del sobre el anillo de oro y la cadena, selló el sobre, y escribió el nombre de Frodo. En un principio lo puso sobre la repisa de la chimenea, pero casi en seguida cambió de idea y se lo guardó en el bolsillo. En ese momento se abrió la puerta y Gandalf entró apresuradamente.

—Hola —dijo Bilbo—, me estaba preguntando si vendrías.

—Me alegra encontrarte visible —repuso el mago, sentándose en una silla—. Quería decirte unas pocas palabras finales. Supongo que crees que todo ha salido espléndidamente, y de acuerdo con lo planeado.

—Sí, lo creo —dijo Bilbo—. Aunque el relámpago me sorprendió. Me sobresalté de veras, y no digamos nada de los otros. ¿Fue un pequeño agregado tuyo?

—Sí. Tuviste la prudencia de mantener en secreto el anillo todos estos años y me pareció necesario dar a los invitados algo que explicase tu desaparición repentina.

—Y me arruinaste la broma. Eres un viejo entrometido —rió Bilbo—; pero espero que tengas razón, como de costumbre.

—Así es, cuando sé algo. Pero no me siento demasiado seguro en todo este asunto, que ha llegado a su punto final. Has hecho tu broma, has alarmado y ofendido a la mayoría de tus parientes, y has dado a toda la Comarca tema de qué hablar durante nueve días, o mejor aún, noventa y nueve. ¿Piensas ir más lejos?

—Sí, lo haré. Tengo necesidad de un descanso; un descanso muy largo, como te he dicho; probablemente un descanso permanente; no creo que vuelva. En realidad no tengo intención de volver, y he hecho todos los arreglos necesarios.

”Estoy viejo, Gandalf; no lo parezco, pero estoy comenzando a sentirlo en las raíces del corazón. ¡Bien conservado!—resopló—. En verdad me siento adelgazado, estirado, ¿entiendes lo que quiero decir?, como un trocito de mantequilla extendido sobre demasiado pan. Eso no puede ser. Necesito un cambio, o algo.

Gandalf lo miró curiosa y atentamente. —No, no me parece bien —dijo pensativo—. Aunque creo que tu plan es quizá lo mejor.

—De cualquier manera, me he decidido. Quiero ver nuevamente montañas, Gandalf... montañas; y luego encontrar algún lugar donde pueda descansar, en paz y tranquilo, sin un montón de parientes merodeando y una sarta de malditos visitantes colgados de la campanilla. He de encontrar un lugar donde pueda terminar mi libro. He pensado un hermoso final: Vivió feliz aun después del fin de sus días.

Gandalf rió. —Que así sea. Pero nadie leerá el libro, cualquiera que sea el final.

—Oh, lo leerán, en años venideros. Frodo ha leído algo a medida que lo iba escribiendo. Pondrás un ojo en Frodo. ¿Lo harás?

—Sí lo haré; pondré los dos ojos cada vez que se presente la ocasión.

—Frodo habría venido conmigo, por supuesto, si se lo hubiese pedido. En realidad me lo ofreció una vez, precisamente antes de la fiesta, pero él aún no lo deseaba de veras. Quiero ver de nuevo el campo salvaje y las montañas, antes de morir. Frodo todavía ama la Comarca, los campos, bosques y arroyos. Se sentirá cómodo aquí. Le dejaré todo, naturalmente, excepto unas pocas menudencias. Creo que será feliz cuando se acostumbre a estar solo. Ya es hora de que sea su propio dueño.

—¿Todo? —dijo Gandalf—. ¿También el anillo? Dijiste que se lo dejarías.

—Bueno... sí, supongo que sí —tartamudeó Bilbo.

—¿Dónde está?

—Ya que quieres saberlo, en un sobre —dijo Bilbo con impaciencia—. Allí, sobre la repisa de la chimenea. Bueno, ¡no! ¡Lo tengo aquí, en el bolsillo! —Titubeó y murmuró entre dientes:— ¿No es una tontería ahora? Después de todo, sí, ¿por qué no? ¿Por qué no dejarlo aquí?

Gandalf volvió a mirar a Bilbo muy duramente, con un fulgor en los ojos.

—Creo, Bilbo —dijo con calma—, que yo lo dejaría. ¿No es lo que deseas?

—Sí y no. Ahora que tocamos el tema, te diré que me disgusta separarme de él. Y no sé por qué habría de hacerlo. Pero ¿qué pretendes? —preguntó Bilbo, y la voz le cambió de un modo extraño. Hablaba ahora en un tono áspero, suspicaz y molesto—. Tú estás siempre fastidiándome con el anillo, y nunca con las otras cosas que traje del viaje.

—Tuve que fastidiarte —dijo Gandalf—. Quería conocer la verdad. Era importante. Los anillos mágicos son... bueno, mágicos; raros y curiosos. Estaba profesionalmente interesado en tu anillo, puedes decir, y todavía lo estoy. Me gustaría saber por dónde anda, si te marchas de nuevo. Y también pienso que lo has tenido bastante. Ya no lo necesitarás, Bilbo, a menos que yo me equivoque.


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