—Ah —dijo Ted—, las oyes, si escuchas. Pero para escuchar cuentos de vieja y leyendas infantiles, me quedo en mi casa.
—Sin duda —replicó Sam—, y te diré que en algunos de esos cuentos hay más verdad de lo que crees. De cualquier modo, ¿quién inventó las historias? Toma el caso de los dragones.
—No, gracias —dijo Ted—. No lo haré. Oí hablar en otro tiempo cuando era más joven, pero no hay razón para creer en ellos ahora. Hay un solo dragón en Delagua y es verde —concluyó, y todos se rieron.
—Bien —dijo Sam riéndose con los demás—. Pero ¿qué me cuentas de esos hombres-árboles, esos gigantes, como quizá los llames? Dicen que vieron a uno mayor que un árbol más allá de los Páramos del Norte no hace mucho tiempo.
—¿Quiénes lo vieron?
—Mi primo Hal, por ejemplo. Trabaja para el señor Boffin en Sobremonte y sube a la Cuaderna del Norte a cazar. Él viouno.
—Dice que lo vio, quizá. Tu Hal siempre dice que ve cosas, y quizá vea lo que no hay.
—Pero éste era del tamaño de un olmo y caminaba; caminaba dando zancadas de siete yardas como si fuesen apenas un palmo.
—Entonces te apuesto a que no eraun palmo. Lo que vio era un olmo, lo más probable.
—Pero éste caminaba, y no hay olmos en los Páramos del Norte.
—Entonces no vio ninguno —dijo Ted.
Se oyeron risas y aplausos; la audiencia parecía pensar que Ted se había apuntado un tanto.
—De cualquier modo —replicó Sam—, no puedes negar que otros además de Hal han visto a gentes extrañas cruzando la Comarca. Cruzando, sí, no lo olvides; hay muchos que fueron detenidos en la frontera. Los Fronteros no estuvieron nunca tan activos.
—He oído decir que los Elfos se mudan al oeste. Dicen que van hacia los puertos, más allá de las Torres Blancas.
Sam hizo un vago ademán con el brazo; ni él ni ningún otro sabía a qué distancia se encontraba el mar, más allá de los límites occidentales de la Comarca, pasando las viejas torres, pero una antigua tradición decía que en esa dirección, muy lejos, estaban los Puertos Grises, donde a veces los barcos de los Elfos se hacían a la mar, para no volver.
—Navegan, navegan, navegan por el Mar; se van al oeste y nos abandonan —dijo Sam, canturreando las palabras, sacudiendo la cabeza triste y solemnemente.
Pero Ted rió.
—Bueno, eso no es nada nuevo, si crees en las viejas fábulas. No veo qué puede importarnos. ¡Déjalos que naveguen! Pero te aseguro que tú nunca los viste navegar, ni ningún otro de la Comarca.
—Bueno, no sé —dijo Sam pensativo. Creía haber visto una vez un Elfo en los bosques y todavía esperaba que algún día vería más. De todas las leyendas que había oído en sus primeros años, algunos fragmentos de cuentos y relatos recordados a medias que contaban los hobbits sobre los Elfos siempre lo habían impresionado de un modo muy profundo—. Hay algunos, aun en aquellos lugares, que conocen a la Hermosa Gente, de quienes obtienen noticias —dijo—. Además, ahí está el señor Bolsón, para quien yo trabajo. Me contó que los Elfos salían a navegar, y él algo sabe sobre Elfos, y el viejo señor Bilbo sabía más aún; son muchas las charlas que tuve con él cuando era niño.
—Oh, los dos están chiflados —dijo Ted—. Al menos el viejo Bilbo estaba chiflado, y Frodo va en camino de estarlo. Si ésa es la fuente de tus noticias, nunca llegarás muy lejos. Pues bien, amigos, me voy a casa. ¡A vuestra salud! —Apuró el vaso y se fue ruidosamente.
Sam se quedó sentado y no dijo nada más. Tenía tantas cosas en que pensar... Por una parte, había muchísimo que hacer en el jardín de Bolsón Cerrado; al día siguiente tendría una jornada de mucho trabajo, si el tiempo mejoraba. La hierba crecía rápidamente. Pero no era el cuidado del jardín lo que preocupaba a Sam. Al cabo de un rato suspiró, se levantó y se fue.
Era a comienzos de abril y el cielo aclaraba ahora, luego de un copioso chaparrón. El sol se había puesto, y una tarde fría y pálida desaparecía poco a poco fundiéndose en la noche. Sam regresó bajo las primeras estrellas; cruzó Hobbiton y fue colina arriba, silbando suave y pensativamente.
Gandalf reapareció justamente entonces, al cabo de una larga ausencia. Había estado fuera tres años, luego del banquete; después visitó brevemente a Frodo, y partió una vez más. Durante uno o dos años había vuelto bastante a menudo; llegaba inesperadamente de noche y partía sin aviso antes del alba. No hablaba de sus viajes y ocupaciones, y le interesaban sobre todo los pequeños acontecimientos relacionados con la salud y las actividades de Frodo.
De pronto las visitas se interrumpieron, y hacía ya casi nueve años que Frodo no veía ni oía a Gandalf. Comenzaba a pensar que el mago no volvería, y que habría perdido todo interés en los hobbits. Pero aquella tarde, mientras Sam regresaba caminando, y la luz del crepúsculo se apagaba poco a poco, Frodo oyó en la ventana del estudio un golpe familiar.
Sorprendido y encantado, dio la bienvenida al viejo amigo. Se observaron un instante.
—Todo bien, ¿no? —preguntó Gandalf—. ¡Estás siempre igual, Frodo!
—Lo mismo que tú —replicó Frodo, aunque le parecía que Gandalf estaba más viejo y agobiado.
Le pidió noticias de él mismo y el ancho mundo, y pronto estuvieron metidos en una conversación que se prolongó hasta altas horas de la noche.
A la mañana siguiente, luego de un desayuno tardío, el mago se sentó con Frodo junto a la ventana abierta del estudio. Un fuego brillante ardía en el hogar, aunque el sol era cálido y el viento soplaba del sur. Todo parecía fresco: el verde nuevo de la primavera asomaba en los campos y en las yemas de los árboles.
Gandalf recordaba otra primavera, unos ochenta años atrás, cuando Bilbo había partido de Bolsón Cerrado sin llevarse ni siquiera un pañuelo. El mago tenía el cabello más blanco ahora, y la barba y las cejas quizá más largas, y la cara más marcada por las preocupaciones y la experiencia, pero los ojos le brillaban como siempre y fumaba haciendo anillos de humo con el vigor y el placer de antaño.
Fumaba ahora en silencio, y Frodo estaba allí sentado y muy quieto, ensimismado. Aun a la luz de la mañana sentía la sombra oscura de las noticias que Gandalf había traído. Al fin quebró el silencio.
—Gandalf, anoche empezaste a contarme cosas extrañas sobre mi anillo —dijo—, y en seguida callaste diciendo que tales asuntos era mejor ventilarlos a la luz del día. ¿No piensas que sería mejor terminar la conversación ahora? Me has dicho que el anillo es peligroso; mucho más peligroso de lo que creo. ¿En qué sentido?
—En muchos sentidos —respondió el mago—. Es mucho más poderoso de lo que me atreví a pensar en un comienzo, tan poderoso que al final puede llegar a dominar a cualquier mortal que lo posea. El anillo lo poseería a él.