Decidí que me convenía más adoptar un nombre falso y echar raíces en Deer Lick por el resto de mis días; pero me horrorizaba la idea de ganarme la vida dando clases en la escuela indefinidamente. Así pues, cuando averigüé por casualidad que David Gray, en su testamento, había nombrado a Mary Gray heredera de todos sus bienes, engatusé a su padre con mis imaginarios esplendores y riquezas en el extranjero e inicié mi cortejo. Un día David Gray me dejó solo en su despacho un momento y yo, husmeando por allí, encontré un testamento en cual legaba sus bienes íntegramente a un pariente lejano en lugar de a Mary. Mi amor se enfrió, y de inmediato fui a anunciar a Mary que, por su bien, intentaría arrancar ese amor de mi corazón. Pero cuando Gregory y David Gray discutieron en mi presencia, deduje que en el despacho había visto un testamento antiguo y que existía otro más reciente en el que Mary aparecía aún como única heredera. Por tanto, una vez más tomé la determinación de casarme con Mary, y me constaba que podía conseguirlo.

Aquel viejo intratable, el señor Gray, seguiría con vida y yo estaría aguardando pacientemente a que cayera muerto por causas naturales si él no hubiera cometido la estupidez de jurar que iría a casa y redactaría un nuevo testamento para desheredar a Mary. Consideré oportuno que fuera a reunirse con sus padres en el acto. El asesinato es un recurso fácil para un hombre cuya mente se ha visto perturbada por torturas tales como las que monsieur Verne me infligió a mí. Sin pérdida de tiempo, contraté a un cómplice para que montara guardia ante la puerta de David Gray mientras yo me deshacía de él. Dicho colaborador recibiría en pago una granja. Sólo él tiene la culpa de no ser hoy un hacendado en esa encantadora e ilustrada comunidad de devotos criadores de cerdos. En fin, a medianoche cogí prestado un cuchillo del señor Gregory —ese pueblerino duerme como un lirón y ronca como una locomotora—, y quince minutos después David Gray se había retirado del servicio activo. Acababa de empezar a redactar el nuevo testamento, y si desde aquel día hasta el presente he recibido alguna muestra de agradecimiento del señor Hugh Gregory y esposa por haber interrumpido para siempre la elaboración de ese documento en su primera frase, la circunstancia ha escapado a mi memoria. En el forcejeo me llevé un par de profundos arañazos en las manos, pero siempre usaba guantes (costumbre que sólo yo practicaba en aquella rústica región), y por tanto nadie vio las marcas. Devolví al señor Gregory el cuchillo, o al menos lo introduje en su colchón; luego cogí prestado un trozo de tela del faldón de su abrigo para colocarlo junto al cadáver, y, tras darle las buenas noches, a lo que él contestó con un ronquido, manché ligeramente de sangre su pantalón y me fui. Sabía que en la comunidad no había grandes lumbreras, y por tanto el cuchillo oculto y las manchas de sangre se interpretarían como pruebas condenatorias contra aquel roncador. Una lumbrera habría dicho: «Sólo un tonto dejaría restos de sangre en su ropa y escondería el cuchillo en su colchón, por no hablar ya de la mancha de sangre que delataba el escondrijo». Adiós, amables criadores de cerdos, me marcho de buen grado, invadido por el devorador deseo de preguntar al difunto monsieur Verne cuántos capítulos ha escrito de su libro Dieciocho meses en las calderas, y a quién emplea para ir de un lado a otro y recabar datos, mientras él los exagera y disfruta del calor del fuego en sus aposentos privados. Además, quiero saber adonde fue a parar cuando cayó.

El hombre que corrompió Hadleyburg

The Man that Corrupted Hadleyburg

I

Sucedió hace muchos años. Hadleyburg era la ciudad más honrada y austera de toda la región. Había conservado una reputación intachable por espacio de tres generaciones y estaba más orgullosa de esto que de cualquier otro bien. Estaba tan orgullosa y se sentía tan ansiosa de perpetuarse, que empezó a enseñar los principios de la honradez a los niños desde la cuna, e hizo de esta enseñanza la base de su cultura durante todos los años de su formación. Como si esto no fuera suficiente, en los años que duraba su formación, se apartaban las tentaciones del camino de la gente joven, para consolidar su honradez y robustecerla y que de esta forma se convirtiera en parte integrante de sus mismos huesos. Las ciudades vecinas, celosas de este honrado primado, simulaban burlarse del orgullo de Hadleyburg diciendo que se trataba de vanidad, pero se veían obligadas a reconocer que Hadleyburg era realmente una ciudad incorruptible y, si se las apremiaba, reconocían también que el hecho de que un joven procediera de Hadleyburg era una recomendación suficiente cuando se iba de su ciudad natal en busca de un trabajo de responsabilidad.

Pero, al fin, con el correr del tiempo, Hadleyburg tuvo la mala suerte de ofender a un forastero de paso, quizá sin darse cuenta, de seguro sin ninguna intención, ya que Hadleyburg, totalmente autosuficiente, no se preocupaba de los forasteros ni de sus opiniones. Sin embargo, le habría convenido hacer una excepción, al menos en ese caso, ya que se trataba de un hombre cruel y vengativo. Durante un año, en todas sus correrías, no consiguió que se le fuera de la cabeza la ofensa recibida y dedicó todos sus ratos de ocio a buscar una satisfacción que le compensara.

Urdió muchos planes; todos le parecieron buenos, pero ninguno lo suficiente devastador: el más modesto afectaba a muchísimos individuos pero aquel y hombre buscaba uno que castigase a toda la ciudad, sin que se escapara nadie.

Por fin tuvo una idea afortunada, y su cerebro se iluminó con una alegría perversa. Inmediatamente comenzó a maquinar un plan, diciéndose: ..Esto es lo que debo hacer: corromper a la ciudad».

A los seis meses fue a Hadleyburg y llegó en un carricoche a la casa del viejo cajero del banco, alrededor de las diez de la noche. Sacó del carricoche un talego, se lo echó al hombro y, después de haber atravesado tambaleándose el patio de la casita, llamó ala puerta. Una voz de mujer le dijo que entrara y el forastero entró y dejó su talego detrás de la estufa del salón, diciendo con cortesía a la anciana señora que leía El Heraldo del misionero ala luz de la lámpara:

-Le ruego que no se levante, señora. No la molestare. Eso es… Ahora el talego está bien guardado. Difícilmente se sospecharía que está aquí. -¿Puedo ver a su marido un momento?

-No, el cajero se ha ido a Brixton y posiblemente no regresará hasta mañana..

-Es igual, señora, no importa. Sólo deseaba que su marido me guardara este talego, para que se lo entregue a su legítimo dueño cuando lo encuentre. Soy forastero; su marido no me conoce; esta noche estoy simplemente de paso en esta ciudad para arreglar un asunto que tengo en la cabeza desde hace tiempo. Ya he realizado mi trabajo y me voy satisfecho y algo orgulloso; usted nunca volverá a verme. Un papel atado al talego lo explica todo. Buenas noches, señora.

La anciana señora, asustada por el corpulento y misterioso forastero, se alegró mucho al ver que se marchaba. Pero, roída por la curiosidad, se fue sin perder tiempo al talego y echó mano al papel. Empezaba con las siguientes palabras:


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