Pierce se quedó de piedra cuando oyó un ruido procedente de la parte anterior de la casa. Se dio cuenta de que como artista del asalto aficionado había cometido un error. Debería haber revisado rápidamente toda la casa para asegurarse de que estaba vacía antes de empezar por el fondo y avanzar lentamente hacia la entrada.

Aguardó, pero no se produjo ningún otro sonido. Había sido un único golpe seco seguido por lo que sonaba como algo que rodaba por el suelo de madera. Lentamente avanzó hacia la puerta del dormitorio y luego miró al recibidor. Lo único que vio fue la pila de correo delante de la puerta de entrada.

Se hizo a un lado del pasillo, donde era menos probable que el suelo de madera crujiera, y avanzó lentamente hacia la parte delantera de la vivienda. El pasillo se abría a una sala a la izquierda y a un comedor a la derecha. No había nadie en ninguna de las dos estancias y tampoco vio nada que pudiera explicar el ruido que había oído.

La sala de estar se mantenía en orden. Los muebles de estilo artesanal estaban a tono con la casa. Lo que desentonaba era el doble estante de productos electrónicos de gama alta situados debajo de la televisión de plasma que colgaba de la pared. Lilly Quinlan tenía equipamiento de ocio doméstico que probablemente le había costado veinticinco mil dólares: el sueño erótico de un fanático de la modernidad. Parecía en contradicción con todo lo que había visto hasta el momento.

Pierce se acercó a la puerta y se agachó junto a la pila de correo. Empezó a revisarlo. La mayoría era correo basura dirigido al «Residente actual». Había dos sobres de All American Mail, los avisos de impago. Había facturas de tarjetas de crédito y extractos bancarios, así como un sobre grande de la Universidad del Sur de California.

Pierce buscaba específicamente cartas -facturas- de la compañía telefónica, pero no vio ninguna. Le extrañó, aunque enseguida supuso que probablemente le enviaban las facturas telefónicas a su casilla de All American Mail. Se guardó uno de los extractos bancarios y una factura de Visa en el bolsillo de atrás de los vaqueros sin pensárselo dos veces; su primera idea fue que estaba complementando el delito de entrar en una casa sin permiso con un robo de correo. Decidió abandonar esa línea de raciocinio.

En el comedor encontró un escritorio de persiana apoyado contra la pared del fondo. Giró una silla de la mesa hacia el escritorio, subió la persiana de éste y se sentó. Revisó rápidamente los cajones y determinó que era el lugar donde Lilly preparaba el pago de sus facturas. Había talonarios de cheques, sellos y bolígrafos en el cajón central. Los cajones de ambos lados del escritorio estaban llenos de sobres de compañías de tarjetas de crédito, luz, gas y otras facturas. Encontró una pila de sobres de Entrepeneurial Concepts Unlimited, aunque estaban dirigidos al apartado postal. En cada uno de los sobres, Lilly había anotado la fecha en la que había pagado la factura. De nuevo llamaba la atención la ausencia de facturas telefónicas viejas. Aunque no las recibiera en esa dirección, daba la impresión de que extendía los cheques para abonar todas sus facturas desde ese escritorio. Pero no había recibos, ni sobres con la fecha de pago escrita en ellos.

Pierce no tenía tiempo de demorarse en eso ni tampoco podía revisar todas las facturas. De todos modos, no estaba seguro de qué iba a encontrar en ellas que pudiera ayudarle a determinar lo que le había ocurrido a Lilly Quinlan. Volvió al cajón del centro y rápidamente examinó los resguardos de los talonarios de cheques. No había actividad en ninguna cuenta desde final de julio. Retrocediendo rápidamente por uno de los talonarios, descubrió el comprobante de pago a la compañía telefónica hasta el mes de junio. De manera que Lilly había pagado la factura telefónica con un cheque del talonario que tenía en la mano y muy probablemente lo había extendido en el escritorio en el que estaba sentado. Sin embargo, no logró encontrar ningún otro registro de la facturación en los cajones. Ni siquiera encontró un teléfono.

Apurado por las circunstancias, Pierce se rindió ante la contradicción y cerró el cajón. Cuando se estiró para cerrar el escritorio de persiana vio un librito al fondo de los separadores verticales. Era una pequeña agenda telefónica personal. Fue pasando las hojas con el pulgar y descubrió que estaba llena de entradas escritas a mano. Sin pensárselo dos veces, se guardó la agenda en el bolsillo de atrás junto con el correo que había decidido llevarse.

Cerró la persiana del escritorio, se levantó y procedió a un último examen de las dos habitaciones de la parte delantera, buscando infructuosamente un teléfono. Casi inmediatamente vio una sombra que se movía detrás de las cortinas de la ventana de la sala de estar. Alguien se acercaba a la casa.

Pierce sintió una cuchillada de puro pánico. No sabía si esconderse o correr por el pasillo y huir por la puerta de atrás. Pero no pudo hacer nada. Estaba allí paralizado, incapaz de mover los pies mientras oía pasos en la entrada embaldosada.

Un clac metálico le hizo saltar. Un instante después, una pequeña pila de cartas fue empujada por la rejilla y cayó al suelo sobre el resto de la correspondencia. Pierce cerró los ojos.

– ¡Por Dios! -susurró al tiempo que expiraba el aire y trataba de calmarse.

La sombra cruzó de nuevo las persianas de la sala, en dirección contraria. Y desapareció.

Pierce se acercó y miró la última remesa del cartero. Unas pocas facturas más, pero principalmente correo basura. Apartó los sobres con el pie para asegurarse y entonces vio uno pequeñito con la dirección escrita a mano. Se agachó para recogerlo. En la esquina superior izquierda del sobre decía «V. Quinlan», pero no había más remite. El sello estaba parcialmente manchado y sólo logró distinguir las letras «pa, Fia». Dio la vuelta al sobre y vio que tendría que rasgarlo si quería abrirlo.

Había algo en el hecho de abrir esa misiva obviamente personal que le parecía más entrometido y delictivo que nada de lo que había hecho hasta entonces. Pero su vacilación no duró demasiado. Abrió el sobre con una uña y sacó una hojita de papel doblada. Era una carta fechada cuatro días antes.

Lilly:

Estoy preocupadísima por ti. Si recibes esto, por favor llámame para que sepa que estás bien. Por favor, cariño. Desde que has dejado de llamarme no he podido dormir. Estoy muy preocupada por ti y por ese trabajo tuyo. Aquí las cosas nunca fueron demasiado bien y sé que yo me equivoqué. Pero creo que deberías decirme si estás bien. Si recibes esto, llámame enseguida, por favor.

Te quiero,

Mamá

Lo leyó dos veces y luego volvió a doblar la hoja y la devolvió al sobre. Más que ninguna otra cosa en el apartamento, incluida la fruta podrida, la carta inspiró en Pierce una sensación de fatalidad. No creía que la carta de V. Quinlan fuera a ser contestada nunca, ni por medio de una llamada ni de ninguna otra forma.

Pierce cerró el sobre lo mejor que pudo y lo enterró rápidamente en la pila de correo del suelo. La intrusión del cartero había servido para infundirle cierto sentido del riesgo que estaba corriendo al estar en la casa. Ya tenía bastante. Se volvió rápidamente y recorrió de nuevo el pasillo hacia la cocina.

Salió por la puerta de atrás y la cerró, pero no echó la llave. Tan disimuladamente como podía hacerlo un delincuente aficionado, dobló la esquina de la casa y se dirigió hacia la calle por el sendero de entrada.

Ya estaba a medio camino por el lateral de la casa cuando oyó un fuerte sonido seco procedente del tejado y acto seguido una piña que caía rodando por el alero y aterrizaba a sus pies. Al acercarse, Pierce se dio cuenta de lo que había causado el ruido que le había alarmado antes. Asintió al comprenderlo. Al menos había resuelto un misterio.


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