– No lo es, por eso no me preocupa lo que le has dicho a él, lo que me preocuparía es que le contaras a alguna otra persona lo que estoy haciendo y lo que me está pasando. A nadie, Mónica. Ni de dentro ni de fuera de la empresa.

Pierce confiaba en que ella hubiera entendido que se refería a Nicole y a cualquier otra persona que tratara en su vida cotidiana.

– No lo haré. No se lo diré a nadie. Y por favor no vuelvas a pedirme que me implique en tu vida privada. No quiero esperar entregas ni hacer nada fuera de la empresa.

– De acuerdo. No te lo pediré. Ha sido error mío porque no pensaba que fuera a suponer un problema y tú me dijiste que te vendría bien el dinero extra.

– El dinero extra me viene bien, pero no me gustan todas estas complicaciones.

Pierce aguardó un momento, sin dejar de observarla.

– Mónica, ¿sabes lo que hacemos en Amedeo? Me refiero a si sabes de qué trata el proyecto.

Ella se encogió de hombros.

– Más o menos. Sé que es acerca de informática molecular. He leído algunos de los artículos de la pared de la fama. Pero son muy… científicos y todo es tan secreto que nunca he querido preguntar. Me limito a hacer mi trabajo.

– El proyecto no es secreto. Los procesos que inventamos sí lo son. No es lo mismo.

Pierce se inclinó hacia ella y trató de pensar en la mejor manera de explicárselo sin que resultara confuso y sin pisar terreno confidencial. Decidió servirse de una táctica que Charlie Condon utilizaba con frecuencia con potenciales inversores que se sentían confundidos por la ciencia. Era una explicación que se le había ocurrido a Charlie después de hablar del proyecto en general con Cody Zeller. A Cody le encantaba el cine. Y a Pierce también, aunque rara vez tenían tiempo para ir juntos a ver una película.

– ¿Has visto Pulp Fiction?

Mónica entrecerró los ojos y asintió con suspicacia.

– Sí, pero qué tiene que ver con…

– Recuerdas que es una peli de gángsteres. Las historias se entrecruzan y disparan a gente y se meten drogas, pero en el núcleo de todo está ese maletín. Y aunque nunca enseñan lo que hay en el maletín, todos lo quieren. Y cuando alguien lo abre no ves lo que hay dentro, pero sea lo que sea brilla como el oro. Ves ese brillo. Y todo aquel que mira en el maletín queda fascinado.

– Lo recuerdo.

– Bueno, eso es lo que buscamos en Amedeo. Buscamos eso que brilla como el oro, pero que nadie puede ver. Vamos tras ello (y un montón de otra gente también) porque todos creemos que cambiará el mundo.

Pierce se detuvo un momento y ella se limitó a mirarlo, atónita.

– Ahora mismo, en todo el mundo, los chips de los procesadores están hechos de silicio, es el estándar, ¿sí?

Ella volvió a encogerse de hombros.

– Vale.

– Lo que intentamos hacer en Amedeo, y lo que trata de hacer Bronson Tech y Midas Molecular y las decenas de compañías y universidades y gobiernos de todo el mundo con los que estamos compitiendo, es crear una nueva generación de chips hechos de moléculas. Construir un sistema informático completo sólo con moléculas orgánicas. Un ordenador que algún día surgirá de una cuba de productos químicos, que se montará a sí mismo a partir de la fórmula adecuada que se ponga en el tanque. Estamos hablando de un ordenador sin silicio ni partículas magnéticas. Es infinitamente más barato de construir y astronómicamente más potente; sólo una cucharadita de café de moléculas podría contener más memoria que el mayor ordenador que funciona hoy.

Ella esperó hasta estar segura de que Pierce había terminado.

– Guau -dijo de manera poco convincente.

Pierce sonrió ante la terquedad de Mónica. Sabía que probablemente había sonado de manera muy parecida a un vendedor. Como Charlie Condon, para ser precisos. Decidió intentarlo de nuevo.

– ¿Sabes qué es la memoria de un ordenador, Mónica?

– Sí, bueno, supongo.

Pierce sabía por la cara que puso ella que estaba disimulando. Para la mayoría de la gente de la edad de su secretaria los ordenadores eran algo aceptado sin necesidad de explicación.

– Me refiero a si sabes cómo funciona -dijo Pierce-. Sólo es una secuencia de unos y ceros. Cada dato, cada número, cada letra tiene una secuencia específica de unos y ceros. Unes las secuencias y obtienes una palabra o un número. Hace cuarenta o cincuenta años hacía falta una computadora del tamaño de esta habitación para almacenar aritmética básica. Y ahora nos hemos reducido a un chip de silicio.

Levantó el pulgar y el índice separados por sólo un centímetro y luego los acercó hasta casi juntarlos.

– Pero podemos hacerlos más pequeños -dijo-. Mucho más pequeños.

La joven asintió, pero Pierce no sabía si había visto la luz o simplemente estaba asintiendo sin más.

– Moléculas -dijo ella.

– Eso es, Mónica. Y créeme, quien lo consiga antes va a cambiar este mundo. Es concebible que podamos construir todo un ordenador que sea más pequeño que un chip. Nuestro objetivo es coger un ordenador que ahora llena una habitación y hacerlo del tamaño de una moneda de diez centavos. Por eso en el laboratorio hablamos de «conseguir la moneda». Estoy seguro de que has oído el dicho en la oficina.

Ella negó con la cabeza.

– Pero para qué iba alguien a querer un ordenador del tamaño de una moneda. Ni siquiera se podría leer.

Pierce empezó a reír, pero se detuvo. Sabía que tenía que mantener a esa mujer callada y de su parte. No podía insultarla.

– Eso es sólo un ejemplo, una posibilidad. La cuestión es que la potencia de cálculo y memoria de este tipo de tecnología es ilimitada. Tienes razón, nadie quiere ni necesita un ordenador del tamaño de una moneda de diez centavos. Pero piensa en lo que este avance supondría para un PalmPilot o un portátil. ¿ Qué te parece no tener que cargar con nada de eso? ¿Y si el ordenador estuviera en el botón de tu camisa o en la montura de tus gafas? ¿Qué te parecería que en tu oficina tu ordenador no estuviera en el escritorio sino en la pintura de las paredes? ¿ Qué te parecería hablar a las paredes y que te respondieran?

Mónica negó con la cabeza y Pierce se dio cuenta de que seguía sin comprender las posibilidades ni sus aplicaciones. La joven no podía liberarse del mundo que conocía, entendía y aceptaba. Pierce sacó la cartera del bolsillo de atrás. Extrajo la American Express y la sostuvo ante ella.

– ¿Y si esta tarjeta fuera un ordenador? Y si contuviera un chip lo suficientemente potente para registrar todas las compras que se han hecho en esta cuenta junto con la fecha, la hora y el lugar de la compra? Me refiero a toda la vida de su usuario, Mónica. Un pozo sin fondo de memoria en este fino trozo de plástico.

Mónica se encogió de hombros.

– Supongo que estaría bien.

– Estamos a menos de cinco años de eso. Ahora mismo ya tenemos RAM molecular. Memoria de acceso aleatorio. Y estamos perfeccionando las puertas lógicas. Circuitos.

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Los unimos (lógica y memoria) y tendremos circuitos integrados, Mónica.

Pierce todavía se entusiasmaba al hablar de las posibilidades. Volvió a guardarse la tarjeta de crédito en la cartera y ésta en el bolsillo. En ningún momento apartó la mirada de la secretaria y se dio cuenta de que seguía sin causar ningún efecto en ella. Decidió olvidarse de impresionarla e ir al grano.

– Mónica, la cuestión es que no estamos solos. Hay mucha competencia. Hay muchas empresas privadas como Amedeo Technologies. Un montón de ellas son más grandes y tienen mucho más dinero. También está D ARPA y la UCLA y otras universidades, está…

– ¿Qué es DARPA?

La Agencia de Proyectos de Investigaciones Avanzadas de Defensa. El gobierno. La agencia que tiene siempre un ojo en todas las tecnologías emergentes. Está respaldando varios proyectos distintos en nuestro campo. Cuando fundé la compañía, elegí conscientemente no tener de jefe al gobierno. Pero la cuestión es que la mayoría de nuestros competidores tienen buenos apoyos económicos y contactos. Nosotros no. Y por eso para avanzar necesitamos un flujo de financiación para mantenernos a flote. No podemos hacer nada que corte ese flujo o nos caemos de la carrera y Amedeo Technologies deja de existir. ¿De acuerdo?


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