– Brass, soy Terry McCaleb. Hace mucho que no nos vemos. Bueno, escucha, te llamo porque necesito un favor. Te agradecería mucho que me llamaras en cuanto tengas un momento.

Dejó su número de móvil, le dio las gracias y colgó. Podía llevarse el teléfono a la casa y esperar la llamada, pero eso suponía que Graciela podría oír la conversación con Doran y eso no le gustaba. Volvió al camarote de proa y empezó de nuevo con el expediente del asesinato. Revisó cada una de las páginas en busca de algo que llamara la atención por su inclusión o exclusión. Tomó unas cuantas notas más e hizo una lista de cosas que le faltaban por hacer antes de trazar un perfil psicológico. Pero sobre todo estaba esperando a Doran. Ella finalmente le devolvió la llamada a las cinco y media.

– Hace mucho, es verdad -dijo a modo de saludo.

– Demasiado, ¿cómo estás, Brass?

– No puedo quejarme, porque nadie me escucha.

– He oído que estáis buscando el desatascador ahí.

– Tienes razón, tenemos un buen tapón. No sé si sabes que el año pasado enviamos a la mitad del equipo a Kosovo para ayudar en las investigaciones de crímenes de guerra. En turnos de seis semanas. Eso nos mató. Estamos tan atrasados que la situación empieza a ser crítica.

McCaleb se preguntó si se estaba quejando para que no le pidiera el favor mencionado en el mensaje. Decidió seguir adelante de todos modos.

– Bueno, entonces no te va a gustar tener noticias mías -dijo.

– Vamos, chico, ya me estoy asustando. ¿Qué te hace falta, Terry?

– Estoy haciéndole un favor a una amiga de la brigada de homicidios del departamento del sheriff. Estoy echando un vistazo a un asesinato y…

– ¿Ya lo pasó por aquí?

– Sí, lo envió al PDCV y no obtuvo ningún resultado. Eso es todo. Le han llegado noticias de lo desbordados que estáis con los perfiles y acudió a mí. Yo le debía una, así que le dije que sí.

– Y ahora quieres pillar un atajo, ¿no?

McCaleb sonrió y deseó que su interlocutora también lo estuviera haciendo al otro extremo de la línea.

– Algo así. Pero no creo que te ocupe mucho tiempo. Sólo quiero una cosa.

– Pues adelante.

– Quiero una orientación iconográfica. Estoy siguiendo una corazonada.

– De acuerdo, no parece muy comprometido. ¿Cuál es el símbolo?

– Una lechuza.

– ¿Una lechuza? ¿Sólo una lechuza?

– Concretamente es una lechuza de plástico. Pero una lechuza de todos modos. Quiero saber si os ha surgido antes y qué significa.

– Bueno, me acuerdo de la lechuza que está detrás de la bolsa de patatas. ¿Cuál es la marca?

– Sí, Wise. La recuerdo. Es una marca de la Costa Este.

– Bueno, ahí lo tienes. La lechuza es lista. Es sabia.

– Brass, esperaba algo un poco más…

– Ya sé, ya sé. ¿Sabes qué? Veré qué puedo encontrar, pero no olvides que los símbolos cambian. Lo que en una época significa una cosa, puede significar algo completamente distinto en otra época. ¿Sólo buscas usos y ejemplos contemporáneos?

McCaleb pensó un momento en el mensaje escrito en la cinta.

– ¿Puedes incluir la época medieval?

– Parece que tienes a uno de los raros, aunque, claro, todos lo son. Deja que lo adivine, un caso de mierda sagrada.

– Podría ser. ¿Cómo lo sabes?

– Ah, ya he visto antes todo ese rollo medieval y de la Inquisición. Tengo tu número. Intentaré llamarte hoy.

McCaleb pensó en pedirle que analizara el mensaje de la cinta, pero decidió no abusar de su suerte. Además, Jaye Winston ya habría incluido el mensaje en la búsqueda informática. Le dio las gracias a Doran y ya estaba a punto de colgar cuando la agente de Quantico le preguntó por su salud y él le contestó que estaba bien.

– ¿Aún vives en ese barco?

– No, ahora vivo en una isla, pero conservo el barco. También me he casado y tengo una hija.

– ¡Vaya! ¿Estoy hablando con el Terry McCaleb que yo conozco?

– El mismo, supongo.

– Bueno, parece que has puesto orden en tu vida.

– Creo que al final sí lo he hecho.

– Pues ten cuidado. ¿Qué estás haciendo, trabajando otra vez en un caso?

McCaleb dudó antes de responder.

– No estoy seguro.

– No me vengas con cuentos. Los dos sabemos por qué lo haces. ¿Sabes qué?, deja que vea qué puedo descubrir y te vuelvo a llamar.

– Gracias, Brass. Estaré esperando.

McCaleb fue al camarote principal y zarandeó a Buddy Lockridge para despertarlo. Su amigo se sobresaltó y empezó a sacudir los brazos desenfrenadamente.

– Soy yo, tranquilo.

Antes de calmarse, Buddy golpeó a McCaleb en la sien con un libro con el que se había quedado dormido.

– ¿Qué estás haciendo? -exclamó Buddy.

– Estoy intentando despertarte, tío.

– ¿Para qué? ¿Qué hora es?

– Son casi las seis. Quiero cruzar.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora. Así que levántate y ayúdame. He de coger el ferry.

– ¿Joder, ahora? Vamos a encontrar niebla, ¿por qué no esperas que se disipe?

– Porque no tengo tiempo.

Buddy se estiró para encender la lámpara de lectura que estaba fijada a la pared del camarote, justo encima del cabezal. McCaleb se fijó en que el libro de Buddy se titulaba Temeridad absoluta.

– Tratar contigo sí que es una temeridad -dijo mientras se frotaba la oreja que Buddy le había golpeado con el libro.

– Lo siento. ¿Por qué tienes tanta prisa por cruzar? Es por el caso, ¿no?

– Estaré arriba. Pongámonos en marcha.

McCaleb salió del camarote. No le sorprendió en absoluto que Buddy lo llamara.

– ¿Vas a necesitar un chofer?

– No, Buddy. Ya sabes que hace dos años que conduzco.

– Sí, pero puede que necesites ayuda con el caso.

– No te preocupes. Date prisa, Buddy, quiero llegar pronto.

McCaleb descolgó la llave del gancho que había junto a la puerta del salón, salió y subió al puente de mando. El aire seguía siendo muy frío y los primeros rayos del alba se abrían paso entre la niebla matinal. Conectó el radar Raytheon y puso en marcha los motores a la primera; Buddy había llevado el barco a Marina del Rey la semana anterior para una puesta a punto.

McCaleb dejó el motor a ralentí mientras volvía a bajar y se encaminaba a la bovedilla. Desató el cabo de popa y luego la Zodiac y condujo ésta hasta la proa. Ató la lancha a la boya de amarre después de soltar el cabo que la unía a la cornamusa de proa. El barco estaba suelto. Se volvió y miró hacia el puente de mando justo en el momento en que Buddy se metía en el asiento del piloto con el pelo todavía revuelto. McCaleb le indicó que el barco estaba suelto. Buddy empujó la palanca de aceleración y el Following Sea empezó a moverse. McCaleb cogió de la cubierta el arpón de dos metros y medio y lo usó para mantener la boya alejada de la proa mientras realizaba el giro hacia el carril y lentamente se dirigía a la bocana del puerto.

McCaleb permanecía en la proa, apoyado en la barandilla y observando cómo la isla iba quedando atrás. Levantó la mirada una vez más hacia su casa y vio que todavía había una única luz encendida. Era demasiado temprano para que su familia se despertara. Pensó en el error que acababa de cometer a conciencia. Tenía que haber subido a casa, decirle a Graciela lo que estaba haciendo y tratar de explicarse. Pero sabía que si lo hacía perdería mucho tiempo y, además, nunca lograría convencerla. Decidió irse sin más. Llamaría a su esposa después de cruzar y más tarde se enfrentaría a las consecuencias de su decisión.

El aire frío del gris amanecer le había puesto la piel tirante en las manos y el cuello. Se volvió y miró hacia adelante, hacia donde la ciudad se agazapaba tras la bruma marina. El hecho de no poder ver lo que sabía que estaba allí le dio una sensación ominosa y bajó la mirada. El agua que cortaba la proa estaba plana y era de un color azul oscuro, como la piel de un marlín. McCaleb sabía que tenía que subir al puente de mando para ayudar a Buddy. Uno de los dos pilotaría y el otro controlaría el radar para seguir un rumbo seguro hasta el puerto de Los Ángeles. Pensó que era una lástima que no existiera ningún radar para guiarlo una vez en tierra y ayudarlo a resolver el caso que le obsesionaba. Una niebla diferente lo esperaba en tierra. Y esos pensamientos de intentar buscar el camino a través de ella llevaron su mente hacia el aspecto del caso que más lo había atrapado.


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