McCaleb levantó la mirada de las últimas tres pastillas de ciclosporina que estaba a punto de tomarse cuando Jaye Winston se sentó al otro lado de la mesa.
– Siento llegar tan tarde. El tráfico en la Diez era una locura.
– No importa, yo también he llegado tarde. Me he quedado sin batería.
– ¿Cuántas te tomas ahora?
– Cincuenta y cuatro al día.
– Es increíble.
– Tuve que convertir el armarito de la entrada en un botiquín. Todo entero.
– Bueno, al menos sigues aquí.
Ella sonrió y McCaleb asintió con la cabeza. La camarera se acercó a la mesa con un menú para Winston, pero ella dijo que ya iban a pedir.
– Yo tomaré lo mismo que él.
McCaleb pidió una pila de crepés grande con mantequilla fundida. Le dijo a la camarera que compartirían una porción de beicon muy hecho.
– ¿Café? -preguntó la camarera. Tenía cara de haber tomado nota de un millón de pedidos de crepés.
– Sí, por favor -dijo Winston-. Solo.
McCaleb dijo que tenía bastante con el zumo de naranja.
Cuando se quedaron solos, McCaleb miró a Winston.
– Bueno, ¿has encontrado al conserje?
– He quedado con él a las diez y media. El apartamento sigue vacante, pero lo han limpiado. Después de que nos fuimos, la hermana de la víctima pasó a ver las pertenencias de Gunn y se llevó lo que quiso.
– Sí, me temía algo parecido.
– El conserje cree que no se llevó gran cosa. El tipo no tenía gran cosa.
– ¿Y la lechuza?
– No se acordaba de la lechuza. Francamente, yo tampoco hasta que tú lo has mencionado esta mañana.
– Es sólo una corazonada. Me gustaría echarle un vistazo.
– Bueno, ya veremos si está. ¿Qué más quieres hacer? Espero que no hayas venido hasta aquí sólo para ver el apartamento del tipo.
– Estaba pensando en hablar con la hermana. Y tal vez también con Harry Bosch.
Winston permaneció en silencio, pero él sabía por la actitud de ella que estaba esperando una explicación.
– Para hacer un perfil del sujeto desconocido es importante conocer a la víctima. Su rutina, su personalidad, todo. Ya conoces el método. La hermana y, en menor medida, Bosch pueden ayudar.
– Sólo te pedí que echaras un vistazo al expediente y la cinta, Terry. Vas a hacer que empiece a sentirme culpable.
McCaleb hizo una pausa mientras la camarera traía el café a Winston y dejaba sobre la mesa dos jarritas de cristal con frambuesa y jarabe de arce. Después de que ella se hubo alejado, McCaleb dijo:
– Ya sabías que me iba a enganchar, Jaye. «Cuidado, cuidado, Dios te ve.» Vamos. ¿No irás a decirme que pensabas que iba a mirarlo todo y darte mi opinión por teléfono? Además, no me estoy quejando. Estoy aquí porque quiero estar. Si te sientes culpable, te dejo pagar los crepés.
– ¿Qué opina tu mujer?
– Nada. Sabe que es algo que tengo que hacer. La llamé desde el puerto después de cruzar. Ya era demasiado tarde para que pudiera decir algo. Sólo me pidió que comprara una bolsa de tamales de maíz verdes en El Cholo antes de volver. Los venden congelados.
Llegaron los crepés. Ambos dejaron de hablar y McCaleb esperó educadamente a que Winston eligiera un jarabe antes, pero ella estaba dando vueltas a los crepés con el tenedor y a él se le acabó la paciencia. Vertió jarabe de arce sobre su pila y empezó a comer. La camarera regresó y dejó la nota. Winston se apresuró a cogerla.
– Esto lo pagará el sheriff.
– Dale las gracias.
– La verdad, no sé qué esperas de Harry Bosch. Me dijo que sólo tuvo unos pocos contactos con Gunn en los seis años transcurridos desde el caso de la prostituta.
– ¿Cuándo se produjeron? ¿Cuándo lo detenían?
Winston asintió al tiempo que se servía jarabe de frambuesa sobre los crepés.
– Eso significaría que vio a la víctima la noche anterior al asesinato. No leí nada al respecto en el expediente.
– No lo escribí. No hay mucho que decir. El sargento de guardia lo llamó y le dijo que Gunn estaba en la celda de borrachos por conducir ebrio.
McCaleb asintió.
– ¿Y?
– Y él vino a visitarlo. Eso es todo. Dijo que ni siquiera hablaron porque Gunn estaba demasiado borracho.
– Bueno…, sigo queriendo hablar con Harry. Una vez trabajé con él en un caso. Es un buen policía. Intuitivo y observador. Puede que sepa algo que me sirva.
– Eso si puedes hablar con él.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿No lo sabes? Está en el banco del fiscal por el caso de asesinato de David Storey. En Van Nuys. ¿No has visto las noticias?
– Maldita sea, lo había olvidado. Recuerdo haber leído su nombre en los periódicos después de la detención de Storey. Eso fue, qué ¿en octubre? ¿Ya están en juicio?
– Y tanto. No hubo ningún retraso y no hizo falta vista preliminar porque fueron al jurado de acusación. Lo último que oí era que ya tenían sala, así que las primeras sesiones serán esta semana, puede que incluso hoy.
– Mierda.
– Eso, buena suerte con Bosch. Estoy segura de que está deseando hablar de esto.
– ¿Me estás diciendo que no quieres que hable con él, Jaye?
Winston se encogió de hombros.
– No, no estoy diciendo eso. Haz lo que tengas que hacer. Es sólo que pensaba que vas a tener que perseguirlo bastante. Puedo pedirle al capitán una tarifa de consultor para ti, pero…
– No te preocupes por eso. El sheriff paga el desayuno. Con eso basta.
– No me lo parece.
No le dijo que estaba dispuesto a trabajar gratis en el caso sólo por volver a la vida activa durante unos días. Y tampoco le dijo que de todos modos no podía aceptar dinero. Si obtenía algún ingreso «oficial» perdería la asistencia sanitaria que le pagaba las cincuenta y cuatro pastillas que tomaba cada día. Las pastillas eran tan caras que si tuviera que pagarlas él mismo estaría arruinado al cabo de seis meses, a no ser que le ofrecieran un sueldo millonario. Ése era el desagradable secreto que se escondía tras el milagro médico que le había salvado la vida. Tenía una segunda oportunidad siempre y cuando no la utilizara para intentar ganarse la vida. Por este motivo el negocio de las excursiones de pesca estaba a nombre de Buddy Lockridge. Oficialmente, McCaleb era un marinero no remunerado. Buddy alquilaba el barco a Graciela para hacer las excursiones y el alquiler era el sesenta por ciento de los ingresos netos.
– ¿Qué tal tus crepés? -preguntó Winston.
– Son los mejores.
– Ni que lo digas.
8
El Grand Royale era una monstruosidad de dos plantas, una caja de estuco deteriorada cuyo intento de tener estilo empezaba y acababa en el diseño a la moda de las letras del nombre clavadas sobre la entrada. Las calles de West Hollywood y algunos otros lugares llanos de la ciudad eran una sucesión de diseños así de banales. Los apartamentos apiñados desplazaron a los pequeños bungaloes en los años cincuenta y sesenta, reemplazando la auténtica clase con falsos ornamentos y nombres que reflejaban exactamente lo que no eran.
McCaleb y Winston entraron en el apartamento del segundo piso que había pertenecido a Edward Gunn junto con el conserje, un hombre llamado Rohrshak («como el del test, pero se escribe de otra forma»).
Si no hubiese sabido adonde mirar, McCaleb no habría visto lo que quedaba de la mancha de sangre en el lugar de la moqueta donde Gunn había muerto. No habían sustituido la moqueta, la habían lavado y sólo había quedado una pequeña mancha de color marrón claro que seguramente el siguiente inquilino tomaría por una salpicadura de café.
El lugar había sido limpiado y preparado para alquilar, pero los muebles eran los mismos. McCaleb los reconoció por el vídeo de la escena del crimen.
Miró la vitrina situada al lado de la habitación, pero estaba vacía. No había ninguna lechuza en lo alto. Miró a Winston.
– No está.
Winston se volvió hacia el conserje.