McCaleb asintió levemente, y se sintió incómodo consigo mismo por hacerlo con tanta facilidad.

– Deja el material -dijo-. Te llamaré en cuanto pueda.

De camino a la puerta Winston buscó a Graciela, pero no la vio.

– Debe de estar dentro con el bebé -dijo McCaleb.

– Bueno, despídeme de ella.

– Claro.

Se produjo un silencio incómodo en el resto del camino hasta la puerta. Al final, cuando McCaleb abrió, Winston dijo:

– Bueno, Terry, ¿qué tal es eso de ser padre?

– Es lo mejor y lo peor.

Era su respuesta habitual. Entonces pensó un momento y añadió algo en lo que había pensado, pero que nunca había compartido con nadie, ni siquiera con Graciela.

– Es como tener una pistola en la cabeza permanentemente.

Winston pareció sorprendida, un poco preocupada incluso.

– ¿Cómo es eso?

– Porque sé que si alguna vez le pasa algo a ella, mi vida se habrá terminado.

Winston asintió.

– Creo que puedo entenderlo.

La detective salió. Se sentía bastante estúpida al alejarse: una detective de homicidios experimentada bajando en un cochecito de golf.

2

El almuerzo del domingo con Graciela y Raymond fue silencioso. Comieron corvina, que McCaleb había pescado con el grupo de aquella mañana al otro lado de la isla, cerca del istmo. Sus grupos siempre querían devolver al mar los peces que capturaban, pero muchas veces cambiaban de opinión a última hora, cuando volvían a puerto. McCaleb lo veía como algo relacionado con el instinto asesino masculino. No bastaba con capturar las presas. Había que matarlas. La consecuencia era que a menudo se servía pescado en el almuerzo en La Mesa.

McCaleb había asado la corvina y mazorcas de maíz en la barbacoa del porche. Graciela había preparado una ensalada y ambos tenían una copa de vino blanco delante. Raymond bebía leche. La comida era buena, pero el silencio resultaba incómodo. McCaleb miró a Raymond y se dio cuenta de que el niño había captado la tensión entre los adultos y se había contagiado de ella. McCaleb recordó que él hacía lo mismo cuando era niño y sus padres se dedicaban a arrojarse silencio el uno al otro. Raymond era hijo de la hermana de Graciela, Gloria. El padre del chico nunca había pintado nada y cuando Gloria había muerto asesinada tres años antes, Raymond se había ido a vivir con Graciela. McCaleb los conoció a los dos en la investigación del crimen.

– ¿Qué tal ha ido el softball hoy? -preguntó al final McCaleb.

– Supongo que bien.

– ¿Has ganado alguna base?

– No.

– Ya lo harás, no te preocupes. Sigue intentándolo. Sigue practicando.

McCaleb asintió. Al niño no le habían dejado salir en el barco esa mañana. La excursión de pesca era para seis personas de Los Ángeles. Con McCaleb y Buddy sumaban ocho en el Following Sea, y ése era el límite que el barco podía transportar según las normas de seguridad. McCaleb nunca infringía esas normas.

– Bueno, oye, hasta el sábado no hay otra salida. De momento sólo hay cuatro personas, y ahora en invierno no creo que se apunte nadie más. Si no se apunta nadie más, puedes venir.

Los rasgos oscuros del niño parecieron iluminarse y asintió vigorosamente mientras cortaba la carne blanca del pescado que tenía en el plato. El tenedor parecía grande en la mano de Raymond y McCaleb sintió un rapto de tristeza por el chico. Era demasiado pequeño para tener diez años. Este hecho preocupaba mucho a Raymond, que a menudo preguntaba a McCaleb que cuándo crecería. El siempre le contestaba que lo haría pronto, pero pensaba para sí que el chaval siempre sería bajito. Sabía que la madre era de estatura normal, pero Graciela le había contado que el padre era de baja estatura (e integridad). Había desaparecido antes de que Raymond naciera.

A Raymond siempre lo elegían el último cuando formaban los equipos, porque era demasiado pequeño para competir con niños de su edad. Por eso se interesaba por pasatiempos distintos de los deportes de equipo. La pesca le apasionaba y en los días libres, McCaleb solía llevarlo a la bahía en busca de halibut. Cuando tenía una excursión, el chico siempre suplicaba que lo dejaran ir, y si había espacio le permitían jugar a ser segundo oficial. Para McCaleb era todo un placer darle al niño un sobre con un billete de cinco dólares al final del día.

– Te necesitaremos en la cofa -dijo McCaleb-. Este grupo quiere ir al sur en busca de marlines. Será un día muy largo.

– ¡Genial!

McCaleb sonrió. A Raymond le encantaba hacer de oteador en la cofa, buscando marlines negros durmiendo o jugando en la superficie del agua. Y, con sus prismáticos, se estaba convirtiendo en un experto. McCaleb miró a Graciela para compartir el momento, pero ella tenía la mirada fija en el plato. No sonreía.

Transcurridos unos minutos más, Raymond había terminado de comer y había pedido permiso para ir a su habitación a jugar en el ordenador. Graciela le dijo que pusiera el volumen bajo para que no despertara al bebé. El chico se llevó el plato a la cocina y Graciela y McCaleb se quedaron solos.

Él comprendía el silencio de su mujer y ella, por su parte, sabía que no podía dar voz a su objeción de que se implicara en un caso, porque había sido su propia solicitud de que investigara la muerte de su hermana lo que los había unido tres años antes. Sus sentimientos estaban atrapados en esta ironía.

– Graciela -empezó McCaleb-. Ya sé que no quieres que haga esto, pero…

– Yo no he dicho eso.

– No hace falta que lo digas. Te conozco y con sólo verte la cara desde que ha venido Jaye…

– Lo que no quiero es que esto cambie. Nada más.

– Lo entiendo. Yo tampoco quiero que cambie. Y no va a cambiar. Lo único que voy a hacer es mirar el expediente y la cinta y darle mi opinión a Jaye.

– Será más que eso. Te conozco. Te he visto en acción y sé que te quedarás enganchado. Es tu especialidad.

– No quiero implicarme. Sólo voy a hacer lo que me ha pedido. Ni siquiera lo haré aquí. Voy a llevarme lo que me ha dado al barco, ¿vale? No quiero tenerlo en casa.

McCaleb sabía que iba a hacerlo con el consentimiento de Graciela o sin él, pero deseaba su aprobación de todos modos. La relación entre ambos era todavía tan reciente que él siempre buscaba la aprobación de ella. Había pensado en el asunto y se preguntaba si tenía algo que ver con su segunda oportunidad. El sentimiento de culpa lo había acosado en los últimos tres años, y todavía surgía cuando menos se lo esperaba, como un control de carretera. De alguna manera sentía que si aquella mujer le daba el permiso para seguir viviendo, todo estaría bien. Su cardióloga lo había llamado la culpa del superviviente. Él vivía porque otra persona había muerto y por eso debía ganarse la redención. Pero McCaleb pensaba que esa explicación era demasiado simple.

Graciela puso mala cara, aunque a McCaleb le seguía pareciendo hermosa. Tenía la piel cobriza y un pelo castaño oscuro que enmarcaba un rostro con ojos de un marrón tan oscuro que apenas se distinguía el iris de la pupila. La belleza de su esposa era otra de las razones por las que buscaba siempre su aprobación. Había algo purificador en sentirse bañado por la luz de su sonrisa.

– Terry, he escuchado lo que hablabais en el porche, después de que la niña se durmiera. Oí lo que dijo Jaye acerca de qué era lo que hacía latir tu corazón y de que no pasa un día sin que pienses en tu trabajo. Sólo te pido que me digas si tenía razón.

McCaleb se quedó un momento en silencio. Miró el plato vacío y luego hacia el puerto y las luces de las casas que trepaban por la otra colina, hasta el hotel de la cima del monte Ada. Asintió muy despacio y luego volvió a mirarla.

– Sí, tenía razón.

– Entonces, todo esto, lo que hacemos aquí, la niña, ¿es una mentira?

– No, claro que no. Esto lo es todo para mí y lo protegería con todo lo que tengo. Pero la respuesta es que sí, pienso en lo que era y en lo que hacía. Cuando estaba en el FBI salvaba vidas, Graciela, así de simple. Luchaba contra el mal para que este mundo fuera un poco menos oscuro. -Levantó la mano e hizo un gesto hacia el puerto-. Ahora tengo una vida maravillosa contigo y con Cielo y con Raymond. Y pesco para la gente rica que no tiene otra cosa en la que gastar el dinero.


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