Aquella gente veíase confinada en el limitado espacio de su planeta. Era de suponer que hacía ya mucho tiempo que andaba buscando a seres semejantes o al menos planetas con atmósferas fluóricas adecuadas a su organismo. El problema estaba en cómo hallar en los abismos del Universo unos planetas tan raros y llegar a ellos venciendo una distancia de miles de años de luz. Era de comprender su desencanto y desesperación al encontrarse — quizá no ya por primera vez— con hombres que respiraban oxígeno.
En el extremo de la galería ocupado por los desconocidos, los paisajes del planeta fluórico cedieron lugar a vistas de unas construcciones colosales. Los muros, inclinados hacia dentro, hacían recordar la arquitectura tibetana. No había allí ángulos rectos ni planos horizontales. La transición de la vertical a la horizontal efectuábase por medio de suaves líneas helicoidales. Un orificio oscuro, en forma de óvalo retorcido, surgió en la lejanía. Al ir avanzando a primer plano y aumentar, viose que la parte inferior del óvalo era un camino ancho, ascendente en espiral, que penetraba en la oscuridad de la gigantesca entrada de un edificio tan enorme como toda una ciudad. Sobre la entrada había unos grandes signos azules, bordeados de rojo, que, contemplados desde lejos, semejaban las aguas marinas rizadas por el viento. La entrada fue aproximándose, y en el fondo de ella apareció a la vista una sala gigantesca, escasamente alumbrada, cuyas paredes proyectaban los destellos del espato flúor.
De súbito, el cuadro desapareció. Los astronautas del Telurio, aunque esperaban ver algo sumamente extraordinario, quedaron estupefactos. La galería, al otro lado de la transparente pared, volvió a quedar sumergida en la luz azulada de antes. Aparecieron algunos de los astronautas desconocidos. Esta vez sus movimientos eran bruscos y precipitados.
Al propio tiempo surgió en la pantalla una serie de cuadros en sucesión tan vertiginosa, que los telurianos apenas si tenían tiempo de discernir su contenido. Una astronave blanca, igual que la que se encontraba en aquellos momentos al lado del Telurio, estaba surcando la oscuridad del espacio. Veíase cómo su anillo central giraba, lanzando en todas direcciones sus rayos. De pronto, el anillo cesó de girar, y la nave quedó inmóvil a poca distancia de un minúsculo astro azul. Unas rayitas entrecortadas partieron de la nave y fueron a alcanzar a otra, aparecida en el ángulo izquierdo de la pantalla y que estaba también suspensa en el espacio al lado de un vehículo cósmico semejante al Telurio. Todos lo reconocieron: era su misma nave. La blanca, al recibir el mensaje de su compañera, se apartó del Telurio y desapareció en el negro abismo del espacio.
Mut Ang lanzó un suspiro tan profundo, que todos volvieron la cabeza hacia él.
— La cosa está clara — dijo—. Muy pronto se marcharán de aquí. Han entrado en contacto con otra nave de las suyas, que se encuentra lejos, lejísimos, aunque no comprendo cómo puede establecerse comunicación a tales distancias. Algo le ha ocurrido a la segunda nave, posiblemente, una avería, y su petición de socorro ha llegado hasta nuestros desconocidos, a quienes sería más justo llamar amigos.
— ¿Y si no está averiada, sino que ha hecho un hallazgo muy importante? — aventuró en voz baja Taina.
— Es posible. Sea como sea, se van. Y hay que darse prisa para fotografiar cuanto se pueda y recoger el mayor número posible de datos. Lo más importante son sus mapas, su ruta y lo que hayan descubierto en su viaje... Estoy seguro de que se han cruzado en su camino con hombres que respiran oxígeno, como nosotros.
Los desconocidos dieron a entender que podían permanecer aún allí durante un período equivalente a un día terrestre. Los tripulantes del Telurio, estimulados por drogas especiales, trabajaban con verdadero frenesí, sin ceder en nada a los grises moradores del planeta fluórico.
En tanto unos fotografiaban las páginas de los libros de texto ilustrados, otros hacían grabaciones de la lengua en que hablaban los desconocidos. Se procedió a un intercambio de colecciones de minerales, aguas y gases en envases transparentes e irrompibles. Los químicos de ambos planetas se esforzaban por comprender los símbolos que representaban la composición de las sustancias orgánicas e inorgánicas.
Afra, pálida del cansancio, estudiaba los diagramas de los procesos fisiológicos, las fórmulas y los esquemas genéticos, así como las fases del desarrollo embriológico del organismo humano en el planeta fluórico. Las cadenas interminables de moléculas de proteínas resistentes al flúor eran asombrosamente parecidas a nuestras moléculas albuminoideas: los mismos filtros de energía, las mismas barreras surgidas en la lucha de la materia viva, contra la entropía.
Al cabo de veinte horas, Tey y Kari, agotados, rendidos, aparecieron en la galería trayendo enrollados los mapas celestes, en los que estaba trazada toda la ruta recorrida por el Telurio desde el Sol hasta el lugar del encuentro. Los desconocidos se apresuraron más aún. Las cintas fotomagnéticas de las máquinas mnemotécnicas de los terrenos apuntaban la situación de estrellas desconocidas con signos indescifrables de las distancias, los datos astrofísicos y las rutas cruzadas en complejos zigzags de las dos naves blancas. Todo eso debía ser descifrado más tarde por medio de las tablas explicatorias que los viajeros de la nave blanca habían preparado con ese fin.
Luego, las imágenes proyectadas en la pantalla arrancaron gritos de admiración a los tripulantes del Telurio. Uno a uno fueron apareciendo círculos en torno de cinco estrellas; y en ellos empezaron a girar planetas. Tras la figura desmañada de una ventruda nave cósmica apareció toda una bandada de naves más airosas. En las plataformas ovales que salían de debajo de sus cuerpos, estaban en pie, embutidos en sus escafandras, unos seres que, indudablemente, pertenecían al género humano. El signo de un átomo con ocho electrones — es decir, oxígeno— coronaba la imagen de los planetas y las naves; pero éstas, según el esquema, se hallaban ligadas sólo con dos de los planetas representados: uno de ellos encontrábase en la cercanía de un sol rojo y el otro giraba alrededor de un astro dorado brillante de la clase espectral F. Era de suponer que la vida en los planetas de las tres estrellas restantes, a pesar de desarrollarse en una atmósfera rica en oxígeno, no había alcanzado el nivel necesario para realizar viajes cósmicos o que allí no habían tenido tiempo aún de aparecer los seres racionales.
Aunque los tripulantes del Telurio no lograron esclarecer estos detalles, obraban ahora en su poder datos inapreciables sobre las vías conducentes a aquellos mundos poblados, separados por cientos de parsecs del punto en que ellos se habían encontrado con los emisarios del planeta fluórico.
Había llegado el momento de la separación.
Las tripulaciones de las dos naves se alinearon, la una enfrente de la otra, a cada lado de la transparente pared. Los broncíneos habitantes de la Tierra y los grisáceos moradores del planeta fluórico (cuyo nombre quedó desconocido) se despedían con miradas, sonrisas y ademanes cuyo afectuoso significado era comprensible para todos.
Una punzante congoja apoderóse de los telurianos. Jamás habían experimentado tal sensación, ni siquiera al abandonar la Tierra natal, sabiendo que no regresarían sino al cabo de siete siglos. Se negaban a admitir que dentro de algunos minutos, aquella gente buena, hermosa y fantástica se desvanecería para siempre en el espacio cósmico, y por él continuaría buscando solitaria y desesperanzada, una vida racional semejante a la suya.
Sólo entonces, quizás, los astronautas llegaron a comprender plenamente que el objetivo principal de todas las búsquedas, aspiraciones y luchas era el bien del Hombre. Lo más valioso de toda civilización, en cualquier estrella, en la Galaxia entera y en la inmensidad del Universo, era el Hombre, su inteligencia, sus emociones, su vigor, su belleza... ¡su vida!