Dijo que los brujos poseen una regla práctica: cuanto más profundo es el movimiento del punto de encaje, mayor es la sensación de que uno sabe todo, así como la sensación de no poder encontrar palabras para explicarlo. Añadió que hasta en el mundo cotidiano sucede, que algunas veces, el punto de encaje de una persona normal se mueve de por sí sólo, causando que esa persona se torne evasiva, se confunda y se le enrede la lengua.
– Espérese un momento -supliqué-. Estoy bien. Sólo que encuentro chistoso que me pida usted permiso para proseguir.
– Tengo que pedirte permiso -dijo don Juan-, porque las palabras tienen un tremendo poder e importancia y son la propiedad mágica de quien las piensa. Y tú eres el único que puede dejar salir las palabras que tienes embotelladas dentro de ti, para que yo las diga. Creo que cometí un error al suponer que entiendes más de lo que en realidad entiendes.
Vicente intercedió, sugiriendo que me quedara un rato más. Don Juan estuvo de acuerdo.
– El primerísimo principio del acecho es que un guerrero se acecha a sí mismo dijo mirándome a la cara-. Se acecha a sí mismo sin tener compasión, con astucia, paciencia y simpáticamente.
Se me hizo chistoso y quise reír, pero no me dio tiempo. En pocas palabras definió al acecho como el arte de usar la conducta de un modo original, con propósitos específicos. Dijo que la conducta normal, en el mundo cotidiano, es rutinaria. Cualquier conducta que rompe con la rutina causa un efecto desacostumbrado en nuestro ser total. Ese efecto desacostumbrado es el que buscan los brujos, porque es acumulativo. Y su acumulación es lo que hace de un brujo, un acechador.
Explicó que los brujos videntes de la antigüedad vieron que la conducta desacostumbrada producía un temblor en el punto de encaje. Encontraron luego que, si se practica la conducta desacostumbrada de manera sistemática e inteligente, a la larga, esta práctica fuerza al punto de encaje a moverse.
– El verdadero desafío para esos brujos videntes -continuó don Juan- fue encontrar un sistema de conducta que no fuera trivial o caprichoso, y que fuera capaz de combinar la moralidad y el sentido de la belleza que distinguen a los brujos videntes de los simples hechiceros. Y ese sistema se llama el arte del acecho.
Dejó de hablar y todos me miraron como si estuvieran buscando signos de fatiga en mis ojos o en mi cara.
– Cualquiera que logre mover su punto de encaje a una nueva posición es un brujo -continuó explicando don Juan-. Partiendo de esa nueva posición, un brujo puede hacer toda clase de cosas buenas o malas a sus semejantes. Por lo tanto ser brujo, es como ser zapatero o panadero. La meta de los brujos videntes es sobrepasar esa condición. Ser más que brujo. Y para eso necesitan belleza y moralidad.
Dijo que, para los brujos, el acecho es la base sobre la cual se construye todo lo demás.
– Hay brujos a quienes no les gusta el término acecho -continuó-. Se les hace muy pesado. Pero ese nombre se le aplicó porque consiste en comportarse de manera clandestina y furtiva. También se le llama el arte del sigilo, pero el término es igualmente pesado. Tú lo puedes llamar como mejor te parezca. A nosotros, a causa de nuestro temperamento no militante, nos gustaría llamarlo el arte del desatino controlado. Sin embargo, continuaremos usando el término acecho porque es muy fácil decir acechador y, como decía mi benefactor, muy inconveniente y difícil decir el hacedor del desatino controlado.
Mencionar a su benefactor los hizo reír como niños.
Todo lo que me decía don Juan lo comprendí a la perfección. No tuve dudas ni preguntas que formular. Si acaso tuve algo fue la sensación de que necesitaba asirme a cada palabra que don Juan decía, como si fueran un ancla. De otra forma, mis pensamientos se habrían adelantado a él.
Noté que yo tenía los ojos fijos en sus labios del mismo modo que mis oídos estaban atentos al sonido de sus palabras, pero al reparar en esto se rompió mi concentración. Don Juan continuó hablando, sin embargo yo ya no lo escuchaba. Pensaba en las inconcebibles posibilidades de vivir en forma permanente en la conciencia acrecentada. Me pregunté qué valor tendría ese estado para nuestra supervivencia biológica; ¿nos volvería acaso más inteligentes, o más sensitivos que el hombre común y corriente?
Don Juan dejó de hablar de pronto y me preguntó en qué pensaba.
– Ah, eres tan práctico -comentó después que le hube contado mis meditaciones-. Pensé que en la conciencia acrecentada tu temperamento sería más artístico, más místico.
Don Juan se volvió hacia Vicente y le pidió responder a mis preguntas.
Vicente carraspeó y se secó las manos, frotándolas contra sus muslos. Me dio la clara impresión de sufrir un ataque de pánico. Sentí lástima por él. Mi mente se inundó de pensamientos y cuando lo escuché tartamudeando, una imagen irrumpió por encima de todo; la imagen que siempre tuve de la timidez de mi padre, de su miedo a la gente. Pero antes de que tuviera tiempo de rendirme a la tristeza, los ojos de Vicente se encendieron con una extraña luminosidad. Me puso una cara cómicamente seria y luego habló con la autoridad de un profesor.
– En respuesta a tu pregunta -dijo- yo diría que, la conciencia acrecentada no tiene valor alguno para la supervivencia biológica, de otro modo, toda la raza humana estaría en la conciencia acrecentada. La cual es un estado peligrosísimo, pero el riesgo de entrar en él es mínimo. No obstante, siempre existe una remota posibilidad de que cualquier persona entre en ese estado. Al hacerlo, lo habitual es que se desconchinfle, la mayoría de las veces de forma irreparable.
Los tres empezaron a reír.
– Los brujos dicen que el estado de conciencia acrecentada es la puerta de entrada al intento -dijo don Juan- y lo utilizan como tal. Piénsalo.
Yo tomaba turnos para mirar a cada uno de ellos. Además yo tenía la boca abierta y sentía que si la mantenía abierta entendería el enigma de la brujería, de inmediato. Cerré los ojos y la respuesta me vino. No la pensé, la sentí, aunque no la podía expresar en palabras, por mucho que traté.
– Qué bien, qué bien -dijo don Juan- has obtenido otra respuesta de brujo por tu propia cuenta, pero aún no tienes energía suficiente para delinearla y transformarla en palabras.
Lo que sentía no era sólo la sensación de no ser capaz de expresar mis pensamientos, más bien era como estar reviviendo un momento original olvidado años atrás: no saber lo que sentía, porque todavía no había aprendido a hablar y, por lo tanto, me faltaban los recursos para transformar en pensamientos todo lo que sentía.
– Para pensar y decir con exactitud lo que uno quiere decir, se requiere cantidades indecibles de energía -dijo don Juan irrumpiendo en mis sensaciones.
La fuerza de mi contemplación había sido tan intensa que me había hecho olvidar por completo lo que la había propiciado. Miré a don Juan aturdido, y confesé que no tenía idea de lo que ellos o yo habíamos dicho o hecho justo antes de ese momento. Recordé el incidente de la cuerda y lo que don Juan me había dicho inmediatamente después, pero no podía recordar la sensación que me había abrumado tan sólo unos minutos antes.
– Vas por camino equivocado -dijo don Juan-. Tratas de recordar, como lo haces normalmente, pero ésta es una situación diferente. Hace un segundo tuviste el sentimiento abrumador de saber algo muy específico. Los sentimientos así no pueden ser recordados por la memoria, los tienes que revivir mediante el intento de acordarte de ellos.
Se volvió hacia Silvio Manuel quien se hallaba estirado en el sillón, con los pies debajo de la mesa del centro. Silvio Manuel me miró fijamente. Sus ojos, negros como dos pedazos de obsidiana, relucían. Sin mover un músculo soltó un agudo grito parecido al de un ave.