Yo estaba en uno de esos extraordinarios momentos en los cuales todo lo relativo al mundo de los brujos me era claro como el cristal. Lo comprendía todo.

– Una vez que nuestras cadenas están rotas -continuó don Juan-, ya no estamos atados a las preocupaciones del mundo cotidiano. Aún estamos en el mundo diario, pero ya no pertenecemos a él. Para pertenecer a él debemos compartir las preocupaciones y los intereses de la gente, y sin cadenas no podemos.

Don Juan dijo que el nagual Elías le había explicado que la característica de la gente normal es que compartimos una daga metafórica: la preocupación con nuestro reflejo. Con esa daga nos cortamos y sangramos. La tarea de las cadenas de nuestro reflejo es darnos la idea de que todos sangramos juntos, de que compartimos algo maravilloso: nuestra humanidad. Pero si examináramos lo que nos pasa, descubriríamos que estamos sangrando a solas, que no compartimos nada, y que todo lo que hacemos es jugar con una obra del hombre: nuestro predecible reflejo.

– Los brujos ya no son parte del mundo diario -siguió don Juan- simplemente porque ya no son presa de su reflejo.

Don Juan comenzó luego a contarme la historia de su benefactor y el descenso del espíritu. Dijo que el descenso aconteció justo después de que el espíritu tocó la puerta del joven actor.

Lo interrumpí para preguntarle por que utilizaba los términos "el joven" o "el actor" para referirse al nagual Julián.

– Porque en aquel entonces él no era nagual -respondió-. Era un actor joven. En mi historia no puedo llamarlo Julián, porque para mí él fue siempre el nagual Julián. Como señal de respeto, por toda una vida de impecabilidad, siempre añadimos el título de nagual al nombre del nagual.

Don Juan prosiguió con su historia. Dijo que después que el nagual Elías había detenido la muerte del joven actor haciéndolo pasar a un estado de conciencia acrecentada, tras horas de lucha, el joven recobró el sentido. El nagual Elías se presentó entonces a él, sin mencionar su nombre, simplemente como un curandero profesional. Le dijo que ese día él había tropezado, sin esperarlo, con una tragedia en la cual dos personas habían estado a punto de morir. Señaló a la chica tendida en el suelo. El joven quedó atónito al verla inconsciente junto a él. Recordaba haberla visto en el momento en que ella salía, corriendo. Le sorprendió mucho oír la explicación del viejo curandero: que sin duda alguna, Dios la había castigado por sus pecados fulminándola con un rayo y haciéndole perder la razón.

– Pero ¿cómo pudo haber rayos si ni llovía? -preguntó el joven actor, en voz apenas audible.

La respuesta del viejo, que uno no puede dudar las obras de Dios, lo dejó visiblemente afectado.

Una vez más interrumpí a don Juan. Quería saber si en verdad la muchacha había perdido la razón. El me recordó que el nagual Elías le había dado un tremendo golpe en el punto de encaje. Dijo que no había perdido la razón, pero que, como resultado del golpe, entraba y salía de la conciencia acrecentada, creando así una seria amenaza a su salud. Después de un gigantesco esfuerzo, empero, el nagual Elías la ayudó a estabilizar su punto de encaje en una posición completamente nueva y así ella entró permanentemente en la conciencia acrecentada.

Don Juan comentó que las mujeres son capaces de semejante proeza: pueden sostener indefinidamente una nueva posición del punto de encaje. Y Talía era inigualable en ello. En cuanto se rompieron sus cadenas, comprendió todo, y de inmediato cumplió con los designios del nagual.

Don Juan, volviendo a su historia, dijo que el nagual Elías, que no sólo era estupendo como ensoñador, sino también como acechador, había visto que el joven actor, quien demostraba una insensibilidad única, y aparentaba ser un engreído y un vanidoso de primera, era en realidad lo opuesto. El nagual concluyó que, si lo aguijoneaba con la idea de Dios y el pecado mortal y el castigo eterno, sus creencias religiosas derribarían esa actitud cínica.

Ciertamente, al oír decir al nagual cómo Dios había castigado a Talía, la fachada del actor comenzó a derrumbarse. Iba a expresar su remordimiento, pero el nagual lo detuvo en seco y, enérgicamente, le recalcó que cuando la muerte estaba tan cerca, los remordimientos tenían muy poca importancia.

El joven actor escuchó con atención. Sin embargo, aunque se sentía muy enfermo, no creía estar en peligro de muerte. Consideraba que su debilidad y su fatiga se debían a la pérdida de sangre.

Cómo si le leyera la mente, el nagual le aseguró que esos pensamientos optimistas estaban fuera de lugar, que la hemorragia podría haberle sido fatal de no ser por el tapón que él, como curandero, le había creado.

– Cuando te golpeé en la espalda te puse un tapón para evitar que se vaciara tu fuerza vital -le dijo al escéptico joven-. Sin ese freno, el inevitable proceso de tu muerte continuaría sin parar. Si no me crees, te lo demostraré quitando el tapón con otro golpe.

Diciendo esto, el nagual Elías golpeó al joven actor en el costado derecho, junto a las costillas. Un momento después el muchacho se contorsionaba con una tos incontrolable. La sangre le brotaba a bocanadas de la garganta. Otro golpe en la espalda alivió el insoportable dolor que el joven sentía, pero no alivió su miedo. El joven se desmayó.

– Por el momento puedo controlar tu muerte -el nagual le explicó cuando el actor hubo recobrado el sentido-. Por cuanto tiempo puedo controlarla es algo que depende de ti, de la fidelidad con que hagas cuanto yo te ordene.

El nagual dijo que el primer requisito era guardar un absoluto silencio e inmovilidad. Si no quería que se le saliera el tapón, tendría que comportarse como si hubiera perdido completamente la facultad del movimiento y la del habla. Una sola torsión, o un solo suspiro bastarían para reanimar su muerte.

El joven actor, que no estaba habituado a consentir que nadie le sugiriera o le exigiera nada, sintió un arrebato de furia. Al instante en que iba a expresar su enojo, el dolor y las convulsiones se renovaron.

– Si te controlas yo te curaré -prometió el nagual-. Si actúas como el imbécil que eres, podrido por dentro, morirás.

El orgulloso jovenzuelo se quedó pasmado por ese insulto. Nadie lo había tratado nunca de imbécil o de podrido. Quiso expresar su indignación, pero su dolor era tan fuerte que no pudo reaccionar.

– Si quieres que alivie tu dolor tendrás que obedecerme ciegamente -dijo el nagual, con espantosa frialdad-. Respóndeme con una señal de cabeza. Pero sábelo, de una vez por todas, si cambias de idea y actúas como el desvergonzado, retardado mental que eres, te quitaré inmediatamente el tapón y te dejaré morir.

Con sus últimas fuerzas, el actor asintió con un movimiento de cabeza. El nagual le dio una palmada en la espalda y el dolor desapareció. Pero, junto con el quemante dolor, desapareció otra cosa: la niebla que le llenaba la mente. Entonces el joven supo sin entender nada, El nagual volvió a presentarse. Le dijo que se llamaba Elías y que era el nagual. Y el actor supo lo que todo aquello significaba.

El nagual Elías volvió su atención a la semiconsciente Talía. Le acercó la boca al oído izquierdo y le susurró una serie de órdenes para que detuviera el errático movimiento de su punto de encaje. Apaciguó sus temores contándole, en susurros, historias de brujos que habían pasado por la misma situación. Cuando la tuvo bastante tranquila se presentó a ella como lo que en realidad era: un brujo y un nagual. Y le advirtió que iba a tratar de hacer con ella la tarea más difícil de la brujería: moverle el punto de encaje más allá de la esfera del mundo que conocemos.

Don Juan dijo que los brujos con mucha experiencia son capaces de mover su punto de encaje a una posición más allá de aquella que nos permite percibir el mundo que conocemos, pero que sería una tragedia para las personas inexpertas el probar hacerlo. El nagual Elías siempre sostuvo que, de ordinario, no se le habría ocurrido ni soñar con semejante hazaña, pero ese día algo que no era su conocimiento o su voluntad lo obligaba a actuar. La maniobra dio resultado: Talía movió su punto de encaje más allá del mundo que conocemos y regresó a salvo.


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