– Usted, don Juan, me ha enseñado más que nadie en mi vida -protesté.
– Te he enseñado muchas cosas a fin de fijar tu atención -dijo-. Pero tú jurarías que esa enseñanza ha sido la parte importante. Y no es así.
"Hay muy poco valor en la instrucción. Los brujos sostienen que el descenso del espíritu es lo único que importa, porque el espíritu mueve el punto de encaje. Y ese movimiento, como bien lo sabes, depende del aumento de energía y no de la instrucción.
Hizo luego una afirmación incongruente. Dijo que si cualquier ser humano llevara a cabo una serie de acciones específicas y sencillas, podría aprender a llamar al espíritu a que mueva su punto de encaje.
Señale que se estaba contradiciendo a si mismo. A mi modo de ver, una serie de acciones implicaba instrucciones y significaba procedimientos.
– En el mundo de los brujos sólo hay contradicciones de términos -replicó-. En la práctica no hay contradicciones. La serie de acciones que tengo en mente surge del estar consciente de ser. Para estar consciente de esa serie, por cierto, se necesita un nagual, porque el nagual es quien proporciona una oportunidad mínima, pero esa oportunidad mínima no es instrucción, como las instrucciones que se necesitan para aprender a manejar una máquina. La oportunidad mínima consiste en que lo hagan a uno consciente del espíritu.
Explicó que la serie de acciones a las que se refería requerían primeramente estar consciente de que la importancia personal es la fuerza que mantiene fijo al punto de encaje. Luego, que si se restringe la importancia personal, la energía que naturalmente requiere y emplea queda libre. Y finalmente, que esa energía libre y no malgastada es la que llama al espíritu y sirve entonces como un trampolín automático que lanza al punto de encaje, instantáneamente y sin premeditación, a un viaje inconcebible.
Dijo también que una vez que se ha movido el punto de encaje, puesto que el movimiento en sí representa un alejamiento de la imagen de sí, se desarrolla un claro y fuerte vínculo de conexión con el espíritu. Comentó que, después de todo, era la imagen de sí lo que había desconectado al hombre del espíritu.
– Como ya te lo he dicho -prosiguió don Juan-, la brujería es un viaje de retorno. Retornamos al espíritu, victoriosos, después de haber descendido al infierno. Y desde el infierno traemos trofeos. El puro entendimiento es uno de esos trofeos.
Le dije que la dicha serie de acciones parecía muy fácil y simple, en palabras, pero que, cuando se trataba de llevarla a cabo, uno se encontraba que era la antítesis de la facilidad y la simpleza.
– La dificultad en llevar a cabo esta simple serie -dijo- es que casi nadie está dispuesto a aceptar que necesitamos muy poco para ejecutarla. Se nos ha preparado para esperar instrucciones, enseñanzas, guías, maestros. Y cuando se nos dice que no necesitamos de nadie, no lo creemos. Nos ponemos nerviosos, luego desconfiados y finalmente enojados y desilusionados. Si necesitamos ayuda no es en cuestión de métodos, sino en cuestión de énfasis. Si alguien nos pone énfasis en que necesitamos reducir nuestra importancia personal, esa ayuda es real.
"Los brujos dicen que no deberíamos necesitar que nadie nos convenza de que el mundo es infinitamente más complejo que nuestras más increíbles fantasías. Entonces ¿por qué somos tan pinches que siempre pedimos que alguien nos guíe, si podemos hacerlo nosotros mismos? Qué pregunta, ¿eh?
Don Juan no dijo nada más. Por lo visto, quería que yo meditara sobre esa cuestión. Pero yo tenía otras cosas en la mente. El hecho de acordarme de lo que pasó en Guaymas había socavado ciertos cimientos y necesitaba desesperadamente reafirmarlos. Rompí el prolongado silencio para expresar mi preocupación. Le dije que había llegado a aceptar la posibilidad de que yo olvidara incidentes completos, de principio al fin, si habían ocurrido en la conciencia acrecentada. Hasta aquel día yo había sido capaz de recordar todo cuanto había hecho bajo su guía en mi estado de conciencia normal. Sin embargo ese desayuno con él en Nogales no estaba en mi memoria antes de que yo me acordase de él, como si hubiera acontecido en la conciencia acrecentada y, sin embargo, debió tener lugar en la conciencia del mundo cotidiano.
– Olvidas algo esencial -dijo-. Basta la presencia del nagual para mover el punto de encaje. Siempre te he llevado la cuerda con eso del golpe del nagual. El golpe entre los omóplatos que siempre te doy para que entres en la conciencia acrecentada es el chupón de brujo. Sólo sirve para tranquilizar, para borrar las dudas. Como ya te lo he dicho, los brujos utilizan ese golpe físico para sacudir el punto de encaje por primera vez; después lo único que hace es dar confianza al aprendiz.
– Entonces ¿cómo se mueve el punto de encaje, don Juan? -pregunté, haciendo gala de una estupidez descomunal.
– ¡Qué pregunta! -respondió, con el tono de quien está a punto de perder la paciencia.
Pareció dominarse y sonrió, sacudiendo la cabeza en un gesto de resignación.
– Mi mente está regida por el principio de causa y efecto -dije.
Tuvo uno de sus habituales ataques de inexplicable risa; inexplicable desde mi punto de vista, por supuesto. Le debió parecer que yo tenía cara de enojado, pues me puso la mano en el hombro.
– Me río así, periódicamente, cada vez que me recuerdas que eres un demente -dijo-. Tienes ante tus propios ojos la respuesta a todo lo que me preguntas y no la ves. Creo que la demencia es tu maldición.
Tenía los ojos tan brillantes, tan increíblemente llenos de picardía, que yo también acabé riendo.
– He insistido hasta el cansancio en que no hay procedimientos en la brujería -prosiguió-. No hay métodos ni pasos. Lo único que importa es el descenso del espíritu y el movimiento del punto de encaje y no hay procedimiento que pueda causarlo. Es un efecto que sucede por sí sólo.
Me empujó como para enderezarme los hombros; luego me escudriñó, mirándome a los ojos. Mi atención quedó fija en sus palabras.
– Veamos cómo te figuras esto -dijo-. Acabo de decirte que el movimiento del punto de encaje sucede por sí mismo. Pero también te he dicho que la presencia del nagual mueve el punto de encaje, y que el modo en que el nagual enmascara el no tener compasión ayuda o dificulta ese movimiento. ¿Cómo resolverías esa contradicción?
Confesé que había estado a punto de preguntarle acerca de esa contradicción. Y también le dije que ni se me ocurría cómo resolverla. Yo no era brujo practicante.
– ¿Qué eres, entonces? -preguntó.
– Soy un estudiante de antropología que trata de comprender qué hacen los brujos.
Mi aseveración no era del todo cierta, pero tampoco era una mentira.
Don Juan rió hasta que le corrían lágrimas.
– Es demasiado tarde para eso -dijo, secándose los ojos-. Tu punto de encaje ya se ha movido. Y es precisamente ese movimiento lo que convierte a uno en brujo.
Según dijo, lo que parecía ser una contradicción era, en realidad, las dos caras de la misma moneda. El nagual, al ayudar a destruir el espejo de la imagen de sí, insta al punto de encaje a moverse. Pero quien lo mueve, en verdad, es el espíritu, lo abstracto; algo que no se ve ni se siente; algo que no parece existir, pero existe. Por este motivo, los brujos dicen que el punto de encaje se mueve de por si sólo. O dicen que quien lo mueve, es el nagual, porque el nagual, siendo el conducto de lo abstracto, puede expresarlo mediante sus actos.
Miré a don Juan con una pregunta en los ojos.
– El nagual mueve el punto de encaje, y sin embargo, no es él quien efectúa el movimiento -aclaró don Juan-. O tal vez sería más apropiado decir que el espíritu se expresa de acuerdo a la impecabilidad del nagual; es decir, el espíritu puede mover el punto de encaje con la mera presencia de un nagual impecable.
Recalcó que este punto es de sumo valor para los brujos y que si no lo entendían bien, especialmente un nagual, volvían a la importancia personal y, por lo tanto, a la destrucción.