Ése era el método de mi padre: eliminar de la historia la línea tras la cual todo parece acartonado y arcano. En vez de fechas y grandes nombres, la historia se componía, para él, de libros e ideas. Durante un par de años más siguió los consejos de McBee en Princeton, y después de graduarse se los llevó al oeste y acabó haciendo un doctorado sobre el Renacimiento italiano en la Universidad de Chicago. A eso le siguió un año de trabajo como becario en Nueva York, hasta que Ohio State le ofreció un puesto permanente como profesor de historia del Quattrocento y él no dejó escapar la oportunidad de volver a casa. Mi madre, una contable cuyos gustos llegaban a Shelley y Blake, se hizo cargo de la librería de Columbus tras la jubilación de mi abuelo y entre ambos me educaron en el seno de la bibliofilia como otros niños son educados en el seno de la religión.

A los cuatro años ya acompañaba a mi madre a conferencias. A los seis, conocía mejor las diferencias entre el pergamino y la vitela que entre un cromo y otro. Antes de cumplir los diez, había pasado por mis manos una media docena de ejemplares de la obra maestra del mundo de la imprenta, la Biblia de Gutenberg. Pero no recuerdo un solo momento de mi vida en el que no fuera consciente de cuál era la Biblia de nuestra pequeña fe particular: la Hypnerotomachia.

– Es el último de los grandes misterios renacentistas, Thomas -me sermoneaba mi padre, igual que McBee debió de sermonearlo a él-. Pero nadie ha estado ni siquiera cerca de resolverlo.

Tenía razón: nadie lo había hecho. Por supuesto, fue sólo décadas después de su publicación cuando alguien se dio cuenta de que debía ser resuelto. Eso ocurrió cuando un erudito hizo un extraño descubrimiento. Al juntar las letras iniciales de los capítulos de la Hypnerotomachia, se obtiene un acróstico en latín: Poliam Frater Franciscus Columna Peramavit, que quiere decir: «El hermano Francesco Colonna amó intensamente a Polia». Y teniendo en cuenta que Polia es el nombre de la mujer a la cual busca Polifilo, otros eruditos comenzaron a preguntarse quién había sido el verdadero autor de la Hypnerotomachia. El libro no lo dice, y ni siquiera Aldus, el impresor, llegó a saberlo. Pero a partir de entonces fue moneda corriente suponer que el autor había sido un fraile italiano llamado Francesco Colonna. Entre los miembros de un pequeño grupo de investigadores, y en particular entre aquéllos inspirados por McBee, se volvió habitual también suponer que el acróstico era apenas una mínima insinuación de todos los secretos que el libro guardaba. Ese grupo se enfrentó a la misión de descubrir el resto.

A mi padre, los quince minutos de fama le llegaron con un documento descubierto durante el verano en que yo tenía quince años. Ese año -el anterior al accidente- mi padre me llevó de viaje de investigación a un monasterio del sur de Alemania, y luego a las bibliotecas vaticanas. En Italia, compartíamos un apartamento con dos camas plegables y un equipo de sonido prehistórico. Cada mañana, durante cinco semanas, con la precisión de un castigo medieval, mi padre escogía de los discos que había traído una nueva obra maestra de Corelli, y me despertaba con el sonido de violines y clavicémbalos a las siete y media en punto, recordándome que el oficio de investigar no espera a nadie.

Al levantarme, me lo encontraba afeitándose en el lavabo, o planchando sus camisas, o contando los billetes de su cartera, siempre tarareando al son de la melodía. Aunque no era muy alto, cuidaba cada palmo de su aspecto: se recortaba las canas de su pelo marrón y grueso igual que un florista escoge los pétalos marchitos de una rosa para arrancarlos. Había en mi padre una vitalidad interior que intentaba proteger, una vivacidad que, según él, se veía disminuida por las patas de gallo que le salían en las esquinas de los ojos, por las arrugas de pensador que cruzaban su frente, y cada vez que los interminables anaqueles de libros entre los que pasábamos el tiempo empezaban a desgastarme la imaginación, mi padre me comprendía sin esfuerzo. A la hora de comer, salíamos a la calle en busca de repostería fresca y gelato; cada tarde, me llevaba a la ciudad para hacer turismo. Una noche, en Roma, visitamos las fuentes de la ciudad y me dijo que echara un penique en cada una.

– Uno por Sarah y Kristen -dijo en la Barcaccia -. Por que sanen al fin sus corazones rotos.

Justo antes de nuestro viaje, mis hermanas habían pasado por sendas separaciones, ambas muy dolorosas. Mi padre, que nunca tuvo muy buena opinión de sus novios, consideraba que lo sucedido era, en el fondo, una bendición.

– Una por tu madre -dijo en la Fontana del Tritone-. Por soportarme.

Cuando la universidad se negó a financiar el viaje, mi madre empezó a mantener la librería abierta los domingos para ayudar a pagarlo.

– Y una por nosotros -dijo en Quattro Fiumi-. Por que encontremos lo que estamos buscando.

Pero nunca supe exactamente qué estábamos buscando… hasta que tropezamos con ello. Sólo sabía que mi padre estaba convencido de que los estudios sobre la Hypnerotomachia habían llegado a un punto muerto, sobre todo porque el bosque estaba ocultando los árboles. Mi padre insistía, tras soltar un puñetazo sobre la mesa, en que los eruditos que estaban en desacuerdo con él se empeñaban en negar la evidencia. El libro era demasiado difícil para intentar comprenderlo desde dentro, decía; la mejor aproximación era buscar documentos que diesen una pista sobre la identidad del autor y las razones que le llevaron a escribirlo.

De hecho, mi padre se granjeó muchas enemistades a causa de su estrecha visión de la verdad. Si no hubiera sido por el descubrimiento que hicimos aquel verano, muy pronto mi familia habría empezado a depender enteramente de la librería. Pero la Dama Fortuna le sonrió a mi padre, y lo hizo apenas un año antes de quitarle la vida.

Estábamos buscando incansablemente la pista que mi padre había perseguido durante años en la tercera planta de una de las bibliotecas vaticanas, en los anaqueles de un pasillo tan remoto que los monjes limpiadores nunca habían llegado a limpiar, cuando encontró una carta inserta entre las páginas de una gruesa historia familiar. Fechada dos años antes de la publicación de la Hypnerotomachia, la carta estaba dirigida al confesor de una iglesia local, y contaba la historia de un descendiente de la clase alta romana. Su nombre era Francesco Colonna.

Es difícil recrear la emoción de mi padre al ver el nombre. Sus gafas de montura de alambre -que, cuanto más leía, más le resbalaban por el puente de la nariz- le aumentaban los ojos de tal manera que éstos se volvieron la medida de su curiosidad y lo primero y lo último que la gente recordaba de él.

En aquel momento, mientras mi padre medía el alcance del hallazgo, toda la luz de la habitación pareció converger en el interior de aquellos ojos. La carta había sido redactada por una mano torpe, en mal toscano, como si el autor no estuviera acostumbrado a esa lengua o incluso al acto de escribir. La carta se entretenía en rodeos que a veces no se dirigían a nadie en particular y a veces se dirigían a Dios. El autor pedía disculpas por no escribir en latín o en griego, pues desconocía ambas lenguas. Y luego, por fin, se disculpaba por lo que había hecho.

«Perdóname, Padre Santo, pues he matado a dos hombres. Fue mi propia mano la que blandió la espada, pero no fue idea mía. Fue mi señor, Francesco Colonna, quien me ordenó hacerlo. Ten misericordia de nosotros.»

La carta sostenía que los asesinatos formaban parte de un plan tan intrincado, que alguien tan simple como el autor de la carta no hubiera sido capaz de diseñarlo. Las dos víctimas eran para Colonna sospechosos de traición y, siguiendo sus instrucciones, fueron enviados a una misión inusual. Recibieron una carta para que la entregaran en una iglesia fuera de las murallas de Roma, donde un tercer hombre les estaría esperando. Bajo amenaza de pena de muerte, debían abstenerse de leer la carta, de perderla, incluso de tocarla con las manos desnudas. Así comenzaba la historia del lacayo romano que mató a los mensajeros en San Lorenzo.


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