Curry no tardó en lanzar acusaciones, pero Taft las negó todas. La policía les informó de una cadena de robos locales y mostró poco interés en la desaparición de unos cuantos libros viejos. Pero mi padre, que llegó en mitad de la tormenta, se puso de inmediato de lado de Curry. Ambos le dijeron a Taft que preferían no volverlo a ver; mi padre explicó que tenía un billete para Columbus, que partiría a la mañana siguiente y que no tenía intenciones de regresar. Richard Curry y él se despidieron mientras Taft los miraba en silencio.
Así terminó la etapa de formación de la vida de mi padre y el año que puso en marcha, por sí solo, toda la relojería de su identidad futura. Cuando pienso en ello, me pregunto si a los demás no nos sucede lo mismo. La madurez es un glaciar que invade silenciosamente la juventud.
Cuando llega, la impronta de la juventud se hiela de repente, y nos congela para siempre en la imagen de nuestro último gesto, la postura en que estábamos cuando comenzó la edad de hielo. Las tres facetas de Patrick Sullivan, cuando el frío comenzó a apoderarse de él, eran las de marido, padre y académico. Las tres lo marcaron hasta el fin de sus días.
Tras el robo del diario del capitán, Taft desapareció de la vida de mi padre, pero con el tiempo resurgió como el tábano de su carrera, pisándole siempre los talones. Curry perdería todo contacto con mi padre durante más de tres años, hasta su boda. La carta que le escribió entonces era un tanto inquietante, porque hablaba, sobre todo, de los días más oscuros de sus vidas. Las primeras palabras felicitaban a los novios; el resto hacía referencia a la Hypnerotomachia.
Pasó el tiempo y sus mundos se fueron alejando. A Taft, gracias al impulso de los primeros años, le concedieron una beca de investigación permanente en el prestigioso Instituto de Estudios Avanzados, donde Einstein había trabajado cuando vivía cerca de Princeton. Era un honor que de seguro mi padre envidiaba, y que liberaba a Taft de todas las obligaciones de un profesor universitario: con la excepción de los consejos que daba a Paul y a Bill Stein, el viejo oso nunca tuvo que soportar a ningún estudiante, nunca tuvo que dar una clase. Curry obtuvo un puesto de importancia en la casa de subastas Skinner's, en Boston, y a partir de entonces no hizo sino escalar hacia el éxito profesional. En la librería de Columbus donde mi padre había aprendido a caminar, ahora había tres niños que lo mantenían lo bastante ocupado como para que olvidara, por un instante, la impresión permanente que le había dejado su experiencia en Nueva York. Los tres hombres, separados por el orgullo y el azar, encontraron formas de reemplazar la Hypnerotomachia, sucedáneos que ocuparon el lugar de una búsqueda incompleta. Una vez más, el reloj generacional completó una vuelta completa y el tiempo convirtió en extraños a quienes habían sido amigos. Francesco Colonna, dueño de la llave que daba cuerda al reloj, debió de creer entonces que su secreto estaba a salvo.
Capítulo 7
– ¿Hacia dónde? -le pregunto a Paul mientras la biblioteca desaparece a nuestra espalda.
– Hacia el museo de arte -dice, encorvándose para mantener seco el atado de trapos.
Para llegar allí pasamos frente a Murray-Dodge, un edificio semejante a un sarpullido de piedra que se erige en el norte del campus. En su interior, una compañía de teatro estudiantil representa Arcadia, de Tom Stoppard, la última obra que Charlie tuvo que leer para Literatura 151w, y la primera que veremos juntos: tenemos entradas para la función del domingo. La voz de Thomasina, la niña prodigio de trece años que aparece en la obra y que la primera vez que leí el texto me hizo pensar en Paul, nos llega por encima de las paredes del escenario, semejantes a las de una caldera.
«-Si pudieras detener cada átomo en su posición y dirección, dice, y si tu mente fuera capaz de abarcar todas las acciones que quedarían suspendidas en ese momento, y si además fueras bueno para el álgebra, bueno de verdad, podrías escribir la fórmula del futuro.»
«-Sí -tartamudea su tutor, exhausto por la forma en que funciona la mente de la niña-. Sí: que yo sepa, eres la primera persona que ha pensado en ello.»
Desde una cierta distancia, la entrada principal al museo de arte parece estar abierta, lo cual, en una noche de día festivo, es un pequeño milagro. Los conservadores del museo son gente rara: la mitad son apocados como un bibliotecario, y la otra mitad son temperamentales como un artista. Uno tiene la impresión de que la mayoría preferirían dejar que un niño manche un Monet antes que permitir la entrada de un estudiante al museo cuando no es estrictamente necesario.
El McCormick Hall, sede del departamento de Historia del Arte, está frente al museo. La pared de la entrada es un panel de vidrio; al acercarnos, los guardias de seguridad nos observan desde su pecera. Tal como ocurría en una de las exposiciones de arte vanguardista que Katie me llevó a ver, y que no entendí, aquellos hombres tienen toda la apariencia de ser reales, pero permanecen perfecta, silenciosamente inmóviles. Sobre la puerta hay un cartel que dice reunión del consejo de administración del museo de arte. En letra más pequeña se añade: «El museo está cerrado al público». Dudo un instante, pero Paul entra sin ni siquiera llamar.
– Richard -dice en la sala principal.
Un puñado de patronos se dan la vuelta y nos miran, embobados, pero ningún rostro nos es familiar. Las paredes de la planta principal están salpicadas de lienzos, ventanas de color en mitad de una casa deprimentemente blanca. En la habitación contigua, sobre pilares de un metro de altura, hay varias vasijas griegas reconstruidas.
– Richard -repite Paul, esta vez en voz más alta.
La cabeza calva de Curry se gira sobre su cuello largo y grueso. Curry es alto y enjuto; lleva un traje oscuro de raya diplomática y una corbata roja. Cuando ve a Paul caminar hacia él, sus ojos oscuros se llenan de afecto. Su mujer murió sin descendencia hace unos diez años, y ahora el hombre considera a Paul su único hijo.
– Chicos -dice con calidez extendiendo los brazos, como si fuéramos niños, y enseguida se dirige a Paul-. No esperaba verte tan pronto. Pensé que terminarías mucho más tarde. Qué agradable sorpresa. -Se toquetea los gemelos con los dedos; sus ojos se llenan de placer. Se acerca para estrechar la mano que Paul le ofrece-. ¿Cómo estáis?
Sonreímos. La voz enérgica de Curry contradice su edad, pero por lo demás es evidente que la jauría del tiempo lo acecha. Desde la última vez que lo vi, hace apenas seis meses, han aparecido señas de rigidez en sus movimientos, y tras la piel de su rostro se ha formado un vacío muy leve. Ahora, Richard Curry es dueño de una gran casa de subastas de Nueva York y forma parte del consejo de administración de museos mucho más grandes que éste; pero según Paul, desde que la Hypnerotomachia desapareció de su vida, la carrera que la reemplazó no ha sido más que un oficio lateral, un intento de olvidar el pasado. Nadie parecía más sorprendido de su éxito, y a la vez menos impresionado por él que el mismo Curry.
– Ah -dice ahora, dándose la vuelta como si fuera a presentarnos a alguien-. ¿Habéis visto las pinturas?
A su espalda hay un lienzo que no he visto antes. Miro alrededor y me doy cuenta de que los cuadros que hay en las paredes no son los que suele haber aquí.
– Estos cuadros no son de la colección de la universidad -dice Paul.
Curry sonríe.
– No, no lo son. Todos los miembros del consejo ha traído algo esta noche. Hicimos una apuesta para ver quién podía dar en préstamo más cuadros.
Curry, el viejo jugador de fútbol americano, conserva en su manera de hablar un residuo de sus tiempos de retos y riesgos y apuestas entre caballeros.
– ¿Quién ha ganado? -pregunto.