Para mí, la historia de Hogue fue la gran noticia de ese verano; lo único que podía hacerle competencia fue mi descubrimiento de que la primavera anterior Playboy había sacado una edición llamada Mujeres de la Ivy League. Para Paul, sin embargo, fue mucho más que eso. Paul, que insistió siempre en recubrir su propia vida con un barniz ficticio, fingiendo que había comido suficiente cuando no era cierto, fingiendo que no tenía ordenador porque los ordenadores no le gustaban, se identificó con un hombre que se sentía acosado por la verdad. Una de las pocas ventajas de venir de la nada, como en el caso de Paul y James Hogue, es gozar de la libertad de reinventarse a uno mismo. De hecho, cuanto más conocí a Paul, mejor entendí que no se trataba de una libertad, sino de una obligación.

Capítulo 9

Creo que fue mi padre quien me dijo que un buen amigo es aquel que se arriesga por ti cuando se lo pides, y un gran amigo el que no espera a que se lo pidas. En la vida de una persona es tan poco frecuente encontrar un gran amigo, que verte rodeado de tres al mismo tiempo es casi antinatural.

Los cuatro nos conocimos una fría noche de otoño, en segundo. Paul y yo habíamos empezado ya a pasar mucho tiempo juntos, y Charlie -que el primer día de clases había irrumpido en la habitación de Paul ofreciéndose para ayudarle a deshacer las maletas-, vivía en una habitación sencilla, al fondo del pasillo. Convencido de que no hay nada peor que estar solo, Charlie se mantenía siempre al acecho de nuevos amigos.

De inmediato, Paul sintió cierto recelo hacia aquel personaje imponente y desenfrenado que cada dos por tres llamaba a la puerta con una nueva aventura en mente. La constitución atlética de Charlie parecía infundirle miedo, como si de niño hubiera sido torturado por un matón de aspecto similar. Por mi parte, me sorprendió ver que Charlie no se cansaba de nosotros y de nuestro carácter reposado. Pasé la mayor parte de ese primer semestre convencido de que Charlie nos abandonaría por compañeros más parecidos a él. Le había puesto la etiqueta de niño deportista de familia rica, una de esas personas cuya madre es neurocirujana y cuyo padre es ejecutivo, que pasa por el instituto sin mayores problemas y llega a Princeton con la sola intención de divertirse y graduarse con unas calificaciones medias.

Ahora, todo eso me hace gracia. La verdad era que Charlie había crecido en el corazón de Filadelfia, recorriendo los barrios más peligrosos de la ciudad en ambulancia con un grupo de voluntarios. Era un chico de clase media de una escuela pública; su padre era representante regional de ventas de una empresa química de la Costa Este, y su madre enseñaba ciencias en séptimo grado. Cuando cursó la petición de acceso a la universidad, sus padres le explicaron claramente que cualquier matrícula que sobrepasara los costes de una universidad estatal correría por su cuenta. El día en que Charlie llegó al campus, había pedido tantos préstamos estudiantiles que debía más dinero del que deberíamos el resto el día de nuestra graduación. Paul, de origen más humilde, había recibido una beca que cubría sus muchas necesidades.

Tal vez por eso -con la excepción de Paul durante el mes de insomnio que precedió a la fecha de entrega de su tesina- ninguno de nosotros trabajaba tanto y dormía tan poco como Charlie. Esperaba que el dinero le permitiera llegar a la cumbre, y para justificar sus sacrificios, se sacrificaba todavía más. No era tarea fácil mantener cierto sentido de la identidad en una universidad en la que sólo uno de cada quince estudiantes es negro y sólo la mitad de ellos son hombres. Pero la identidad de Charlie, en cualquier caso, distaba mucho de ser convencional. Tenía una personalidad arrolladora y una extraordinaria ambición, y desde el principio me pareció que nosotros vivíamos en su mundo, no él en el nuestro.

Por supuesto que nada de esto lo sabíamos aquella noche de octubre, sólo seis semanas después de conocerlo, cuando se presentó en la puerta de Paul con el plan más arriesgado hasta la fecha. Desde la Guerra de Secesión, más o menos, los estudiantes de Princeton habían adquirido la costumbre de robar el badajo de la campana de Nassau Hall, el edificio más antiguo del campus. La idea original era que si la campana no podía anunciar el comienzo del nuevo año académico, el nuevo año académico no podría comenzar. Ignoro si alguien ha llegado a creerlo, pero sí sé que el robo del badajo se volvió una tradición y que los estudiantes lo intentaban todo para llevarlo a cabo, desde abrir candados hasta escalar paredes. Después de más de cien años, la administración estaba tan harta del asunto, y tan preocupada por la posibilidad de una demanda, que finalmente anunció que el badajo había sido retirado. Pero Charlie tenía información que indicaba lo contrario. La noticia era una patraña, dijo; el badajo estaba intacto. Y esa noche, con nuestra ayuda, él lo robaría.

No es necesario explicar que entrar subrepticiamente en un monumento histórico con llaves robadas, para luego huir de los vigilantes corriendo con mi pierna mala, y todo eso por un badajo sin valor y un cuarto de hora de fama universitaria, no me parecía la mejor idea del mundo. Pero cuanto más exponía Charlie su caso, más fácil era entender sus razones: si los de tercero y cuarto tienen sus trabajos de investigación y sus tesinas, y los de segundo escogen sus itinerarios académicos y sus clubes, lo único que les queda a los de primero es correr riesgos o que los cojan en el intento. Los decanos de la universidad nunca iban a ser tan indulgentes como en ese momento, sostenía Charlie. Y cuando insistió en que eran necesarias tres personas, ni una menos, decidimos que la única manera justa de resolver las cosas era votar. En lo que resultó ser una reconfortante prueba de democracia, los dos derrotamos a Paul por una leve diferencia, y Paul, a quien nunca le ha gustado dar demasiado la lata, se dio por vencido. Aceptamos vigilar mientras Charlie entraba y, tras planear el ataque, reunimos tanta ropa negra como pudimos y a medianoche partimos hacia Nassau Hall.

Ahora bien, antes he dicho que el nuevo Tom -el que sobrevivió al terrible accidente y vivió para seguir luchando- estaba hecho de un material más valiente y aventurero que el viejo Tom, aquel hombrecillo tímido y modesto. Pero aclaremos algo. Viejo o nuevo, lo único cierto es que no soy ningún héroe. Durante la hora siguiente a nuestra llegada a Nassau Hall, permanecí en mi puesto empapado en sudor; cada sombra me asustaba, cada ruido me estremecía. Y luego, poco después de la una de la noche, sucedió. Cuando los primeros clubes comenzaban a cerrar sus bares, se produjo una migración de estudiantes y agentes de seguridad hacia el campus. Charlie había prometido que en ese momento ya estaríamos lejos de Nassau Hall, pero no se le veía por ningún lado.

Me giré hacia Paul y le dije:

– ¿Por qué tarda tanto?

Pero no hubo respuesta.

Di un paso hacia la oscuridad y volví a llamarlo, escudriñando entre las sombras.

– ¿Qué está haciendo allá arriba?

Pero cuando me asomé, no había ni rastro de Paul. La puerta principal del edificio estaba entreabierta.

Corrí hacia la entrada. Al asomarme alcancé a distinguir a Paul y a Charlie, hablando al fondo del lugar.

– No está -decía Charlie.

– ¡De prisa! -dije-. Se acercan.

De repente surgió una voz de la oscuridad.

– ¡Policía del campus! ¡Quietos!

Me di la vuelta, aterrorizado. La voz de Charlie se hundió en el silencio. Me pareció que Paul soltaba un taco, pero debí escuchar mal.

– Las manos en la cintura -dijo la voz.

La mente se me nubló. Vi periodos de prueba; advertencias de los decanos; expulsiones.

– Las manos en la cintura -repitió la voz, esta vez más fuerte.

Obedecí.

Durante un instante, todo quedó en silencio. Intenté distinguir al vigilante en la oscuridad, pero no pude ver nada.


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