Yo sabía que ella sólo veía en mí a un amigo -solíamos decir, en broma, que hablaba con ella tan libremente como con cualquier hombre-, pero no podía evitar preguntarme si aquella amistad podría convertirse en algo más. Aunque no era la primera vez que me enamoraba, nunca me había atrevido a manifestar mis sentimientos, seguro como estaba de que mi deformidad sólo me granjearía el rechazo y de que lo mejor era esperar hasta haber amasado una fortuna que pudiera ofrecer como compensación. Pero a Kate podía darle otras cosas que ella valoraría: buena conversación, camaradería y un círculo de amigos con las mismas inquietudes.

Aún sigo preguntándome qué habría ocurrido si le hubiera mostrado mis verdaderos sentimientos antes, pero lo cierto es que esperé demasiado. Una noche, me presenté en su casa sin anunciarme y la encontré en compañía de Piers Stackville, hijo de un socio de su padre. Al principio no me preocupé, pues, aunque atractivo como un demonio, Stackville era un joven sin más prendas que una caballerosidad laboriosamente afectada. Pero la vi sonrojarse y reírle sus insulsas gracias: mi Kate transformada en una bobalicona… Desde aquel día, no la oí hablar de otra cosa que no fuera lo que Piers había dicho o hecho, con suspiros y sonrisas que se me clavaban en el corazón.

Al final, le confesé mis sentimientos. Lo hice tarde y torpemente, entre vacilaciones y tartamudeos. Pero lo peor fue su cara de sorpresa.

– Matthew, creía que sólo deseabas mi amistad. Nunca he oído una palabra de amor de tus labios. Parece que me has ocultado muchas cosas.

Le pregunté si era demasiado tarde.

– Si me lo hubieras dicho seis meses antes…, quizá -respondió con tristeza.

– Sé que mi aspecto no es el más apropiado para inspirar pasión.

– ¡Eres injusto contigo mismo! -exclamó Kate con inesperada vehemencia-. Tienes un rostro atractivo y varonil, y modales exquisitos; le das demasiada importancia a tu deformidad, como si fueras el único que la tiene. Te compadeces demasiado de ti mismo, Matthew; eres demasiado orgulloso.

– Entonces…

Kate sacudió la cabeza con los ojos llenos de lágrimas.

– Es demasiado tarde. Quiero a Piers. Va a pedirle mi mano a papá.

Le espeté que Stackville no era lo bastante bueno para ella, que a su lado se moriría de aburrimiento; pero Kate replicó con firmeza que no tardaría en tener hijos y una buena casa de los que ocuparse y me preguntó si no era ése el papel propio de una mujer, el que Dios le había destinado. Estaba destrozado y me marché sin decir nada más.

No volví a verla. Una semana después, la peste se abatió sobre la ciudad como un huracán. La gente empezaba a temblar y sudar, caía en cama por centenares y moría en dos días. La enfermedad acabó con grandes y pequeños, y se llevó tanto a Kate como a su padre. Recuerdo el funeral, que hube de organizar como albacea del difunto, y las cajas de madera descendiendo lentamente al fondo de la fosa. Al mirar a Piers Stackville por encima del ataúd, su demudado rostro me dijo que amaba a Kate tanto o más que yo. Movió la cabeza en un gesto de silenciosa condolencia y yo hice lo propio con una tenue y triste sonrisa. Di gracias a Dios porque al menos había conseguido liberarme de la creencia en el purgatorio, cuyas penas habría debido soportar Kate. Sabía que un alma tan pura como la suya estaría en el cielo, descansando entre los bienaventurados.

Las lágrimas acuden a mis ojos mientras escribo estas palabras, como acudieron aquella primera noche en Scarnsea. Las dejé rodar por mis mejillas en silencio, por miedo a despertar a Mark con mis sollozos y obligarlo a presenciar tan embarazosa escena. Purificado por el llanto, me dormí.

Sin embargo, la pesadilla volvió a asaltarme esa noche. Hacía meses que no soñaba con la muerte de la reina Ana, pero ver el cadáver de Singleton me había turbado profundamente. Una vez más, estaba en la explanada de la Torre una hermosa mañana de primavera, entre la inmensa multitud que rodeaba el patíbulo cubierto de paja. Estaba en primera fila; lord Cromwell había ordenado que todos sus servidores asistiéramos a la caída de la reina y nos identificáramos con ella. El propio vicario general estaba a unos pasos de mí. Había hecho fortuna como partidario de Ana Bolena, para acabar urdiendo la acusación de adulterio que había consumado la desgracia de la reina. Permanecía con el entrecejo severamente fruncido, como la encarnación de la justicia punitiva.

De pie, junto al tajo, a cuyo alrededor había esparcida abundante paja, el verdugo llegado de Francia aguardaba con los brazos cruzados y la cabeza oculta bajo la siniestra capucha negra. Busqué con la mirada la espada que, a petición de la propia reina, había traído consigo para asegurarle una muerte rápida, pero no conseguí verla. Tenía la cabeza respetuosamente inclinada, pues me acompañaban algunos de los hombres más importantes del país: el lord canciller Audley, sir Richard Rich, el conde de Suffolk…

Estábamos inmóviles como estatuas y en absoluto silencio, mientras detrás de nosotros la muchedumbre parloteaba animadamente. El manzano que hay en la explanada estaba en flor, y un mirlo posado en una rama alta cantaba ajeno a la multitud. Alcé los ojos hacia él y no pude por menos que envidiar su libertad.

La reina apareció en medio de un murmullo de expectación. Iba escoltada por sus damas de honor, un capellán vestido con sobrepelliz y varios guardias con uniforme rojo. Pálida y consumida, caminaba con los huesudos hombros encorvados bajo la blanca capa y el pelo recogido bajo una cofia. Avanzaba hacia el tajo volviendo la cabeza constantemente, como si esperara la llegada de un mensajero con el indulto del rey. Había pasado nueve años en el corazón de la corte, pero seguía sin comprender nada; aquel gran espectáculo no se detendría. Cuando llegó al centro del cadalso, sus grandes y ojerosos ojos castaños miraron a su alrededor desesperadamente, buscando, como los míos, la espada.

En mi sueño no hay largos preliminares; ni interminables rezos ni discurso de la reina rogándonos que oremos por la vida del rey. En mi sueño, Ana Bolena se arrodilla de inmediato frente a la muchedumbre y empieza a rezar. Vuelvo a oír sus débiles y ásperas súplicas, repetidas una y otra vez: «¡Jesús, recibe mi alma! ¡Dios Misericordioso, ten piedad de mí!» Luego, el verdugo se agacha y coge la espada, que permanecía oculta bajo la paja. «Así que ahí estaba…», me digo y, un instante después, tenso el cuerpo y ahogo un grito mientras el arma corta el aire tan deprisa que el ojo apenas puede seguirla y la cabeza de la reina salta sobre el tajo y cae en medio de un gran chorro de sangre. Una vez más, reprimo una arcada y cierro los ojos mientras la muchedumbre exhala un gran murmullo, puntuado por algún «¡Hurra!» aislado. Vuelvo a abrirlos al oír la frase preceptiva, apenas inteligible en boca del verdugo francés: «Así mueren todos los enemigos del rey.» Tanto la paja como las ropas del esbirro, que sostiene en alto la goteante cabeza de la reina, están empapadas en la misma sangre que sigue manando a borbotones del cadáver.

Los papistas dicen que en ese momento las velas de la iglesia de Dover se encendieron solas, una más de las muchas y absurdas leyendas que circularon por el país; pero yo puedo atestiguar que, en la cabeza decapitada de la reina, los ojos se movieron y recorrieron la multitud, y los labios temblaron como si quisieran hablar. Alguien chilló a mis espaldas, y un murmullo de sobrecogimiento se elevó de la muchedumbre mientras las abullonadas mangas de los vestidos de fiesta se alzaban hasta las frentes para hacer la señal de la cruz. En realidad, cuando los movimientos cesaron habían transcurrido menos de treinta segundos, y no la media hora de la que se hablaría luego. Pero en mi pesadilla reviví cada uno de esos segundos rezando para que aquellos espantosos ojos se estuvieran quietos de una vez. De pronto, cuando el verdugo arrojó la cabeza al cajón que haría las veces de ataúd y el cráneo golpeó la madera con un ruido seco, me desperté ahogando un grito y comprendí que estaban llamando a la puerta.


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