– Estaba ahí.

En mi opinión, la misa debería ser una sencilla ceremonia en inglés, para que los hombres pudieran meditar sobre su relación con Dios, sin la distracción de un decorado aparatoso ni de las fiorituras del latín. Tal vez por eso, o quizá por los hechos que habían ocurrido allí, al contemplar el adornado altar a la tenue luz de las velas, tuve una súbita percepción del mal, tan intensa que me estremecí. La percepción, no de un crimen ordinario, ni de unos cuantos pecados furtivos, sino del mal mismo en acción.

– Hace veinte años que profesé -dijo el hermano Gabriel con el rostro ensombrecido por la tristeza-. En los días más oscuros y fríos del invierno, durante los maitines, contemplaba el altar, y fuera cual fuese el peso que agobiara mi alma, se desvanecía con el primer rayo de sol que se filtraba por la vidriera del lado este. Me sentía lleno de la promesa de luz, de la promesa de Dios. Pero ahora nunca podré mirar el altar sin que aquella escena acuda a mi mente. Fue obra del Diablo.

– No obstante, hermano -murmuré-, el autor del crimen fue un hombre, y mi misión es encontrarlo. -Volví al coro, me senté en uno de los bancos e indiqué al sacristán que se sentara a mi lado-. Cuando descubristeis aquella atrocidad, hermano Gabriel, ¿qué hicisteis?

– Le dije al hermano Andrew que debíamos comunicárselo al prior. Pero en ese momento se abrió la puerta que comunica con los dormitorios y un hermano se acercó corriendo y nos dijo que habían asesinado al comisionado. Entonces abandonamos la iglesia con él.

– ¿Y advertisteis que la reliquia había desaparecido?

– No. Eso fue más tarde. Sobre las once, pasé junto a la hornacina y vi que estaba vacía. Sin duda debieron de hacerlo al mismo tiempo.

– Tal vez. Vos también entraríais por la puerta que comunica los dormitorios con la iglesia… ¿Permanece cerrada con llave durante la noche?

– Por supuesto. La abrí yo.

– Así que quien profanó la iglesia tuvo que entrar por la puerta principal, que no se cierra con llave, ¿me equivoco?

– No. Nuestro deseo es que tanto los monjes como los criados y los visitantes puedan entrar en la iglesia siempre que lo deseen.

– Y vos llegasteis poco después de las cinco. ¿Estáis seguro?

– He seguido la misma rutina durante los últimos ocho años.

– Así pues, el intruso que sacrificó el gallo y probablemente también robó la reliquia actuó en la semioscuridad. Tanto la profanación como el asesinato de Singleton se cometieron entre las cuatro y cuarto, cuando Bugge se encontró con el comisionado, y las cinco, cuando vos entrasteis en la iglesia. Fuera quien fuese, trabajó deprisa. Eso implica que conocía muy bien la distribución de la iglesia.

– Sí, no cabe duda -murmuró el sacristán mirándome con atención.

– Pero la gente de la ciudad no suele venir a oír misa al monasterio… Cuando acuden a celebrar fiestas especiales o a rezar a las reliquias, ¿se les permite pasar más allá del cancel?

– No. Al coro y al presbiterio sólo pueden acceder los monjes.

– Entonces, los únicos que conocen todas esas normas y la distribución de la iglesia son los monjes… y algún criado que trabaje aquí, como ese hombre al que he visto encendiendo las velas en la nave.

– Geoffrey Walters tiene setenta años y está sordo -repuso el hermano Gabriel mirándome muy serio-. Los criados de la iglesia llevan años aquí. Los conozco bien y es inconcebible que alguno de ellos haya hecho algo así. Debo discrepar. Creo que podría tratarse de alguien de fuera… -murmuró tras unos instantes de vacilación.

– Os escucho.

– Este otoño, he visto luces en la marisma algunas mañanas, al levantarme; la ventana de mi celda da a ese lado. Creo que los contrabandistas han vuelto a las andadas.

– El abad me habló de ellos. Pero creía que la marisma era peligrosa…

– Lo es. Pero los contrabandistas conocen senderos que pasan junto al montículo en el que se alzan las ruinas de la iglesia primitiva, cerca del río. Se les permite que carguen allí las barcas con lana de contrabando para Francia. El abad se queja a las autoridades de vez en cuando, pero no sirve de nada. Sin duda, algunos funcionarios sacan tajada.

– De modo que alguien que conozca esos senderos podría haber entrado en el monasterio esa noche y vuelto a salir…

– Es posible. En esa zona, el muro está en muy malas condiciones.

– ¿Le habéis comentado alguna vez al abad lo de las luces?

– No. Como ya os he dicho, está cansado de quejarse a las autoridades. He tenido demasiadas preocupaciones para pensar con claridad, pero ahora… -El rostro del sacristán se animó súbitamente-. Tal vez sea ésa la respuesta. Esos hombres son delincuentes, y un pecado puede conducir a otro, incluso al sacrilegio…

– Por supuesto, para la comunidad sería de lo más conveniente que la culpa recayera en alguien de fuera.

– Doctor Shardlake -dijo el sacristán volviéndose hacia mí con viveza-, puede que para vos nuestras oraciones y nuestra devoción a las reliquias de los santos no sean más que ridículas ceremonias realizadas por hombres que llevan una vida fácil mientras fuera el mundo sufre y gime. -Yo me limité a inclinar la cabeza, y el hermano siguió hablando con repentino apasionamiento-: Nuestra vida de oración y culto es un esfuerzo por aproximarnos a Cristo, por estar más cerca de su luz y más lejos del mundo del pecado. Cada oración, cada misa es un intento de acercarnos a él; cada estatua, cada ceremonia y cada fragmento de vitral es un recordatorio de su gloria, un medio que nos ayuda a alejarnos de la maldad del mundo.

– Veo que lo creéis sinceramente, hermano.

– Sé que vivimos más cómodamente de lo que deberíamos y que nuestra ropa y nuestra comida no son las que prescribió san Benito. Pero nuestro propósito es el mismo.

– ¿Buscar la comunión con Dios?

– Sí, y eso no es fácil… -respondió el sacristán mirándome fijamente-. Quien piense lo contrario se equivoca. La humanidad pecadora está llena de impulsos malvados, sembrados por el Demonio. Y no creáis que los monjes somos inmunes, señor. A veces pienso que cuanto más aspiramos a acercarnos a Dios, más empeño pone el Demonio en tentarnos y con más fuerza tenemos que luchar contra él.

– ¿Y se os ocurre alguien que pudiera haber sucumbido a la tentación de asesinar? -le pregunté con calma-. Recordad que hablo con la autoridad del vicario general y, a través de él, con la del rey, cabeza suprema de la Iglesia.

El hermano Gabriel me miró directamente a los ojos.

– No puedo creer que ningún miembro de nuestra comunidad sea capaz de hacer algo así. De otro modo, habría informado al abad. Ya os he dicho que en mi opinión el asesino es alguien de fuera.

Asentí.

– Sin embargo, sabemos que aquí se han cometido graves pecados, ¿no es así? Recordad el escándalo que acabó con el anterior prior… Y un pecado puede llevar a otro mayor.

– Entre… aquellas cosas… y lo que ocurrió la semana pasada hay mucha distancia -murmuró el sacristán ruborizándose-. Además, todo aquello pertenece al pasado -añadió levantándose y alejándose unos pasos.

Yo lo imité y me acerqué a él. Tenía el rostro tenso y la frente cubierta por una película de sudor, a pesar del frío.

– No del todo, hermano. El abad me ha explicado que el castigo de Simón Whelplay se debía en parte a que abrigaba ciertos sentimientos hacia otro monje. Hacia vos.

– ¡Es un niño! -exclamó el sacristán volviéndose con viveza-. Yo no soy responsable de los pecados con que fantaseaba su pobre cabeza. Ni siquiera sabía nada hasta que se confesó con el prior Mortimus; de lo contrario, le habría puesto fin. Sí, es cierto, he yacido con otros hombres, pero me he confesado y arrepentido, y no he vuelto a pecar. Bien, comisionado, ya lo sabéis. Sé que a la gente del vicario general le encantan estas historias.

– Sólo busco la verdad. No hurgaría en vuestra alma por simple diversión.


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