– Cree que esas cosas son necesarias para gobernar bien, y que las exhortaciones a la virtud de los escritores clásicos olvidan las realidades de la vida. «Si un gobernante que desea actuar con rectitud está rodeado de hombres sin escrúpulos, su caída es inevitable.» Mark cortó un trozo de hilo con los dientes. -Es una sentencia amarga.
– Maquiavelo era un hombre amargo. Escribió el libro tras ser torturado por el príncipe Medici, a quien iba dirigido. Si vuelves a Westminster, más vale que no digas a nadie que lo has leído. Allí no lo aprueban.
Ante la mención de Westminster, Mark alzó la vista de inmediato.
– ¿Puedo volver? ¿Lord Cromwell…?
– Tal vez. Hablaremos de eso durante la cena. Estoy cansado y quiero acostarme un rato.
Me levanté del sillón y abandoné la sala. Al chico no le iría mal pensarlo un poco.
Joan no había perdido el tiempo. En mi habitación ardía un buen fuego y mi cama de plumas estaba preparada. Sobre el escritorio había una vela encendida junto a mi posesión más preciada, un ejemplar de la traducción inglesa de la Biblia, recientemente aprobada. Verla allí, iluminada por la vela, convertida en el centro de la habitación, atrayendo la mirada, me tranquilizaba. La abrí y pasé los dedos por las líneas de letras góticas, cuya lustrosa superficie brillaba a la luz de la vela. Junto a ella había un abultado paquete de documentos. Saqué la daga e hice saltar la dura cera del sello, que se desmigajó sobre el escritorio. Dentro había una carta con mi nombramiento escrita con la enérgica letra del propio Cromwell, un volumen encuadernado de la Comperta y diversos documentos relacionados con la inspección de Scarnsea.
Me acerqué a la ventana de losanges y durante unos instantes contemplé el jardín, una tranquila extensión de césped rodeada por una tapia y sumida en la penumbra. Me habría gustado poder quedarme y disfrutar del calor y la comodidad de mi hogar, ahora que se acercaba el invierno. Suspiré y me tumbé en la cama. Los músculos de la espalda me temblaban a medida que se relajaban. Al día siguiente, me esperaba otra larga cabalgada. Esos viajes se me hacían cada vez más pesados y dolorosos.
Mi mal comenzó cuando tenía tres años. Empecé a encorvarme hacia delante y a la derecha, y no hubo aparato que pudiera corregirlo. Cuando cumplí los cinco, me había convertido en un jorobado, y así he seguido hasta el día de hoy. En la granja, envidiaba a los chicos y las chicas de los alrededores, que corrían y jugaban mientras yo me veía obligado a renquear como un viejo y soportar sus burlas. Más de una vez le reproché a Dios su injusticia a gritos.
Mi padre poseía una amplia extensión de tierra cultivable y pastos cerca de Lichfield. Su mayor pena era que yo, el único hijo que le quedaba, nunca podría trabajar en la granja. A mí me dolía tanto más cuanto que nunca me echó en cara mi defecto; sólo recuerdo que un día comentó que cuando fuera demasiado viejo para llevar la granja contrataría a un administrador que trabajara para mí cuando él no estuviera.
Cuando llegó el administrador, yo tenía dieciséis años. Recuerdo que aquel día de verano en que William Poer apareció en casa tuve que morderme los labios para contener una ola de rencor. Era un hombre moreno y corpulento, de rostro franco y rubicundo y grandes y callosas manos, que envolvieron las mías en un fuerte apretón. Ese día también conocí a su mujer, una criatura pálida y delicada, y a Mark, que no era más que un rollizo y desgreñado mocoso que me miraba agarrado a las faldas de su madre, chupándose el pulgar.
Para entonces, ya estaba decidido que iría a Londres a estudiar en los Inns of Court. Si uno tenía un hijo con un mínimo de cerebro y quería asegurarle la independencia económica, lo habitual era enviarlo a estudiar leyes. Mi padre decía que, además de ganarme bien la vida, en el futuro mis conocimientos legales me ayudarían a supervisar la gestión de la granja por parte del administrador. Él pensaba que volvería a Lichfield, pero nunca lo hice. Llegué a Londres en 1518, un año después de que Martín Lutero clavara su desafío al Papa en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg. Recuerdo que, al principio, el ruido, la multitud y, sobre todo, el permanente hedor de la capital se me hicieron difícilmente soportables. Sin embargo, no tardé en encontrar buena compañía tanto en mi alojamiento como en las aulas. Aquéllos ya eran días de controversias, en los que los abogados de Derecho consuetudinario protestaban contra el continuo aumento de las competencias de los tribunales eclesiásticos. Yo me alineé con quienesopinaban que los tribunales del rey estaban siendo despojadosde sus prerrogativas. Porque, si dos hombres discuten sobre la interpretación de un contrato, o una persona calumnia a otra, ¿qué tiene que decir sobre ello un archidiácono? No era un mero deseo cínico de proteger el negocio; la Iglesia se había convertido en un enorme pulpo que extendía sus tentáculos a todos los ámbitos de la vida nacional, sin la autoridad de las Escrituras, para sacar provecho. Leí a Erasmo y empecé a ver mi ingenua sumisión a la Iglesia de mi juventud con ojos totalmente nuevos. Tenía mis propias razones para estar resentido con los monjes, y ahora las veía confirmadas.
Acabé mis estudios y empecé a establecer contactos y a conseguir clientes. Descubrí que tenía unas insospechadas dotes para litigar, que me fueron muy útiles con los jueces más honestos. Y a finales de los años veinte, cuando los problemas del rey con el Papa respecto a la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón empezaban a dividir al país, me presentaron a Thomas Cromwell, un colega que en esos momentos estaba en pleno ascenso al servicio del cardenal Wolsey.
Lo conocí en un círculo de debate reformista que solía reunirse en una taberna de Londres, secretamente, pues muchos de los libros que leíamos estaban prohibidos. Empezó a pasarme algunos trabajos para diversos organismos del Estado, y de ese modo emprendí el camino que había de seguir en el futuro, a la sombra de aquel hombre, que no tardaría en desplazar a Wolsey y convertirse en secretario del rey, comisionado general y vicario general, ocultando en todo momento a su soberano el auténtico alcance de su radicalismo religioso.
Empecé a colaborar con él en asuntos legales que afectaban a quienes gozaban de su favor -pues estaba tejiendo una gran red de influencias- y acabé convirtiéndome en uno de los «hombres de Cromwell». De modo que, hace cuatro años, cuando mi padre me escribió preguntándome si podía conseguirle al hijo de William Poer un puesto en alguno de los pujantes organismos estatales que controlaba mi señor, estaba en situación de hacerlo.
Mark pospuso su llegada hasta abril de 1533 para hacerla coincidir con la coronación de Ana Bolena. Disfrutó enormemente con las grandes fiestas que se celebraron en homenaje de la nueva reina, a la que más tarde nos presentarían como bruja y fornicadora. Él tenía entonces dieciséis años, la misma edad que yo cuando vine al sur. No era alto, pero tenía una constitución tuerte y unos grandes ojos azules en una cara de una delicadeza angelical que me recordaba la de su madre, aunque la viva inteligencia que brillaba en su límpida mirada era un rasgo exclusivamente suyo.
Confieso que cuando llegó a mi casa deseé que la abandonara lo antes posible. No me atraía actuar in loco parentis con el muchacho, que sin duda empezaría a dar portazos y a tirar mis papeles al suelo apenas se instalara y cuyo rostro y figura reavivaban los sentimientos de pesar que asociaba con el hogar de mi infancia. No me costaba imaginar a mi pobre padre lamentando que Mark no fuera su hijo, en mi lugar.
Pero el deseo de librarme de él fue desapareciendo sin que apenas me diera cuenta. Mark no era el zafio patán que había imaginado; al contrario, tenía un carácter tranquilo y respetuoso y conocía los rudimentos de la buena educación. Cuando cometía algún error de etiqueta en el vestido o en la mesa, cosa frecuente al principio, rectificaba riéndose de sí mismo. En los puestos de escribiente que le conseguí en la Hacienda del reino, primero en el tribunal de Exchequer y más tarde en Desamortización, me ponderaban su formalidad. Le permitía que entrara y saliera a su antojo, y si visitaba las tabernas y casas de mala reputación con sus compañeros de trabajo, nunca volvió a casa borracho o escandalizando.