– No me extraña.

– ¿Por qué?

– Porque es una historia muy novelesca.

– Todas las guerras están llenas de historias novelescas.

– Sí, pero ¿no te sigue pareciendo increíble que un hombre que ya no era joven, porque tenía cuarenta y cinco años, y que además era miope…?

– Claro. Y que encima estaría en unas condiciones de lástima.

– Exacto. ¿No te parece increíble que un tipo como él consiguiera escapar de una situación así?

– ¿Por qué increíble? -La llegada del vino y la tarta de chocolate y los cafés no interrumpió su razonamiento-. Asombroso sí. Pero no increíble. ¡Pero si eso lo contabas muy bien en tu artículo! Recuerda que fue un fusilamiento en masa. Recuerda al soldado que tenía que delatarle y no lo delató. Recuerda, además, que estamos hablando del Collell. ¿Has estado allí alguna vez?

Dije que no, y Aguirre evocó entonces una enorme mole de piedra asediada por bosques espesísimos de pinos y tierra caliza, un territorio montañoso, agreste y muy extenso, sembrado de masías y pueblecitos aislados (El Torn, Sant Miquel de Campmajor, Fares, Sant Ferriol, Mieres) en los que, durante los tres años de guerra, operaron numerosas redes de evasión que, a cambio de dinero (a veces también por amistad o incluso por afinidades políticas), ayudaban a cruzar la frontera a víctimas potenciales de la represión revolucionaria, así como a jóvenes en edad militar que deseaban eludir el reclutamiento forzoso ordenado por la República. Según Aguirre, en la zona abundaban también los emboscados, gente que, porque no podía costearse los gastos de la huida o no acertaba a entrar en contacto con las redes de evasión, permaneció oculta en el bosque durante meses o años.

– De modo que era un lugar ideal para esconderse -arguyó-. A esas alturas de la guerra los campesinos estaban más que acostumbrados a tratar con fugitivos, y a echarles una mano. ¿Te habló Ferlosio de «Los amigos del bosque»?

Mi artículo concluía en el momento en que el miliciano no delataba á Sánchez Mazas; para nada se mencionaba en él a «Los amigos del bosque». Me atraganté con el café.

– ¿Conoces la historia? -inquirí.

– Conozco al hijo de uno de ellos.

– No jodas.

– No jodo. Se llama Jaume Figueras, vive aquí al lado. En Cornellá de Terri.

– Ferlosio me dijo que los muchachos que ayudaron a Sánchez Mazas eran de Cornellá de Terri.

Aguirre se encogió de hombros mientras recogía con los dedos las últimas migas del pastel de chocolate.

– Hasta ahí no llego -admitió-. Figueras me contó la historia muy por encima; tampoco me interesaba demasiado. Pero si quieres puedo darte su número de teléfono y le pides a él que te la cuente.

Aguirre acabó de beberse su café y pagamos. Nos despedimos en la Rambla, frente al puente de Les Peixeteries Velles. Aguirre repitió que me llamaría al día siguiente, para darme el número de teléfono de Figueras y, mientras le estrechaba la mano, advertí que una mancha de chocolate oscurecía las comisuras de sus labios.

– ¿Qué piensas hacer con esto? -preguntó.

A punto estuve de decirle que se limpiara los labios.

– ¿Con qué? -dije, sin embargo.

– Con la historia de Sánchez Mazas.

Yo no pensaba hacer nada (simplemente sentía curiosidad por ella), así que dije la verdad.

– ¿Nada? -Aguirre me miró con sus ojos pequeños, nerviosos, inteligentes-. Creía que estabas pensando escribir una novela.

– Yo ya no escribo novelas -dije-. Además, esto no es una novela, sino una historia real.

– También lo era el artículo -dijo Aguirre-. ¿Te dije que me gustó mucho? Me gustó porque era como un relato concentrado, sólo que con personajes y situaciones reales… Como un relato real.

Al día siguiente Aguirre me llamó y me dio el número de teléfono de Jaume Figueras. Era el número de un móvil. No me contestó Figueras, sino la voz de Figueras, invitándome a grabar un recado; lo grabé: dije mi nombre, mi profesión, que conocía a Aguirre, que estaba interesado en hablar con él acerca de su padre, de Sánchez Mazas y de «Los amigos del bosque»; también le dejé mi teléfono y le pedí que me llamara.

Durante los días que siguieron estuve esperando con impaciencia una llamada de Figueras, que no se produjo. Volví a llamarle yo, volví a dejar otro recado, volví a esperar. Mientras tanto leí Yo fui asesinado por los rojos, el libro de Pascual Aguilar. Era un recordatorio truculento de los horrores vividos en la retaguardia republicana, uno más de los muchos que aparecieron en España al término de la guerra, sólo que éste se había publicado en septiembre de 1981. La fecha, me temo, no es casual, pues cabe leer el relato como una suerte de justificación de los golpistas de opereta del 23 de febrero de ese año (Pascual anota varias veces una frase reveladora que José Antonio Primo de Rivera repetía como si fuera suya: «A última hora siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización») y como un aviso de las catástrofes que se avecinaban con el ascenso inminente del partido socialista al poder y el final simbólico de la Transición; el libro, sorprendentemente, es muy bueno. Pascual, a quien ni el tiempo ni los cambios operados en España habían erosionado ni una sola de sus convicciones de camisa vieja falangista, refiere con soltura su peripecia de la guerra, desde el momento en que la sublevación militar le sorprende de vacaciones en un pueblo de Teruel, que cae en zona republicana, hasta pocos días después del fusilamiento del Collell -un hecho al que dedica muchas páginas de encarnizado detallismo, así como a los días que lo precedieron y lo siguieron-, cuando es liberado por el ejército de Franco después de haber llevado durante la guerra una vida mezclada de Pimpinela Escarlata y Enrique de Lagardére, primero como miembro activo y luego como dirigente de un grupo de la quinta columna barcelonesa, y de haber padecido más tarde una temporada de reclusión en la checa de Vallmajor. El libro de Pascual era una edición de autor; en él se menciona varias veces a Sánchez Mazas, con quien Pascual pasó las horas previas al fusilamiento. Siguiendo la sugerencia de Aguirre, leí asimismo a Trapiello, y en uno de sus libros descubrí que él también contaba la historia del fusilamiento de Sánchez Mazas, y casi exactamente en los mismos términos en que yo se la había oído contar a Ferlosio, salvo por el hecho de que, igual que había hecho yo en mi artículo o relato real, él tampoco mencionaba a «Los amigos del bosque». La similitud puntualísima entre el relato de Trapiello y el mío me sorprendió. Pensé que Trapiello se lo habría oído contar al propio Ferlosio (o a alguno de los demás hijos de Sánchez Mazas, o a su mujer) e imaginé que, de tanto contar la historia Sánchez Mazas en su casa, ésta había adquirido para la familia un carácter casi formulario, como esos chistes perfectos de los que no se puede omitir una sola palabra sin aniquilar su gracia.

Conseguí el número de teléfono de Trapiello y le llamé a Madrid. En cuanto le expuse el motivo de mi llamada, estuvo amabilísimo y, aunque según dijo hacía años que no se ocupaba de Sánchez Mazas, se mostró encantado de que alguien se interesara por él, a quien yo sospecho que no consideraba un buen escritor, sino un gran escritor. Conversamos durante más de una hora. Trapiello me aseguró que de lo ocurrido en el Collell no conocía más que la historia que había contado en su libro y confirmó que, sobre todo inmediatamente después de la guerra, la había contado mucha gente.

– En los periódicos de la Barcelona recién ocupada por los franquistas apareció a menudo, y también en los de toda España, porque fue uno de los últimos coletazos de violencia en la retaguardia catalana y había que aprovecharlo propagandísticamente -me explicó Trapiello-. Si no me engaño, Ridruejo menciona el episodio en sus memorias, y también Laín. Y por ahí debo de tener un artículo de Montes donde habla también del asunto… Me imagino que durante una época Sánchez Mazas se lo contó a todo el que se le ponía por delante. Claro que era una historia brutal, pero, en fin, no sé… Supongo que era tan cobarde (y todo el mundo sabía que era tan cobarde) que debió de pensar que ese episodio tremendo le redimía de algún modo de su cobardía.

Le pregunté si había oído hablar de «Los amigos del bosque». Me dijo que sí. Le pregunté quién le había contado la historia que contaba en el libro. Me dijo que Liliana Ferlosio, la mujer de Sánchez Mazas, a la que al parecer había frecuentado mucho antes de su muerte.

– Es curiosísimo -comenté-. Salvo en un detalle, la historia coincide punto por punto con la que a mí me contó Ferlosio, como si, en vez de contarla, los dos la hubieran recitado.

– ¿Qué detalle es ése?

– Un detalle sin importancia. En su relato (es decir, en el de Liliana), al ver a Sánchez Mazas el miliciano se encoge de hombros y luego se va. En cambio, en el mío (es decir, en el de Ferlosio), antes de irse el miliciano se queda unos segundos mirándole a los ojos.

Hubo un silencio. Creí que la comunicación se había cortado.

– ¿Oiga?

– Tiene gracia -reflexionó Trapiello-. Ahora que lo dice, es verdad. No sé de dónde saqué lo del encogimiento de hombros, debió de parecerme más novelesco, o más barojiano. Porque yo creo que lo que Liliana me contó es que el miliciano le miró antes de marcharse. Sí. Incluso recuerdo que una vez me dijo que, cuando volvió a encontrarse con Sánchez Mazas después de los tres años de separación de la guerra, éste le hablaba a menudo de esos ojos que le miraban. De los ojos del miliciano, quiero decir.

Antes de colgar todavía seguimos hablando un rato de Sánchez Mazas, de su poesía y de sus novelas y artículos, de su carácter imposible, de sus amistades y de su familia («En esa casa todos hablan mal de todos, y todos tienen razón», me dijo Trapiello que decía González-Ruano); como si descontara que yo iba a escribir algo sobre Sánchez Mazas, pero por un escrúpulo de pudor no quisiera preguntarme qué, Trapiello me dio algunos nombres y algunas indicaciones bibliográficas y me invitó a visitar su casa de Madrid, donde guardaba manuscritos y artículos fotocopiados de la prensa y otras cosas de Sánchez Mazas.

A Trapiello no lo visité hasta unos meses más tarde, pero de inmediato me puse a seguir las pistas que me había facilitado. Así descubrí que, en efecto, sobre todo recién acabada la guerra, Sánchez Mazas le había contado la historia de su fusilamiento a todo el que aceptaba escucharla. Eugenio Montes, uno de los amigos más fieles con que contó nunca, escritor como él, como él falangista, lo retrató el 14 de febrero de 1939, justo dos semanas después de los hechos del Collell, «con pelliza de pastor y pantalón agujereado de balazos», llegando «casi resurrecto del otro mundo» después de tres años de clandestinidad y cárceles en la zona republicana. Sánchez Mazas y Montes se habían reencontrado eufóricamente pocos días antes, en Barcelona, en el despacho del que era a la sazón jefe Nacional de Propaganda de los sublevados, el poeta Dionisio Ridruejo. Muchos años más tarde, en sus memorias, éste todavía recordaba la escena, igual que la recordaba en las suyas, algo después, Pedro Laín Entralgo, por entonces otro joven e ilustrado jerarca falangista. Las descripciones que los dos memorialistas hacen de aquel Sánchez Mazas -a quien Ridruejo conocía un poco, pero a quien Laín, que luego le odiaría a muerte, no había visto nunca- son llamativamente coincidentes, como si les hubiese impresionado tanto que la memoria hubiera congelado su imagen en una instantánea común (o como si Laín hubiera copiado a Ridruejo; o como si los dos hubieran copiado a una misma fuente): también para ellos tiene un aire resurrecto, flaco, nervioso y desconcertado, con el pelo cortado al rape y la nariz corvina monopolizando su rostro famélico; los dos recuerdan también que Sánchez Mazas contó en aquel mismo despacho la historia de su fusilamiento, pero quizá Ridruejo no le concedió demasiado crédito (y por eso menciona los «detalles un poco novelescos» con que aliñó para ellos el relato), y sólo Laín no ha olvidado que vestía una «tosca zamarra parda».


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