– ¿Me ha mentido usted? -pregunto al agente más alto.

– Escuche, hijo, esto no es…

– ¿Por qué me ha mentido?

– Tómeselo con calma -dice Harry.

A los pocos segundos veo que un agente de paisano sube corriendo la escalera desde la Planta Baja. Un segundo agente con traje oscuro aparece y bloquea la entrada del pasillo.¿Cómo demonios han reaccionado tan rápido? Miro hacia atrás y comprendo la respuesta. En el aparato de aire acondicionado sobre la puerta hay una minúscula cámara de vídeo que apunta directamente hacia mí. Harry me pone una mano en el hombro.

– Acepte lo que le digo -me dice-. No puede usted ganar.

En eso tiene razón. Me aparto de él y vuelvo hacia la escalera. Miro a Harry y añado:

– Dígale que tenemos que hablar.

Asiente con la cabeza pero no dice palabra.

Bajo corriendo la escalera y paso rozando al agente que me obstruye el paso.

– Que tenga un buen día -me dice mientras me voy.

De regreso al EAOE, me doy cuenta de que llevo los dos puños fuertemente apretados. Los abro, estiro los dedos, intento desprenderme del rechazo de Nora. Pero con la relajación llega el pánico. No estamos tan mal, me digo a mí mismo. Acabará viniendo. Sólo es que ahora va con cuidado. Además, yo lo único que hice fue encontrar el cuerpo y gritar un poco. No es como si fuera el sospechoso. Ni siquiera sabe nadie lo del dinero. Excepto Nora. Y la policía del Distrito de Columbia. Y Caroline. Y cualquier otro al que ella le dijera lo de… demonios, los rumores ya podrían estar corriendo. Y cuando se den cuenta de que los billetes son consecutivos…

Las vibraciones de mi busca interrumpen mis pensamientos. Lo saco del bolsillo y miro el mensaje. Entonces me acuerdo de quién es la otra persona que sabe lo del dinero. El mensaje lo dice todo: «Me gustaría hablar contigo. En persona. E. S.»

E. S. Edgar Simon.

CAPÍTULO 9

Sentado en la sala de espera del despacho de Simon, mi única distracción es ver cómo Judy, su secretaria particular, escribe a máquina. Es una mujer pequeñita y fuerte con el pelo teñido de rojo. Divorciada el año que Hartson decidió presentarse a presidente, dejó los hombres, se mudó de New Jersey a Florida, el estado de Hartson, y se unió a la campaña. Judy, que es una enciclopedia ambulante de todo lo cotidiano sucedido desde entonces, adora su nueva vida. Pero como tiene dos hijos en edad universitaria y es una madre siempre atenta, nunca podrá dejar de ser quien es.

– ¿Qué te pasa? Pareces enfermo.

– Estoy bien -le contesto.

– No me digas que estás bien. No estás bien.

– Judy, te prometo que todo va perfectamente. -Y como me mira seria, añado-: Estoy triste por lo de Caroline.

– Uf, sí, es terrible. Ni a mi peor enemigo le desearía una…

– ¿Hay alguien con él? -interrumpo, señalando la puerta cerrada de Simon.

– No, ha estado haciendo llamadas. Fue él quien se lo dijo al Presidente. Y a la familia de Caroline. Ahora está hablando con los principales periódicos.

– ¿Por qué? -pregunto, nervioso.

– Su departamento. Su territorio. Es el hombre indicado. La prensa quiere saber la reacción del jefe.

Eso tiene sentido. Nada fuera de lo normal.

– ¿Hay más noticias?

Judy se echa para atrás en la silla, disfrutando su momento de persona más informada.-Fue un ataque al corazón. El FBI todavía está registrando el despacho, pero saben lo que hay: Caroline fumaba más que mi tía Sally y se tomaba seis cafés al día. No quiero ofender, pero ¿qué esperaban?

Me encojo de hombros sin saber muy bien qué responder. En mi silencio, Judy ve algo en mis ojos.

– ¿No quieres decirme lo que te inquieta realmente, Michael?

– Nada. Todo va bien.

– No será que te siguen intimidando esos tipos, ¿verdad? No tendrías por qué, eres mejor que todos ellos. Y esto que te digo es la verdad: eres una persona auténtica. Por eso la gente te quiere.

Cuando llevaba tres semanas en el puesto, envié por error una carta al jefe del Comité Judicial de la Cámara que empezaba «distinguido congresista» en vez de «distinguido señor presidente». Como estamos en Villa Ego, la oficina del presidente del Comité dejó un comentario sarcástico sobre el tema en el buzón de voz de Simon, y después de recibir un rapapolvo de Simon cometí el error de decirle a Judy lo agobiante que resultaba ser un chico de escuela pública en aquel mundo de universidades privadas de la Casa Blanca. Después de aquello, he comprendido que puedo arreglármelas. Para mí, eso ya no supone ningún problema. Para Judy, lo será permanentemente.

– Cuanto más éxito tengas, más se asustarán -me explica-. Tú eres una amenaza para el entramado de los chicos de toda la vida, una prueba sólida como una roca de que no importa a qué escuela hayas ido ni quiénes eran tus padres…

– Ya entiendo la cuestión -digo, cortante.

Judy me concede un segundo para tranquilizarme. Insiste:

– Todavía no lo has superado, ¿verdad?

– Te prometo que estoy bien. Sólo que necesito hablar con Simon.

Hasta anoche, Edgar Simon era un gran tipo. Nacido y crecido en Chapel Hill, Carolina del Norte, no era tan fanfarrón como los mercaderes de poder de la Costa Este y los criados en el círculo político que habían ostentado anteriormente el puesto de abogado jefe de la Casa Blanca. Con dos títulos por Harvard, no le faltaba materia gris. Pero yo nunca me fijo en los curriculums. Lo que más me impresionaba de Simon era su vida personal. Pocos meses antes de llegar yo, la prensa empezó a sospechar que el presidente Hartson ocultaba que tenía cáncer de próstata. Cuando el New York Times comentó que Hartson tenía la responsabilidad legal de poner en conocimiento público su expediente médico, Simon se encontró ante su primera crisis importante. Cuarenta y ocho horas después supo que a su hijo de doce años le habían diagnosticado una neurofibromatosis, un trastorno genético del sistema nervioso que puede dejar impedidos a los niños.

Después de tres días de no dormir y tirarse de los pelos en una maratón investigadora en torno a las cuestiones legales que envolvían los asuntos médicos privados presidenciales, Simon entregó dos cosas al Presidente: un resumen completo de la crisis y su dimisión. Quería dejarlo claro: su hijo era primero.

No hace falta decir que a la prensa le gustó como si fueran palomitas. La revista Parenting lo coronó como Padre del Año, Después, al cabo de un mes, una vez vencida la crisis inicial, Simon volvió a su cargo de consejero. Dijo que el Presidente lo había llevado del brazo. Otros dijeron que no podía soportar permanecer alejado del poder. En cualquiera de los casos, no importaba. Edgar Simon había renunciado a su carrera estando en lo más alto. Por su hijo. Y yo siempre le tendría respeto por aquello.

Al entrar en su despacho, intento recordar al Edgar Simon que conocí, al Padre del Año. Pero, sin embargo, todo lo que veo es el hombre de la noche pasada, la víbora con su secreto de cuarenta mil dólares.

Sentado tras su mesa, me mira con la misma sonrisa malévola que me puso esta mañana. Pero al contrario que en nuestro encuentro anterior, ahora yo sé que anoche nos vio. Y sé lo que le dijo a Caroline -por muy en desacuerdo que estuvieran-, que me señaló con el dedo. Aun así, no hay ni un atisbo de ira en su rostro. De hecho, por el modo en que enarca sus cejas oscuras, la verdad es que parece preocupado.

– ¿Cómo te encuentras? -pregunta mientras me siento junto a su mesa.

– Muy bien.

– Lamento que te la encontrases de aquel modo.

– Yo también -digo, mirando al suelo.

Queda una larga pausa en el aire, una de esas pausas forzadas en las que sabes que las malas noticias están delante de tu nariz esperando para saltarte al pecho como un resorte. Finalmente, levanto la cabeza.


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