– ¿Perdón? -digo.

– Un tipo llamó esta tarde a mi puerta y me hizo unas cuantas preguntitas sobre usted. La última vez que pasó eso, era el FBI.

El maletín se me resbala de la mano y cae al suelo. Al golpearse, se abren los cierres y mis papeles se desparraman por delante de la puerta.

– ¿Está usted bien? -pregunta Joel.

– S-sí. Desde luego -digo, luchando por devolver los papeles a su sitio. Cuando empecé en la Casa Blanca, el FBI habló con mis vecinos como parte de su examen de seguridad. Anden en lo que anden, van más de prisa de lo que esperaba.

– ¿Entonces no está buscando otro trabajo?

– No -digo con una risa forzada-. Probablemente anden poniendo al día sus archivos -como Joel se va por el pasillo, añado-: ¿Qué preguntaron?

– Esta vez era sólo uno. Veintimuchos. Acento de Boston. Con unas buenas cadenas de oro.

Miro sorprendido a Joel, pero ahogo mi reacción. ¿Desde cuándo los del FBI llevan cadenas de oro?

– Sí, ya sé, bastante raro, pero… eh, cualquier cosa para que la nación esté a salvo -continúa Joel-. Pero no sufra, no preguntó nada especial: qué sabía de usted, a qué horas estaba en casa, qué horarios tenía. Parecido a la otra vez. -Joel empieza a notar el nerviosismo en mi cara-. ¿Se supone que no tenía que decir nada?

– No, no, en absoluto. Esto lo hacen cada dos o tres años. No hay nada de que preocuparse.

Joel se dirige al ascensor y yo intento adivinar con quién habrá hablado. Hace un minuto, estaba aterrado de que fueran del FBI. Ahora rezo para que lo fueran.

Abro la puerta de mi apartamento y veo un papel doblado por la mitad. Alguien lo metió por debajo de la puerta cuando yo no estaba. Tiene un mensaje de tres palabras: «Tenemos que hablar», y lo firma «P. Vaughn».

P. Vaughn, P. Vaughn, P. Vaughn. Doy vueltas al nombre por mi subconsciente pero no sale nada. A mi espalda, la puerta del apartamento se cierra de golpe. El ruido me hace pegar un salto. Aunque el sol todavía no se ha puesto, el apartamento está oscuro. Enciendo las luces del vestíbulo tan pronto como puedo, las de la cocina y la sala. Algo sigue sonando mal.

En la cocina oigo los chasquidos regulares del grifo que gotea. Hace dos días era un ruido que tenía asumido hacía tiempo. Hoy, sólo sirve para recordarme cuando encontré a Caroline. El charquito de café que goteaba en el suelo. Un ojo al frente, el otro bizco.

Cojo una esponja de la barra y la embuto en el desagüe. Eso no impide el goteo, pero amortigua el sonido. Ahora sólo percibo el zumbido en sordina del aire acondicionado central. Desesperado por lograr silencio, me dirijo a la sala y lo apago. Se calla como una tos difícil.

Observo todo el apartamento, estudiando los detalles. Mi mesa. Los muebles alquilados. Los carteles. Todo parece estar igual, pero hay algo distinto. Por ninguna razón especial, mis ojos se fijan en el sofá de cuero negro. Los dos almohadones beige están exactamente donde los dejé. El cojín del medio todavía tiene la marca de donde estuve sentado mirando la televisión anoche. Una única gota de sudor me corre por la nuca. Sin el aire acondicionado, la habitación es agobiante. Vuelvo a mirar el nombre de la nota. P. Vaughn, P. Vaughn. El grifo sigue goteando.

Me descalzo y me quito la camisa. Lo mejor que puedo hacer es perderme en una ducha. Limpiarme. Volver a empezar. Pero al ir hacia el cuarto de baño, descubro, justo al borde del sofá, una pluma tirada en el suelo. No cualquier pluma, sino mi pluma con las barras rojo, blanco y azul de la Casa Blanca. Con el pequeño sello presidencial y las palabras «La Casa Blanca» grabadas en letras de oro. Un regalo de mi primera semana en el trabajo. Todos tenemos una, pero eso no significa que no la valore…, que es exactamente la razón por la que no la dejaría en el suelo. Vuelvo a mirar alrededor y no veo nada fuera de su sitio. Podría simplemente haberse caído de la mesita. Pero al alargar el brazo para recogerla oigo un ruido procedente del armario del vestíbulo.

Nada fuerte, tan sólo un pequeño clic. Como el chasquido de unos dedos. O alguien cambiando el peso de pie. Me doy la vuelta buscando algún movimiento. Nada. Me pongo la camisa y meto la pluma en el bolsillo como si eso ayudase. Nada. El apartamento está tan silencioso que oigo mi propia respiración.

Me acerco lentamente a la puerta del armario. Está ligeramente abierta. Siento cómo me sube la adrenalina. No hay más que un modo de ocuparse de esto. Es hora de dejar de ser víctima. Antes de que pueda pensar en no hacerlo, me lanzo contra la puerta con el hombro. La puerta se cierra de golpe y sujeto el tirador con todas mis fuerzas.

– ¿Quién demonios está ahí? -grito con mi voz más intimidatoria.

Apoyando todo mi peso contra la puerta, me preparo para el impacto. Pero nadie contraataca.

– Conteste -advierto. Pero el apartamento permanece en silencio.

Miro hacia atrás, escudriñando la cocina. Sobre la barra hay un bloque de madera lleno de cuchillos.

– ¡Voy a abrir la puerta y tengo un cuchillo!

Silencio.

– ¡Ya está… salga muy despacio! ¡Cuento hasta tres! Uno… dos… -Abro la puerta de golpe y echo a correr hacia la cocina. Cuando me giro otra vez, ya tengo un cuchillo de carnicero en la mano. Pero lo único que veo es un armario lleno de abrigos.

Doy un paso hacia el armario, esgrimiendo el cuchillo por delante.

– ¿Hola?

En cualquier película de terror adolescente, éste es el momento en que el asesino sale de un salto. Eso no me detiene. Voy abriéndome camino lentamente entre las perchas de abrigos. Cuando he terminado comprendo la verdad: ahí no hay nadie.

Tengo la camisa pegada al pecho por el sudor, vuelvo a llevar el cuchillo a la cocina y enciendo el aire acondicionado. Justo cuando vuelve a zumbar, aprieto la tecla del contestador. Es hora de librarse del silencio.

«Tiene usted un mensaje -me dice la máquina con su voz mecánica-: Sábado, una cincuenta y siete de la tarde.»

Transcurre un segundo hasta que una voz de hombre empieza: «Michael, aquí Randall Adenauer, del FBI. Tenemos cita para el martes, pero me gustaría enviarle algunos agentes maña…», se corta, algo lo distrae. «¡Entonces dígales que lo llamaré yo!» exclama, sonando como si estuviese tapando el auricular. Vuelve al teléfono y añade: «Perdone usted, Michael. Haga el favor de llamarme.»

Saco la pluma de la Casa Blanca del bolsillo, anoto su número y suelto un rápido suspiro de alivio. Fue él quien los mandó, eran ellos, con o sin cadenas de oro, los que deben de haber hablado con Joel. El agente del FBI Vaughn. Aprieto «Borrar» en el contestador y vuelvo al dormitorio. Cuando llego a la mesita de noche, me paro en seco. Ahí está, encima del crucigrama de ayer: una pluma de rayas roja, blanca y azul con las palabras «La Casa Blanca» grabadas. Miro la pluma que tengo en la mano. Luego otra vez la que está en la mesita. Rebobino veinticuatro horas, recuerdo la visita de Pam con la comida tailandesa. Podría perfectamente ser la de Pam, me digo a mí mismo. Por favor, que sea la de Pam.

El lunes, Día del Trabajo, por la mañana temprano, estoy sentado en el asiento trasero de una camioneta de pasajeros, intentando todavía convencerme a mí mismo de que un agente del FBI se comunica deslizando notas por debajo de la puerta. P. Vaughn. ¿Peter Vaughn? ¿Phillip Vaughn? ¿Quién demonios será ese tipo?

Conducida por un sargento con chaqueta sport gris y corbata estrecha negra, la furgoneta corre como un rayo por la carretera, siguiendo a otras dos idénticas que la preceden. A mi lado va sentada Pam, que no ha dicho una sola palabra desde que nos recogieron a las seis de la mañana en el parking de la West Exec. Los once pasajeros restantes siguen su ejemplo. La verdad, es un pequeño milagro: trece letrados de la Casa Blanca apretados en una furgoneta y ninguno alardeando, ni siquiera hablando. Pero no es sólo lo temprano de la hora lo que nos mantiene a todos en silencio. Es nuestro destino. Hoy enterramos a uno de los nuestros. Veinte minutos después, en la base aérea de Andrews, un guardia de uniforme nos inspecciona en la entrada. Apenas son las seis y media, el cielo todavía está oscuro, pero todo el mundo está bien despierto. Casi hemos llegado. Es la primera vez que voy a una base militar, de manera que espero ver pelotones de jóvenes marcando el paso y corriendo en formación. Pero en cambio, cuando avanzamos por la carretera pavimentada llena de curvas, lo único que descubro son unos pocos edificios bajos que supongo que son dormitorios y un aparcamiento muy amplio con toneladas de coches y unos pocos jeeps militares dispersos. Al final de la carretera, la furgoneta se detiene por fin ante la Sala de VIPS, un edificio de ladrillo de una sola planta muy mundano que evoca toda la creatividad de un estornudo de los cincuenta.


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