– ¡Está bien! -grita Nora, peleando con el volante-. ¡Todo bien!

Y en un intervalo de dos segundos, comprendo que es verdad. Todos están a salvo y podemos escapar libremente. Nora arranca el coche con una sonrisa. Mientras avanzamos trato de recordar cómo se respira. El pecho de Nora palpita, intentando recuperar el aliento.-No ha estado mal, ¿eh? -pregunta finalmente.

– ¿Que no ha estado mal? -pregunto, enjugándome la frente-. Podríamos habernos matado, por no hablar de los otros coches y…

– Pero ¿no te has divertido?

– No es cuestión de divertirse. Ha sido una de las hazañas más estúpidas que nunca he…

– ¿Pero te has divertido?

Mientras repite la pregunta, el tono de su voz se va volviendo cálido. Sus ojos enfebrecidos brillan a la luz de la luna. Después de ver tantas fotos de ella en actos públicos en las dos dimensiones de los periódicos, es extraño verla sentada a mi lado. Creí que sabía cómo era su sonrisa y ahora ha cambiado. Ni siquiera me aproximaba. En persona, cambia toda su cara -el modo en que se le suben las mejillas y se enrojecen ligeramente con la excitación-, no hay modo de describirla. No es que yo esté embobado por la fama, sino que… no sé de qué otro modo decirlo… que me está mirando. A mí sólo. Me da una palmada en la pierna.

– Nadie se ha hecho daño, el Acura casi no nos tocó. Como mucho, nos hemos rascado los parachoques. Quiero decir, ¿cuántas noches se puede uno escabullir del Servicio Secreto y vivir para contarlo?

– Yo lo hago todos los jueves. No me parece una gran cosa.

– Ríete todo lo que quieras, pero tienes que admitir que ha sido emocionante.

Miro hacia atrás por encima del hombro. Estamos completamente solos. Y tengo que admitir que tiene razón.

Pasan unos diez minutos hasta que me doy cuenta de que nos hemos perdido. Sólo han pasado unas pocas manzanas y las piedras inmaculadas del Dupont Circle se han convertido en los edificios medio ruinosos de las afueras de Adams Morgan.

– Teníamos que haber torcido por la calle Dieciséis -digo.

– No tienes ni idea de lo que dices.

– Tienes toda la razón. Estoy un doscientos por ciento perdido. ¿Quieres saber cómo lo sé? -Hago una pausa buscando el efecto-. ¡Porque me fié de que tú conducías! Quiero decir, ¿en qué demonios estaba pensando? Tú casi no vives aquí; nunca vas en coche; y cuando vas, suele ser en el asiento de atrás.

– ¿Y qué se supone que significa eso?En cuanto hace la pregunta, me doy cuenta de lo que he dicho. Hace tres años, justo después de que su padre fuera elegido, durante su primer año en Princeton, la revista Rolling Stone sacó un escabroso perfil de lo que calificaban como «la vida de amor y drogas» de Nora en la universidad. Según el artículo, dos chicos distintos proclamaban que se los había tirado en el asiento trasero de sus coches estando colocada con Especial K. Otra fuente decía que iba de coca; y un tercero, que era heroína. En cualquier caso, y basándose en el artículo, un chaladillo salido de Internet tomó el nombre completo de Nora -Eleanor- y colgó un poema haiku titulado «Eleanor rodillas raspadas». Unos cuantos millones de e-mails más tarde, Nora tenía adjudicado su sobrenombre más conocido, y su padre veía caer sus cifras de popularidad. Cuando salió el reportaje, el Presidente Hartson llamó al director del Rolling Stone y le pidió que dejara en paz a su hija. Y desde entonces, lo hicieron. Los porcentajes de Hartson volvieron a subir. Todo iba bien. Pero el chiste ya estaba en circulación. Y, obviamente, por la expresión de la cara de Nora, el daño ya estaba hecho.

– No quería decir nada -insisto dando marcha atrás del insulto involuntario-. Sólo me refería a que tu familia siempre va en limusina. Con chóferes. En fin, con gente que las conduce.

De pronto, Nora se ríe. Tiene una voz sexy, fuerte, pero la risa de una niña pequeña.

– ¿Qué he dicho?

– Te da vergüenza -contesta, divertida-. Te has puesto muy rojo.

– Lo siento -y vuelvo la cara.

– No, está bien. Es encantador. Y todavía más encantador que te hayas puesto colorado. Por una vez sé que es verdad. Gracias, Michael.

Había dicho mi nombre. Por primera vez en toda la noche, había dicho mi nombre. Me volví hacia ella.

– De nada. Y ahora, a ver si salimos de aquí.

Giramos en la calle Catorce y seguimos buscando la pequeña tira de tierra que se conoce como Adams Morgan, la sede de los bares más sobrevalorados y los mejores restaurantes étnicos de Washington, y nos encontramos desandando el camino en la dirección que llevábamos. Rodeados por nada más que edificios deshabitados y calles oscuras. Empecé a preocuparme. Por muy dura que sea, la Primera Hija de los Estados Unidos no debería estar en un barrio así. Cuando llegamos al final de la manzana, sin embargo, vemos el primer signo de vida civilizada: a la vuelta de la esquina hay un pequeño grupo de gente que sale de la única fachada comercial que hay a la vista. Es un edificio grande de ladrillo que parece que han convertido en un bar de dos pisos. La palabra Pendulum está pintada con gruesas letras negras sobre un letrero blanco sucio. Una luz azul de medianoche dudosa rodea los bordes del rótulo. No es en absoluto del estilo de los sitios que me gustan.

Nora se mete en una plaza de aparcamiento allí al lado y apaga el motor.

– ¿Aquí? -pregunto-. Ese sitio es un antro de ratas.

– No, no lo es. La gente va bien vestida -señala a un hombre que lleva unos pantalones color camello y una camiseta negra ajustada. Antes de que yo pueda protestar, añade-: Venga, vamos a ir, por una vez somos anónimos.

Saca una gorra negra de béisbol del bolso y se pone la visera sobre los ojos. Es un disfraz malísimo, pero dice que funciona. Todavía nadie la ha parado.

Pagamos diez billetes en la puerta, entramos, echamos una ojeada alrededor. El local está repleto de la típica gente de Washington en noche de jueves: la mayoría todavía va de traje, con la corbata desanudada; algunos todavía con los cuellos de pico Calvin Klein. En el rincón, dos hombres juegan al billar. En la barra, dos hombres piden bebida. Junto a ellos, dos hombres se cogen de la mano. Entonces me doy cuenta de dónde estamos: aparte de Nora, no hay más mujeres en el local. Estamos plantados en mitad de un bar gay.

Detrás de mí, noto que alguien me agarra del culo. Ni siquiera me molesto en volverme.

– ¡Ay, Nora, cómo me gustaría que fueses un hombre!

– Impresionante -dice, poniéndose delante-. Ni siquiera pareces incómodo.

– ¿Por qué tendría que estar incómodo?

Por el fulgir de sus ojos, sé que está preparando otro examen. Necesita saber si yo estoy a la altura de la gente guapa.

– ¿Entonces te parece bien que nos quedemos?

– Totalmente -digo con una sonrisa-. No aceptaría ninguna otra propuesta.

Me mira con aquella mirada suya tan sexy. De momento, paso. Nos pegamos a la barra y pedimos bebidas. Yo, una cerveza; ella, un Jack & Ginger. Luego me conduce al otro extremo de la barra en forma de ele, donde está perpendicular a la pared. Con un movimiento desarrollado tras años de persecución y acosos, Nora me empuja al último taburete y se pone de espaldas al público. Para ella, eso es puro instinto. Con la gorra de béisbol cubriéndole el pelo, no hay la menor posibilidad de que la reconozcan. Tal como estamos colocados, el único que puede verla soy yo. Lanza una última mirada para controlar la sala y luego, satisfecha, coge su copa.

– Así que siempre has mimado tu lado serio.

– ¿Qué quieres decir? Yo no…

– No te disculpes -me interrumpe-. Ése eres tú. Yo sólo quiero saber de dónde te sale. ¿Cuestiones de familia? ¿Divorcio amargo? ¿Tu padre te abandonó y tu ma…?

– Nadie hizo nada -le digo-. Yo soy lo que está a la vista.

Por el tono de mi respuesta piensa que hay algo más. Tiene razón. Pero no lo va a averiguar el primer día. Buscando un respiro, intento volver a temas menos peligrosos.


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