– ¿Cómprame un chupa-chups? -dice Nora, riendo.
– Estoy dando unas pocas cosas por supuestas, ya sabes a qué me refiero.
– Naturalmente que sé a qué te refieres.
– Bien. Entonces también sabrás que no se gana nada con cotilleos.
– ¿Eso es lo que crees? ¿Que me interesa el cotilleo? Piénsalo un momento, Michael. Edgar Simon es el gran asesor legal de la Casa Blanca. El abogado de mi padre. Así que si lo pillan con el palo fuera, ¿quién crees que va a pasar vergüenza en público? Aparte de Simon, ¿a quién más crees tú que le van a poner el ojo morado?
La quinta referencia me pega donde más duele. Sólo quedan dos meses para la reelección y Hartson ya lo tiene bastante difícil en estos momentos. Otro golpe malo generará más problemas.-¿Y si Simon no anduviera metido en nada sexual? -pregunto-. ¿Y si se hubieran citado aquí por otro motivo?
Nora me mira de arriba abajo. Su mirada de «déjame conducir» hace horas extras.
– Ésa es la mejor razón de todas para ir detrás -dice.
Muevo la cabeza. No me convencerá de que me meta en esto.
– Venga, Michael, ¿qué vas a hacer, seguir aquí sentado y pasarte el resto de tu vida jugando a «y si…»?
– ¿Sabes qué? Después de todas las otras cosas que pasaron esta noche, para mí estar aquí sentado es más que suficiente.
– ¿Y eso es todo lo que quieres? ¿Ése es tu gran objetivo en la vida? ¿Tener lo suficiente? -Da tiempo a que su lógica se asiente antes de entrar a matar-. Si no quieres seguirme, lo comprendo. Pero yo tengo que ir. Así que dame las llaves y me quitaré de tu camino.
No hay ninguna duda. Se marchará y yo me quedaré aquí.
Saco las llaves del bolsillo. Ella me tiende la mano abierta. Vuelvo a mover la cabeza y me digo que no lo lamentaré.
– ¿De verdad crees que voy a dejar que vayas sola?
Me dirige una amplia sonrisa y se precipita hacia la puerta. La sigo sin demora. En el momento en que salimos, veo el Volvo negro de Simon que dale de donde está aparcado, un poco más allá de la calle.
– Allá va -digo.
Echamos a correr por la acera como locos a buscar el Jeep.
– Tírame las llaves -dice ella.
– Ni hablar -le replico-. Esta vez conduzco yo.
CAPÍTULO 2
Nos lleva un par de calles acelerando volver a echar la vista sobre el coche de Simon y su matrícula de Virginia «Amigo de Chesapeake». La bahía.
– ¿Estás seguro de que es él? -pregunta Nora.
– No hay ninguna duda -reduzco un poco y dejo como unos cien metros entre nosotros-. Reconozco la matrícula del parking de West Exec.
A los pocos minutos, Simon sale de su camino por Adams Morgan y tuerce por la calle Dieciséis. Siguiéndolo a cien metros, llegamos a Religión Road y pasamos junto a las docenas de templos, mezquitas e iglesias que salpican el paisaje.
– ¿No deberíamos ir más cerca? -pregunta Nora.
– No, si queremos que no nos descubra.
Parece divertida con mi respuesta.
– Ahora ya sé lo que sienten Harry y Darren -dice, haciendo referencia a sus agentes del Servicio Secreto.
– Hablando de ellos, ¿crees que han dado la alerta sobre ti? Quiero decir, ¿no comunican estas cosas?
– Habrán llamado al responsable de noche y al agente a cargo del turno de la Casa, pero me figuro que tenemos unas dos horas antes de que lo comuniquen.
– ¿Tanto? -pregunto mirando el reloj.
– Es que depende de lo que sea. Si hubieras ido conduciendo tú cuando nos largamos, probablemente lo considerarían como un rapto, que es el peligro principal para un miembro de la Primera Familia. Aparte de eso, sin embargo, también depende de la persona. A Chelsea Clinton le daban media hora como mucho. A Patty Davis, días. Yo tengo como dos horas. Después de eso, se ponen locos. No me gusta cómo suena eso.
– ¿Qué quieres decir con locos? ¿Es cuando mandan los helicópteros negros a la caza?
– Ahora ya están tratando de cazarnos. Dentro de dos horas nos meterán en el escáner de la policía. Si pasa eso, salimos en las noticias de la mañana. Y hasta el último columnista de cotilleos del país querrá conocer tus intenciones.
– Ni… ni hablar.
Desde que nos conocimos, mis encuentros con Nora se habían limitado a una recepción, una ceremonia de firma de decreto y la fiesta de cumpleaños del consejero adjunto, todos ellos para personal de la Casa Blanca. En el primero, nos presentaron; en el segundo, hablamos; en el tercero, me preguntó si podíamos salir. No creo que haya más de diez personas en este planeta que hubieran rechazado el ofrecimiento. Yo no soy una de ellas. Pero eso no significa que esté preparado para someterme a la lupa. Ya he visto muchas otras veces cómo el momento en el que entras bajo los focos de esa publicidad es exactamente el mismo momento en que te hacen polvo.
Vuelvo a mirar el reloj. Son casi las doce menos cuarto.
– Así que eso quiere decir que te queda una hora y media para convertirte en calabaza.
– En realidad, el que se convierte en calabaza eres tú.
En eso tiene razón. Me comerán vivo.
– ¿Sigues preocupado por tu trabajo? -me pregunta.
– No -le digo con los ojos fijos en el coche de Simon-. Sólo por mi jefe.
Simon pone el intermitente, gira a la izquierda y continúa serpenteando por la carretera del parque de Rock Creek, cuyos terraplenes arbolados y senderos boscosos son una de las rutas favoritas de los corredores y ciclistas de Washington. A la hora punta, la carretera del parque de Rock Creek bulle de ciudadanos que van de regreso a sus barrios residenciales. En este momento está completamente muerto, vacío, lo que significa que Simon puede descubrirnos fácilmente.
– Apaga las luces -dice Nora.
Acepto su sugerencia y me inclino hacia adelante, esforzándome por ver la carretera ahora apenas visible. Inmediatamente, la oscuridad me pone un agujero mareante en el estómago.
– Yo digo que nos olvidemos y que…
– ¿De verdad eres tan cobarde? -pregunta Nora.
– Esto no tiene nada que ver con la cobardía. Es simplemente que no tiene sentido ponerse a jugar a los detectives.
– Michael, ya te dije antes que para mí esto no es un juego… No estamos jugando a nada.
– Pues claro que sí. Estamos…
– ¡Para! -me grita. Más allá, veo encenderse las luces de freno de Simon-. ¡Para el coche! ¡Está frenando!
Sin duda. Simon se acerca al borde derecho de la carretera, detiene el coche y apaga el motor. Estamos unos treinta metros más atrás, pero la curva de la carretera nos mantiene fuera de su ángulo de visión. Si mira por el retrovisor no verá más que la avenida vacía.
– ¡Apaga el motor! Si nos oye…
Cierro el contacto y quedo sorprendido por el absoluto silencio. Es uno de esos momentos que suenan como si estuvieras bajo el agua. Flotamos allí inermes, mirando el coche de Simon y esperando que suceda algo. Un coche pasa zumbando en dirección contraria y nos devuelve a la orilla.
– A lo mejor han pinchado o…
– Chist.
Los dos hacemos esfuerzos para ver qué pasa. No está demasiado lejos de una farola próxima, pero aun así nuestros ojos tardan un minuto en adaptarse a la oscuridad.
– ¿Había alguien más con él en el coche? -pregunto.
– A mí me pareció que iba solo, pero si el chico estaba tumbado en el asiento…
La hipótesis de Nora queda interrumpida cuando Simon abre la puerta. Sin pensarlo siquiera, contengo la respiración. Otra vez estamos bajo el agua. Mis ojos están bloqueados sobre la lucecita pequeña que puedo ver a través de la ventanilla trasera del coche. La silueta parece manipular algo en el asiento del pasajero. Luego sale del coche.
Cuando estás cara a cara con Edgar Simon, no puedes ignorar lo grande que es. No en altura, sino en presencia. Como muchos otros altos cargos de la Casa Blanca, su voz está impregnada de la seguridad del éxito, pero al contrario que sus iguales, que siempre andan histéricos con la última crisis, Simon irradia una gran calma cimentada en los muchos años de asesorar a un presidente. Esa firmeza inquebrantable se muestra desde sus hombros como un armario, hasta su apretón de manos siempre firme, y al arreglo perfecto de su pelo perfecto salpicado de sal y pimienta. Treinta metros por delante de nosotros, sin embargo, todo eso queda perdido en una silueta.