Gamble volvió a sentarse. Wharton iba a añadir algo más, pero el otro le hizo callar con una mirada.
– Jason Archer -dijo el millonario- trabajaba en un gran proyecto: organizar todos los archivos financieros de Tritón para el trato con CyberCom. El tipo es un maldito genio de la informática. Tenía acceso a todo. ¡A todo! -Gamble señaló con un dedo por encima de la mesa. Wharton, nervioso, se frotó las manos pero continuó callado-. Ahora bien, Henry, tú sabes que necesito ese trato con CyberCom, al menos es lo que me dice todo el mundo.
– Una unión absolutamente brillante -opinó Wharton.
– Algo así. -Gamble sacó un puro y se tomó unos momentos para encenderlo. Lanzó una bocanada de humo hacia una esquina de la mesa-. En cualquier caso, por un lado tengo a Jason Archer, que conoce todo mi material, y por el otro tengo a Sidney Archer, que dirige mi equipo de negociadores. ¿Me sigues?
Wharton frunció el entrecejo desconcertado.
– Me temo que no, yo…
– Hay otras compañías que quieren a CyberCom tanto como yo. Pagarían lo que sea para conocer los términos de mi acuerdo. Si los consiguen, me joderían vivo. Y no me gusta que me follen, al menos de esa manera. ¿Me comprendes?
– Sí, desde luego, Nathan. Pero…
– Y también sabes que una de las compañías que quiere meterle mano a CyberCom es RTG.
– Nathan, si estás sugiriendo que…
– Tu bufete también representa a RTG -le interrumpió el otro.
– Nathan, ya sabes que nos hemos ocupado de eso. Este bufete no está representando a RTG en su oferta por CyberCom en ningún aspecto.
– Philip Goldman todavía es socio de aquí, ¿no? Y todavía es el principal abogado de RTG, ¿verdad?
– Desde luego. No podíamos pedirle que se marchara. Sólo se trataba de un conflicto entre clientes y uno que ha sido más que sobradamente compensado. Philip Goldman no está trabajando con RTG en su oferta por CyberCom.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo -afirmó Wharton sin vacilar.
Gamble se alisó la pechera de la camisa.
– ¿Tienes vigilado a Goldman las veinticuatro horas del día, le has pinchado los teléfonos, lees su correspondencia, sigues a sus socios?
– No, claro que no.
– Entonces, no puedes estar seguro de que no trabaja para RTG y en contra de mí, ¿verdad?
– Tengo su palabra -replicó Wharton-. Y tenemos algunos controles.
Gamble jugó con el anillo que llevaba en uno de los dedos.
– En cualquier caso, no puedes saber en qué están metidos tus otros socios, incluida Sidney Archer, ¿no es así?
– Ella es una de las personas más íntegras que conozco, por no mencionar que es una mente brillante -afirmó Wharton, enfadado.
– Sin embargo, ella no tenía ni puñetera idea de que su marido viajaba en un avión a Los Ángeles, donde da la casualidad que RTG tiene la oficina central. Eso es mucha coincidencia, ¿no te parece?
– No puedes culpar a Sidney por las acciones de su marido.
Gamble se quitó el puro de la boca y con un gesto parsimonioso se limpió un resto de ceniza de la solapa de la chaqueta.
– ¿Cuánto le facturas al año a Tritón, Henry? ¿Veinte millones, cuarenta? Puedo conseguir la cifra exacta cuando regrese a la oficina. Ronda esa cantidad, ¿no? -Gamble se puso de pie-. Tú y yo nos conocemos desde hace años. Conoces mi estilo. Si alguien cree que puede aprovecharse de mí, se equivoca. Quizá me llevará algún tiempo, pero si alguien me apuñala, se lo devuelvo por partida doble. -Gamble dejó el puro en un cenicero, apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante hasta poner la cara a un palmo del rostro de Wharton-. Si pierdo CyberCom porque mi propia gente me ha vendido, cuando salga a por los responsables seré como el Misisipí cuando se desborda. Habrá muchas víctimas potenciales, la mayoría personas inocentes, pero no me preocuparé en averiguar cuáles son. ¿Me comprendes? -Gamble hablaba en voz baja y tranquila, pero, de todas maneras, Wharton sintió como si le hubiesen dado un puñetazo.
Wharton tragó saliva mientras miraba los ojos brillantes del magnate.
– Sí, creo que sí.
Gamble se puso el abrigo y recogió la colilla del puro.
– Que pases un buen día, Henry. Cuando hables con Sidney, dale recuerdos míos.
Era la una de la tarde cuando Sidney salió del aparcamiento del Boar's Head y se dirigió otra vez a la Ruta 29. Pasó por delante del viejo Memorial Gymnasium, donde en otros tiempos se había agotado haciendo gimnasia y jugando a tenis entre clase y clase de derecho. Metió el coche en el aparcamiento del Córner, uno de los centros comerciales favoritos de los estudiantes, donde había numerosas librerías, restaurantes y bares.
Entró en una cafetería, pidió un café y compró un ejemplar del Washington Post. Ocupó una de las mesas de madera y echó una ojeada a los titulares. Casi se cayó de la silla.
El titular ocupaba toda la plana como correspondía a la importancia de la noticia: EL PRESIDENTE DE LA RESERVA FEDERAL, ARTHUR LlEBERMAN, MUERTO EN UN ACCIDENTE AÉREO. Junto al titular había una foto de Lieberman. Sidney se sorprendió ante la mirada penetrante del hombre.
Leyó el artículo en un santiamén. Lieberman había sido uno de los pasajeros del vuelo 3223. Viajaba todos los meses a Los Ángeles para entrevistarse con Charles Tiedman, presidente del banco de la Reserva en San Francisco. El fatídico vuelo de la Western Airlines había sido uno de esos viajes habituales. Gran parte del artículo glosaba la ilustre carrera financiera de Lieberman y el respeto que le había dispensado el mundo económico. Por cierto, la noticia oficial de la muerte no se había comunicado hasta ahora, porque el gobierno estaba haciendo todo lo posible para evitar el pánico en la comunidad financiera. A pesar de ello, las bolsas de todo el mundo habían comenzado a bajar. El artículo concluía con la noticia de que el funeral tendría lugar el domingo siguiente en Washington.
Había más información sobre el accidente aéreo en las páginas interiores. No se había descubierto nada nuevo, y el NTSB continuaba con las investigaciones. Se tardaría más de un año en averiguar por qué el vuelo 3223 había acabado en un campo de maíz y no en la pista del aeropuerto de Los Ángeles. El tiempo, un fallo mecánico, un sabotaje y mil cosas más estaban siendo estudiadas, pero por ahora no había nada concreto.
Sidney se acabó el café, dejó el periódico a un lado y sacó el teléfono móvil del bolso. Marcó el número de la casa de sus padres y habló durante un rato con su hija. Costaba que Amy dijera algo, porque todavía le daba vergüenza hablar por teléfono. Después, habló con sus padres. A continuación, llamó a su casa y escuchó los mensajes del contestador automático. Había muchos, pero uno destacaba por encima de todos los demás: el de Henry Wharton. Tylery Stone le había dado generosamente todo el tiempo que hiciera falta para enfrentarse a la catástrofe personal, aunque Sidney estaba convencida de que no tendría bastante con el resto de su vida. La voz de Henry había sonado preocupada, incluso nerviosa. Ella sabía lo que significaba: Nathan Gamble le había hecho una visita.
Se apresuró a marcar el número del bufete y le pasaron con el despacho de Wharton. Hizo todo lo posible para controlar los nervios mientras esperaba que él cogiera el teléfono. Wharton podía ser implacable o un gran consejero, dependiendo de si se contaba con su favor o no. El había sido siempre uno de los grandes partidarios de Sidney. Pero ¿y ahora? Respiró con fuerza cuando él se puso al aparato.
– Hola, Henry.
– Sid, ¿cómo estás?
– Si quieres que te diga la verdad, bastante aturdida.
– Quizás eso sea lo mejor. Por ahora. Lo superarás. Te puede parecer que no, pero lo conseguirás. Eres fuerte.
– Gracias por el apoyo, Henry. Siento mucho haberte dejado en la estacada. Con todo el asunto de CyberCom por medio.
– Lo sé, Sidney. No te preocupes.