Valía la pena probarlo.

_¿ Dieciocho? -preguntó el subastador.

– Sí -dijo Carl, lo bastante alto para hacerse oír.

La estrategia funcionó. Pete Flint se retiró a la seguridad del dinero que no había gastado y observó divertido cómo el gran Carl remataba uno de los peores negocios de la historia.

– Vendido por dieciocho millones al señor Carl Trudeau -bramó el subastador, y los invitados se pusieron en pie.

Bajaron a Imelda para que sus nuevos dueños pudieran posar con ella. Muchos de los asistentes miraban boquiabiertos a los Trudeau y su nueva adquisición, tanto con envidia como con orgullo. La orquesta empezó a tocar, anuncio de que había llegado la hora de bailar. Brianna estaba acalorada -el dinero la había excitado- y, a mitad del primer baile, Carlla apartó ligeramente de él, con suavidad. Estaba ardiendo, le dirigía miradas libidinosas y enseñaba tanta piel como era posible. La gente la miraba y a ella le parecía bien.

– Larguémonos de aquí -dijo Carl, después del segundo baile.

4

Durante la noche, Wes había conseguido hacerse con un sitio en el sofá, un lugar mucho más cómodo en el que descansar, y cuando despertó antes del amanecer, tenía a Mack pegado a él. Mary Grace y Liza estaban estiradas a sus anchas en el suelo, debajo de ellos, envueltas en mantas y dormidas como un tronco. Habían estado viendo la televisión hasta que los niños habían caído rendidos, y luego habían abierto y apurado en silencio una botella de champán barato que habían estado guardando para la ocasión. El alcohol y el cansancio los habían dejado fuera de combate y se habían jurado dormir eternamente.

Cinco horas después, Wes abrió los ojos y fue incapaz de cerrarlos de nuevo. Volvía a estar en los juzgados, sudoroso y hecho un manojo de nervios, viendo entrar al jurado, rezando, buscando una señal y oyendo las solemnes palabras del juez Harrison. Las palabras que resonarían en sus oídos para siempre.

Aquel iba a ser un gran día y Wes no iba a seguir perdiéndolo tumbado en el sofá.

Se levantó con suavidad para no despertar a Mack, lo tapó con una manta y entró en su atestado dormitorio sin hacer ruido para ponerse los pantalones cortos, las zapatillas de deporte y una camiseta. Durante el juicio, había procurado correr a diario, a veces al mediodía y otras a las cinco de la mañana. Un día del mes anterior, había acabado a diez kilómetros de casa a las tres de la madrugada. Correr le ayudaba a despejar la mente y a aliviar el estrés. Ideaba estrategias, interrogaba a los testigos, discutía con Jared Kurtin, apelaba al jurado, hacía miles de cosas mientras pateaba el asfalto en la oscuridad.

Tal vez ese día se concentraría en algo distinto mientras corría, en lo que fuera menos en el juicio. Tal vez pensara en las vacaciones. Una playa. Sin embargo, la apelación ya había empezado a reconcomerlo.

Mary Grace no se movió cuando él salió sigilosamente del piso y cerró la puerta detrás de él. Eran las cinco y cuarto.

Echó a correr sin estiramientos previos y poco después ya se encontraba en Hardy Street, en dirección al campus de la Universidad Southern Mississippi. Le gustaba la seguridad de aquel lugar. Rodeó los colegios mayores en los que había vivido, el estadio de fútbol en el que había jugado y al cabo de media hora entró en el Java Werks, su cafetería predilecta, que se encontraba en la calle de enfrente del campus. Dejó cuatro monedas de veinticinco centavos sobre el mostrador y pidió una tacita del café de la casa. Un dólar. Casi se echó a reír al contarlas. Planeaba el café con antelación y siempre andaba buscando monedas.

Al final del mostrador había una colección de periódicos del día. El titular de primera plana del Hattiesburg American anunciaba: «Krane Chemical sancionada con cuarenta y un millones de dólares». Iba acompañado de una enorme y magnífica foto de Mary Grace y él saliendo de los juzgados, cansados, pero felices, y una foto más pequeña de Jeannette Baker, llorosa. Había muchas citas de los abogados, unas cuantas del jurado, incluso una corta aunque enrevesada declaración de la doctora Leona Rocha, que evidentemente había ejercido gran influencia en la sala del jurado. Según el diario, se le atribuía haber dicho, entre otras perlas: «Nos indignaba el calculado y arrogante abuso de la tierra que había hecho Krane, su total desprecio por la seguridad y su hipocresía al intentar ocultarlo».

Wes adoraba a esa mujer. Devoró el extenso artículo, olvidando el café. El diario estatal más importante era The Clarion-Ledger, de Jackson, y aunque el titular era un poco más comedido, no por ello dejaba de ser impactante: «El jurado falla contra Krane Chemical: indemnización astronómica». Más fotos, citas, detalles del juicio; al cabo de unos minutos, Wes acabó leyendo por encima. Hasta el momento, el mejor titular se lo llevaba The Sun Herald, de Biloxi: «Jurado a Krane: afloja la pasta».

La noticia y las fotos iban en la primera plana de la mayoría de los principales periódicos. No era un mal día para el pequeño bufete de Payton amp; Payton. La vuelta a los escenarios estaba próxima y Wes estaba preparado. Los clientes potenciales empezarían a hacer sonar los teléfonos del despacho en busca de asesoramiento legal para sus divorcios, quiebras y un centenar de incordios para los que Wes no tenía estómago. Se los quitaría de encima con educación, los mandaría a otros abogados de poca monta -bastaba con darle una patada a una piedra para encontrarlos- y se dedicaría a navegar por internet todas las mañanas en busca de los peces gordos. Una indemnización astronómica, fotos en los periódicos, la noticia del día y el negocio estaba a punto de crecer considerablemente.

Apuró la taza de café y salió a la calle.

Cad Trudeau también salió de casa antes del amanecer. Podría haberse escondido en el ático todo el día y dejar que los del gabinete de prensa se encargaran del desastre. Podría haberse escudado detrás de sus abogados. Podría haber subido al jet y volar hasta la villa de Anguilla o la mansión de Palm Beach.

Sin embargo, Carl no. Jamás había rehuido una pelea y no iba a empezar ahora.

Además, quería alejarse de su mujer. La noche anterior le había costado una fortuna y todavía no lo había digerido. -Buenos días -saludó con brusquedad a Toliver, mientras se acomodaba en el asiento trasero del Bentley.

– Buenos días, señor.

A Toliver no se le habría ocurrido preguntarle algo tan estúpido como qué tal se encontraba esa mañana. Eran las cinco y media, y aunque no era una hora desacostumbrada para el señor Trudeau, tampoco era habitual. Por lo general, salían hacia las oficinas una hora más tarde.

– Pisa a fondo -dijo el jefe, y Toliver enfiló la Quinta Avenida a toda velocidad.

Veinte minutos después, Carl estaba en el ascensor privado con Stu, un ayudante cuya única tarea consistía en estar disponible las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, siempre que el gran hombre lo necesitara. Stu había recibido una llamada una hora antes para acatar instrucciones: preparar café, un bollo de trigo tostado y zumo de naranja. Le había llegado una lista con los seis periódicos que el señor Trudeau debía encontrar sobre su escritorio y estaba enfrascado buscando por internet de todo lo que se comentara sobre el veredicto. Carl apenas se fijó en él.

Ya en el despacho, Stu le cogió la chaqueta, le sirvió un café y recibió la orden de que espabilara con el bollo y el zumo.

Carl se acomodó en su sillón aerodinámico de diseño, hizo crujir los nudillos, se acercó al escritorio, respiró hondo y cogió The New York Times. Primera plana, columna izquierda. No la primera plana de la sección de economía, ¡sino la primera plana del puñetero periódico! Justo en medio de una guerra, un escándalo en el Congreso y los cadáveres de Gaza.


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