Carl consultó la hora en su reloj de pulsera y musitó algo sobre hacer una llamada. Volvió a abandonar la mesa, se paseó por el despacho y luego se detuvo en uno de los ventanales que daban al sur. El edificio Trump llamó su atención. Se ubicaba en el número cuarenta de Wall Street, muy cerca de la Bolsa de Nueva York, donde dentro de muy poco las acciones ordinarias de Krane Chemical serían la comidilla del día, mientras los inversores abandonaban el barco y los especuladores se quedaban boquiabiertos ante la desmembración. Qué cruel, qué irónico que él, el gran Carl Trudeau, un hombre que a menudo había mirado divertido desde lo alto cómo alguna compañía desafortunada se consumía, tuviera ahora que quitarse de encima a los buitres. ¿ Cuántas veces había maquinado él mismo el colapso del precio de una acción para poder lanzarse en picado sobre ella y comprarla por una miseria? Su leyenda se había construido sobre ese tipo de tácticas despiadadas.
¿Hasta qué punto iba a afectarles? Esa era la gran pregunta, seguida de muy cerca de la segunda: ¿cuánto duraría?
Esperó.
5
Tom Huff se puso su mejor y más oscuro traje y, después de darle muchas vueltas, decidió entrar a trabajar en el Second State Bank unos minutos más tarde de lo habitual. Llegar a primera hora habría sido demasiado predecible, tal vez incluso un poco engreído por su parte. Además, yeso era lo más importante, quería que todo el mundo ya hubiera ocupado su sitio cuando él llegara: los viejos cajeros de la planta principal, las secretarias monas de la segunda y los vice lo que fueran, sus rivales, de la tercera. Huffy quería hacer una entrada triunfal con el mayor público posible. Se la había jugado con los Payton y merecía disfrutar de ese momento.
Sin embargo, en realidad recibió el rechazo absoluto de los cajeros, el vacío colectivo de las secretarias y suficientes sonrisitas taimadas de sus rivales como para empezar a recelar. Encontró un mensaje sobre su mesa calificado como «urgente» para que fuera a ver al señor Kirkhead. Allí se cocía algo y Huffy empezó a perder aplomo. Menuda entrada triunfal. ¿Cuál era el problema?
El señor Kirkhead estaba en su despacho, esperando, con la puerta abierta: mala señal. El jefe odiaba las puertas abiertas; de hecho, se jactaba de un estilo de dirección a puerta cerrada. Era mordaz, grosero, cínico y tenía miedo hasta de su propia sombra, por lo que las puertas cerradas eran sus aliadas.
– Siéntese -le espetó, sin un mísero «Buenos días» o un «Hola» o, no fuera a sentarle mal, un «Felicidades».
Estaba pertrechado detrás de su pretencioso escritorio, con la oronda y despejada cabeza inclinada, como si esnifara las hojas de cálculo a medida que las leía.
– ¿Y cómo está usted, señor Kirkhead? -preguntó Huffy, alegremente.
Qué ganas tenía de llamarlo «Kirkabrón», como solía hacer siempre que se refería a su jefe. Incluso las viejas cajeras de la primera planta a veces lo llamaban así.
– Fenomenal. ¿Ha traído el expediente de los Payton?
– No, señor. No me dijeron que lo trajera. ¿Pasa algo?
– De hecho, dos cosas, ahora que lo menciona. Primera: tenemos un préstamo catastrófico con esa gente de más de cuatrocientos mil dólares, vencido, por descontado, y sin apenas garantías.
Había dicho «esa gente» como si Wes y Mary Grace fueran ladrones de tarjetas de crédito.
– No es nada nuevo, señor.
– ¿Le importaría dejarme acabar? y ahora tenemos esa indemnización desorbitada del jurado que, como entidad que ha emitido el préstamo, se supone que debemos sentirnos satisfechos, pero como entidad crediticia y cabeza empresarial de esta comunidad, creo que es una verdadera mierda. ¿ Qué tipo de mensaje estamos enviando a posibles clientes industriales con este tipo de veredictos?
– ¿Que no viertan residuos tóxicos en nuestro estado? Los rollizos carrillos de Kirkabrón se sonrojaron mientras desechaba la respuesta de Huffy con un gesto de la mano. Se aclaró la garganta y a punto estuvo de hacer gárgaras con su propia saliva.
– Esto no es bueno para nuestro clima empresarial-dijo-.
La primera plana en todo el mundo esta mañana. Me están llamando de la oficina central. Hoy es un día de perros.
Bowmore también tiene muchos días de perros, pensó Huffy. Sobre todo con todos esos funerales.
– Cuarenta y un millones de dólares -siguió Kirkabrón- para una pobre mujer que vive en una caravana. -Las caravanas no tienen nada malo, señor Kirkhead. Por aquí hay mucha gente, buenas personas, que viven en ellas, y nosotros les concedemos préstamos.
– No lo entiende. Es una cantidad de dinero desorbitada, es poner el sistema patas arriba. ¿Por qué aquí? ¿Por qué se conoce a Mississippi como un infierno judicial? ¿Por qué los abogados adoran nuestro pequeño estado? Eche un vistazo a los números, es malo para los negocios, Huff, para nuestros negocios.
– Sí, señor, pero el préstamo de los Payton ya no debe preocuparle.
– Quiero que lo devuelvan, y pronto.
– Yo también.
– Presénteme un calendario. Quede con esa gente y prepare un plan de devolución, que solo aprobaré cuando lo encuentre sensato. Hágalo ya.
– Sí, señor, pero puede que aún necesiten varios meses para ponerse al día. Prácticamente han cerrado…
– Me importan un pimiento, Huff. Solo quiero que ese préstamo no aparezca en los libros.
– Sí, señor. ¿ Eso es todo?
– Sí. y se acabaron los créditos judiciales, ¿ entendido?
– No se preocupe.
A tres puertas del banco, el ilustrísimo señor Jared Kurtin hizo un repaso general de las tropas antes de volver a Atlanta y enfrentarse a la gélida bienvenida que le esperaba allí. La oficina central se encontraba en un viejo edificio de Front Street, que habían restaurado hacía poco. La defensa de Krane Chemical, con recursos ilimitados, lo había alquilado hacía dos años y lo había puesto al día con un impresionante equipo tecnológico y personal.
Como era lógico, los ánimos estaban por los suelos, aunque a muchos de los que eran de por allí no les inquietaba el veredicto. Después de estar meses trabajando para Kurtin y sus arrogantes secuaces de Atlanta, sentían una muda satisfacción al ver cómo se retiraban, vencidos. Además, volverían. El veredicto alentaría el ánimo de las víctimas yeso garantizaba demandas, litigios y todo lo demás.
Por allí también se encontraba Frank Sully, como testigo de la partida, un abogado local y socio de un bufete de Hattiesburg, que Krane había contratado al principio, antes de decantarse por un «bufete mayor» de Atlanta. Le habían ofrecido un asiento en la apretada mesa de la defensa y había sufrido la ignominia de tener que asistir a un juicio de cuatro meses de duración sin abrir la boca durante la audiencia pública. Sully había estado en desacuerdo con prácticamente todas las tácticas y estrategias que había empleado Kurtin. Era tal su desconfianza y manía a los abogados de Atlanta, que había hecho circular una nota interna entre sus socios en la que predecía una indemnización astronómica por daños punitivos. En esos momentos se regodeaba en secreto.
Sin embargo, era un profesional. Había servido a su cliente hasta donde este le había permitido, había hecho todo lo que Kurtin le había pedido y volvería a hacerlo encantado, porque, hasta la fecha, Krane Chemical había pagado a su modesto bufete más de un millón de dólares.
Kurtin y él se estrecharon la mano en la puerta principal.
Ambos sabían que volverían a hablar por teléfono antes de que acabara el día. Ambos estaban secretamente encantados con la partida. Dos furgonetas de alquiler llevaron a Kurtin y a diez personas más al aeropuerto, donde un precioso y pequeño jet privado les esperaba para emprender el viaje, de setenta minutos de vuelo, a pesar de que no tenían ninguna prisa. Echaban de menos sus casas y a sus familias, pero ¿ qué podía haber más humillante que regresar renqueantes de un pueblo de mala muerte con el rabo entre las piernas?