Desde luego podía arruinar un bufete familiar y de andar por casa de Hattiesburg, Mississippi.

Toliver lo dejó en casa poco después de las nueve de la noche, una hora que Carl elegía porque Sadler ya estaría en la cama y no se vería obligado a adorar a alguien por quien no sentía el más mínimo interés. A la otra niña, en cambio, no podría evitarla. Brianna estaba esperándolo, como era su deber. Cenarían junto a la chimenea.

Cuando cruzó la puerta, se encontró de frente con Imelda, instalada cómoda y permanentemente en el vestíbulo y con peor aspecto que la noche anterior. No pudo evitar mirarla boquiabierto. ¿De verdad que ese amasijo de varillas de latón tenía que parecerse a una mujer? ¿Dónde estaba el torso? ¿Dónde estaban las piernas? ¿Dónde estaba la cabeza? ¿De verdad había pagado tanto dinero por ese revoltijo abstracto?

¿Durante cuánto tiempo iba a acecharlo en su propio ático?

Carl estaba contemplando tristemente su obra de arte mientras uno de los ayudantes se llevaba el abrigo y el maletín. Entonces oyó las temidas palabras.

– Hola, cariño. -Brianna entró en la habitación arrastrando un largo y vaporoso vestido roj o tras ella. Se dieron un beso en las mejillas-. ¿No es increíble? -preguntó, entusiasmada, extendiendo un brazo en dirección a Imelda.

– Increíble es la palabra -contestó él.

Miró a Brianna, luego a Imelda y le entraron ganas de asfixiarlas a ambas, aunque enseguida se le pasó. Jamás admitiría una derrota.

– La cena está lista, cariño -le susurró Brianna.

– No tengo hambre. Tomemos una copa.

– Pero Claude ha preparado tu plato preferido: lenguado a la parrilla.

– No tengo apetito, querida -insistió él, arrancándose la corbata y lanzándosela a su ayudante.

– Ha sido un día espantoso, lo sé -dijo ella-. ¿Un whisky?

– Sí.

– ¿Te apetece contármelo? -preguntó Brianna.

– Me encantaría.

La administradora personal de Brianna, una mujer que Carl no conocía, había estado llamando a lo largo del día para ponerla al corriente de la caída. Brianna conocía las cifras y había oído en las noticias que su marido había perdido cerca de mil millones de dólares.

Despidió al servicio de cocina y se puso un camisón mucho más atrevido. Se acomodaron delante de la chimenea y estuvieron charlando hasta que él se durmió.

7

El viernes, dos días después de la sentencia, el bufete de los Payton se encontró a las diez de la mañana en el Ruedo, un amplio espacio despejado, con paredes de pladur sin pintar, forradas de estanterías caseras y abarrotadas de fotos aéreas, certificados médicos, perfiles de miembros del jurado, informes de expertos llamados a declarar y un centenar de documentos y objetos relacionados con el proceso. En el centro de la estancia había una especie de mesa: cuatro planchas de contrachapado de tres centímetros de grosor, montadas sobre caballetes y rodeadas de una lastimosa colección de sillas de madera y metálicas. No había prácticamente ninguna a la que no le faltara alguna pieza. Era evidente que la mesa había sido el ojo del huracán durante los últimos cuatro meses, abarrotada como estaba de papeles y montañas de volúmenes de derecho. Sherman, uno de los pasantes, había dedicado casi todo el día anterior a recoger tazas de café, cajas de pizza, recipientes de comida china y botellas de agua vacías. También había barrido el suelo, aunque nadie lo diría.

El despacho anterior, en un edificio de tres plantas de Main Street, estaba decorado con elegancia, bien situado y un equipo de limpieza lo dejaba como los chorros del oro cada noche. La apariencia y la pulcritud eran importantes entonces.

Ahora solo intentaban sobrevivir.

A pesar del deprimente entorno, la gente estaba animada, y por razones obvias: la maratón había acabado, aunque todavía les costaba creer el veredicto. Unidos por el sudor y los apuros que habían pasado, la pequeña y consolidada firma había superado a la bestia negra y había anotado un tanto para el equipo de los buenos.

Mary Grace intentó imponer un poco de orden. Habían descolgado los teléfonos porque Tabby, la recepcionista, también formaba parte del bufete y querían que participara en la toma de decisiones. Por fortuna, los teléfonos volvían a sonar.

Sherman y Rusty, el otro pasante, llevaban vaqueros y sudaderas, pero no usaban calcetines. Trabajando en un antiguo local comercial abandonado, ¿ a quién iba a importarle el código en el vestir? Tabby y Vicky, la otra recepcionista, habían dejado de ponerse la ropa buena cuando empezaron a enganchársela en el mobiliario improvisado. Solo Olivia, la contable con aspecto de matrona, aparecía un día tras otro ataviada con ropa de oficina.

Estaban sentados alrededor de la mesa de contrachapado, dando sorbos al mismo imbebible café al que se habían hecho adictos, y escuchaban sonrientes a Mary Grace mientras esta hacía un rápido resumen.

– Presentarán las peticiones de costumbre -decía-. El juez Harrison ha fijado una vista para de aquí a un mes, pero no se esperan sorpresas.

– A la salud del juez Harrison -dijo Sherman, y todos brindaron con su taza de café.

Se había convertido en un bufete muy democrático. Todos los presentes se sentían como iguales, todo el mundo podía decir lo que creyera conveniente y se tuteaban. La pobreza era un gran rasero.

– En los próximos meses -continuó Mary Grace-, Sherman y yo llevaremos el caso Baker y pondremos los demás casos de Bowmore al corriente. Wes y Rusty se encargarán de todos los demás y empezarán a generar algo de dinero.

Aplausos.

– Por el dinero -dijo Sherman, invitando a un nuevo brindis.

Sherman estaba licenciado en derecho, certificado que había obtenido en una escuela nocturna, pero no había conseguido aprobar el examen con que se obtenía el título de abogado. Tenía cuarenta y tantos años, un pasante de carrera que sabía más de leyes que la mayoría de los abogados. Rusty tenía veinte años menos y estaba planteándose probar con la medicina.

– Ya que hablamos de ello -continuó Mary Grace-, Olivia me ha facilitado el último estado de nuestro déficit presupuestario. Todo un detalle. -Cogió una hoja de papel y repasó las cifras-. Llevamos un retraso de tres meses en el pago del alquiler, así que oficialmente debemos un total de cuatro mil quinientos dólares.

– Que nos desahucien, por favor -dijo Rusty.

– Pero el casero sigue siendo cliente nuestro y no está preocupado. También llevamos un retraso de un par de meses en el pago de las demás deudas, salvo, por descontado, la del teléfono y la luz. Hace cuatro semanas que no se pagan sueldos…

– Cinco -puntualizó Sherman.

– ¿Estás seguro? -preguntó Mary Grace.

– Contando hoy. Hoy es día de pago o, al menos, antes lo era.

– Disculpa, cinco semanas de retraso. La semana que viene debería de empezar a entrar dinero, si conseguimos llegar a un acuerdo con el caso Raney. Intentaremos ponernos al día. -Saldremos de esta -aseguró Tabby.

Era la única soltera del bufete, los demás tenían pareja con trabajo. Aunque las perspectivas de cobro eran muy poco halagüeñas, todos estaban dispuestos a sobrevivir.

– ¿Y la familia Payton? -preguntó Vicky.

– Vamos tirando -contestó Wes-. Gracias por preocuparte, pero nos defendemos, igual que vosotros. Ya lo he dicho cientos de veces, pero volveré a repetirlo si es necesario:

Mary Grace y yo os pagaremos tan pronto como sea posible. Las cosas van a mejorar.

– Vosotros nos preocupáis más -añadió Mary Grace. Nadie iba a irse. Nadie iba a presionarlos.

A pesar de que no había nada por escrito, hacía tiempo que habían firmado un acuerdo: cuando cobraran los casos de Bowmore, si eso sucedía algún día, el dinero se repartiría entre todos los empleados. Tal vez no de manera igualitaria, pero todos los presentes sabían que serían recompensados.


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