Tenía cuarenta y un años y estaba cansada, aunque la fatiga pasaría. Hacía mucho tiempo que los viejos sueños en los que se veía ejerciendo de madre a tiempo completo, con la vida arreglada, habían quedado olvidados. Krane Chemlcal había convertido en una radical y en una cruzada.
Después de los últimos cuatro meses, jamás volvería a ser la misma.
Basta. Abrió los ojos de par en par.
Todos sus pensamientos la remitían de nuevo al caso, a Jeannette Baker, al juicio, a Krane Chemical. N o iba a pasar ese precioso y tranquilo fin de semana dándole vueltas a lo mismo. Abrió el libro y empezó a leer.
Asaron salchichas y malvaviscos para cenar sobre una barbacoa hecha con piedras cerca del agua y luego se sentaron en el embarcadero, en medio de la oscuridad, para contemplar las estrellas. El cielo estaba despejado y hacía fresco, por lo que todos se acurrucaron bajo una colcha. Una luz lejana titilaba en el horizonte y, tras debatir qué podría ser, llegaron a la conclusión de que se trataba de otra barca.
– Papá, cuéntanos una historia -dijo Mack.
Estaba arrebujado entre su hermana y su madre.
– ¿De qué tipo?
– Una de fantasmas. Que dé miedo.
Lo primero que le vino a la cabeza fueron los perros de Bowmore. Durante muchos años, una jauría de perros abandonados había deambulado por las afueras del pueblo. A menudo, en medio del silencio de la noche, se ponían a aullar y a gemir y hacían más ruido que una manada de coyotes. La leyenda decía que los perros tenían la rabia y que se habían vuelto locos por beber el agua.
Sin embargo, ya estaba harto de Bowmore. Recordó otra sobre un fantasma que caminaba sobre el agua, de noche, en busca de su amada esposa, que se había ahogado. Empezó a contarla y los niños se acurrucaron aún más contra sus padres.
8
Un guardia uniformado abrió las puertas de la mansión e hizo un seco gesto de cabeza al conductor al tiempo que el largo Mercedes negro pasaba por su lado a toda velocidad, con prisas, como siempre. El señor Carl Trudeau ocupaba el asiento trasero, solo, concentrado en los periódicos de la mañana. Eran las siete y media, demasiado temprano para ir a jugar al golf o al tenis, y demasiado temprano para encontrar caravana, siendo sábado, en Palm Beach. Al cabo de unos minutos, el coche estaba en la interestatal 95, en dirección sur.
Carl pasó por alto la sección de economía. Gracias a Dios, la semana había llegado a su fin. Krane había cerrado a diecinueve dólares con cincuenta el día anterior y no daba señales de que fuera a estabilizarse. A pesar de que pasaría a ser conocido para la posteridad como uno de los pocos hombres que había perdido mil millones de dólares en un día, ya estaba forjando su próxima leyenda. En un año habría recuperado su dinero. En dos lo habría doblado.
Cuarenta minutos después estaba en Boca Ratón, cruzando el canal navegable, en dirección al conglomerado de rascacielos y hoteles que se apelotonaban a lo largo de la playa. El edificio de oficinas era un reluciente cilindro de cristal de diez pisos, con una sola entrada, un guardia y sin distintivos de ningún tipo. Le dieron paso al Mercedes con un gesto de la mano y este se detuvo bajo un pórtico.
– Buenos días, señor Trudeau -lo saludó un joven, muy serio y con traje oscuro, al abrir la puerta trasera.
– Buenos días -contestó Carl, apeándose.
– Por aquí, señor.
Según las investigaciones de última hora de Carl, la firma de Troy-Hogan procuraba mantenerse en el más puro anonimato. No tenía página web ni folletos, no se anunciaba y el teléfono no aparecía en el listín: nada que pudiera atraer clientes. No se trataba de un bufete de abogados porque no estaba registrada en el estado de Florida; ni en el de Florida ni en ningún otro. No estaba adscrito a ningún grupo de presión. Era una sociedad anónima. Se desconocía el origen del nombre, porque no había ningún registro de nadie que se llamara ni Troy ni Hagan. La compañía ofrecía servicios de consultoría y marketing, pero nadie sabía a qué se dedicaba en realidad. La razón social estaba en las Bermudas y llevaba ocho años censada en Florida. El representante nacional era un bufete de abogados de Miami de propiedad privada, aunque nadie conocía al dueño.
Cuanto menos sabía Carl de la firma, más la admiraba.
El director era un tal Barry Rinehart y por ahí todavía había conseguido encontrar alguna pista. Según varios amigos y contactos de Washington, Rinehart había pasado por Washington D.C. veinte años atrás sin dejar ni una sola huella. Había trabajado para un congresista, para el Pentágono y para un par de grupos de presión medianos, un currículo como otro cualquiera. Abandonó la ciudad sin razón aparente en 1990 y volvió a aparecer en Minnesota, donde dirigió la magnífica campaña de un político desconocido que salió elegido para el Congreso. A continuación pasó a Oregón, donde puso sus artes a disposición de un candidato al Senado. Sin embargo, cuando empezaba a cosechar cierta reputación, de repente dejó de hacer campañas y volvió a desaparecer. Ahí se acababa el rastro.
Rinehart tenía cuarenta y ocho años, se había casado y divorciado en dos ocasiones, no tenía hijos, no estaba fichado por la policía y no pertenecía a ninguna asociación profesional ni a ningún otro tipo de organismo asociativo. Había obtenido una licenciatura en Ciencias Políticas en la Universidad de Maryland y otra en Derecho en la Universidad de Nevada.
Por lo visto, nadie sabía qué hacía en la actualidad, pero sin lugar a dudas lo hacía bien. Su elegante despacho, en la última planta del cilindro, estaba decorado con arte y mobiliario contemporáneo minimalista. Carl, que no reparaba en gastos en su propio despacho, estaba impresionado.
Barry lo esperaba junto a la puerta de la oficina. Se estrecharon la mano e intercambiaron las cortesías de rigor mientras tomaban buena nota del traje, la camisa, la corbata y los zapatos del otro. Todo a medida, exclusivo. Habían cuidado hasta el último detalle, a pesar de ser sábado y estar en el sur de Florida. La primera impresión era crucial, especialmente para Barry, emocionado ante la perspectiva de echar el lazo a un nuevo cliente de peso.
Carl había medio esperado a un charlatán con mucha labia ataviado con un traje barato, pero se sintió gratamente sorprendido. El señor Rinehart era un caballero distinguido, de voz suave, acicalado y parecía muy tranquilo en presencia de un hombre tan poderoso como él. Por descontado no era un igual, pero al otro tampoco parecía importarle.
Una secretaria les ofreció café cuando entraron en el despacho y se toparon con el océano. Desde la décima planta, en primera línea de playa, el Atlántico se extendía hacia el infinito. Carl, que contemplaba distraído el río Hudson varias veces al día, sintió envidia.
– Bonito -comentó, disfrutando de la vista desde la hilera de ventanales de tres metros de alto.
– No es un mal lugar para trabajar -dijo Barry.
Se acomodaron en los sillones de piel beis cuando llegó el café. La secretaria cerró la puerta y dejó tras de sí una agradable sensación de seguridad.
– Le agradezco que me reciba en sábado y habiendo avisado con tan poco tiempo de antelación -dijo Carl.
– Es un placer -contestó Barry-. Ha sido una semana muy dura.
– He tenido mejores. Asumo que ha hablado personalmente con el senador Grott.
– Por supuesto. Charlamos de vez en cuando.
– Fue bastante vago acerca de a qué se dedican usted y su firma.
Barry se echó a reír y cruzó las piernas.
– Nos dedicamos a las campañas. Eche un vistazo.
– Cogió un mando a distancia y pulsó un botón. Una enorme pantalla blanca bajó del techo y cubrió casi toda la pared. A continuación, apareció toda la nación. La mayoría de los estados estaban coloreados de verde mientras que los demás eran de color amarillo claro-. Treinta y un estados eligen por votación los jueces que presidirán los tribunales de apelación y los tribunales supremos. Son los que están en verde. Los estados en amarillo tienen el sentido común de designarlos. Nosotros nos dedicamos a las verdes.