– Nada de papeleo.
– Solo para el pago inicial. Después de todo, somos una empresa legítima de consultoría y relaciones gubernamentales. Tendremos una relación oficial con usted: asesoramiento, marketing, comunicaciones… Todas esas vagas y maravillosas palabras que ocultan todo lo demás. No obstante, el pago en el paraíso fiscal es completamente confidencial.
Carl se tomó su tiempo para meditarlo.
– Me gusta, me gusta mucho -dijo al fin, sonriente.
9
El despacho de abogados de F. Clyde Hardin amp; Associates no tenía socios. Solo eran Clyde y Miriam, su lánguida secretaria, que jerárquicamente estaba por encima de él porque llevaba allí unos cuarenta años, bastantes más que Clyde. Había mecanografiado escrituras y testamentos para su padre, que había vuelto a casa mutilado de la Segunda Guerra Mundial y era famoso por sacarse la pata de palo delante del jurado para distraerlo. Hacía tiempo que el buen hombre había pasado a mejor vida, mucho tiempo, y había legado el viejo despacho, el viejo mobiliario y la vieja secretaria a su único hijo, Clyde, de cincuenta y cuatro años y ya bastante viejo también.
El despacho de abogados de Hardin formaba parte integrante de Main Street en Bowmore desde hacía sesenta años. Había sobrevivido a guerras, depresiones, recesiones, encierros, boicots y aboliciones de la segregación racial, pero Clyde no estaba tan seguro de que pudiera sobrevivir a Krane Chemical. El pueblo se marchitaba a su alrededor. Era muy complicado deshacerse de la etiqueta de condado del Cáncer. Desde su asiento de primera fila, había visto cómo comerciantes, cafeterías, abogados y médicos rurales habían arrojado la toalla y habían abandonado la ciudad.
Clyde nunca había querido ser abogado, pero su padre no le dejó opción. A pesar de haber sobrevivido a escrituras, testamentos y divorcios, y de habérselas arreglado para parecer razonablemente complacido y pintoresco con sus trajes de algodón ligero, sus pajaritas de cachemira y sus sombreros de paja, en secreto detestaba la ley y la práctica de la abogacía a pequeña escala. Aborrecía el incordio diario que le suponía tener que tratar con gente tan pobre que no podía pagarle, de tener que pelearse con otros abogados haraganes para intentar hacerse con esos mismos clientes, de discutir con jueces, secretarios judiciales y prácticamente todo el mundo que se cruzaba en su camino. Solo quedaban seis abogados en Bowmore, y Clyde era el más joven. Soñaba con jubilarse junto a un lago o una playa, en cualquier lugar, pero esos sueños jamás se harían realidad.
Clyde pedía un café con azúcar y un huevo frito todas las mañanas a las ocho y media en Babe's, siete puertas más allá de su despacho, y un sándwich caliente de queso y un té helado todos los mediodías en Bob's Burgers, a siete puertas en la otra dirección. Todas las tardes a las cinco, en cuanto Miriam recogía su mesa y se despedía, Clyde sacaba la botella que guardaba en la oficina y se servía un vodka con hielo. Por lo general lo hacía a solas, al final del día, la mejor hora. Se deleitaba en el sosiego de su personal happy hour. A menudo, lo único que se oía era el susurro del ventilador del techo y el tintineo de los cubitos de hielo.
Le había dado dos sorbos, tragos en realidad, y el vodka estaba empezando a hacer efecto en alguna parte de su cerebro cuando oyó que alguien llamaba a la puerta con bastante brusquedad. N o esperaba a nadie. El centro estaba desierto a las cinco de la tarde, pero de vez en cuando se presentaba algún cliente en busca de sus servicios. Clyde estaba demasiado necesitado de ingresos como para desdeñar a la clientela. Dejó el vaso en un estante y se acercó hasta la puerta, al otro lado de la cual esperaba un caballero elegantemente vestido. Se presentó como Sterling Bitch o algo parecido. Clyde leyó la tarjeta de visita.
Bintz.
Sterling Bintz.
Abogado.
De Filadelfia.
El señor Bintz tenía unos cuarenta años, era bajo, delgado, vehemente y desprendía la suficiencia que a los yanquis les es imposible ocultar cuando se aventuran en las decadentes ciudades del sur profundo.
¿Cómo podía alguien vivir así?, parecía decir su sonrisa. Clyde le cogió antipatía de inmediato, pero también quería volver a su vodka, así que le ofreció una copa, ¿por qué no?
Se sentaron frente al escritorio de Clyde y empezaron a beber.
– ¿Por qué no va al grano? -preguntó Clyde al cabo de unos minutos de cháchara intrascendental.
– Con mucho gusto -contestó Sterling, con un acento cortante, nítido y áspero-. Mi bufete está especializado en demandas conjuntas y reclamación de daños. Es a lo único que nos dedicamos.
– Y de repente están interesados en nuestro pueblecito.
Qué sorpresa.
– Sí, nos interesa. Nuestra investigación demuestra que puede que haya más de un millar de posibles casos por aquí cerca, y nos gustaría encargarnos de tantos como fuera posible. Sin embargo, necesitamos asesoramiento local.
– Pues llega un poco tarde, amigo. Los buitres carroñeros llevan peinando el lugar los últimos cinco años.
– Sí, sé que la mayoría de los casos de fallecimiento deben de estar adjudicados en estos momentos, pero existen muchos otros. Nos gustaría encontrar a esas víctimas con problemas hepáticos y renales, lesiones estomacales, problemas de colon, enfermedades cutáneas y muchas otras afecciones causadas, por descontado, por Krane Chemical. Nuestros médicos les harán una revisión y cuando hayamos reunido el número adecuado, caeremos sobre Krane con una demanda conjunta. Es nuestra especialidad. Lo hacemos constantemente. El acuerdo podría ser astronómico.
Clyde escuchaba atento, aunque aparentaba aburrimiento.
– Continúe -dijo.
– Krane ha recibido una patada en la entrepierna. No pueden seguir litigando, así que tarde o temprano se verán obligados a llegar a un acuerdo. Si presentamos la primera demanda conjunta, nos llevaremos el gato al agua.
– ¿Nosotros?
– Sí. A mi bufete le gustaría asociarse con el suyo.
– Necesitan mi bufete.
– Nosotros haremos todo el trabajo. Necesitamos su nombre como asesor local, y sus contactos y presencia aquí, en Bowmore.
– ¿Cuánto?
Clyde era famoso por ser directo. Qué sentido tenía seguir hablando remilgadamente con aquel picapleitos del norte.
– Quinientos por cliente y un 5 por ciento de los honorarios cuando lleguemos a un acuerdo. Le repito, nosotros nos encargamos de todo el trabajo.
Clyde removió los cubitos de hielo y empezó a calcular mentalmente. Sterling siguió presionando.
– El edificio de aliado está vacío. Creo…
– Ah, sí, hay muchos edificios vacíos en Bowmore.
– ¿Quién es el dueño del de aliado?
– Yo. Forma parte de este edificio. Mi abuelo lo compró hace mil años. Y también tengo otro en la calle de enfrente. Vacío.
– La oficina de aliado es perfecta para instalar la clínica.
La remodelaremos, le daremos aspecto de consulta, traeremos a los médicos y luego nos anunciaremos a bombo y platillo para todos aquellos que crean que puedan estar enfermos. Acudirán en masa. Pasarán a ser nuestros clientes, haremos números y luego presentaremos una demanda conjunta en un tribunal federal.
Sonaba a algo fraudulento, pero Clyde había oído lo suficiente acerca de las reclamaciones de daños colectivas para comprender que ese tal Sterling sabía de qué estaba hablando. Quinientos clientes a quinientos por cabeza, además de un 5 por ciento cuando ganaran la lotería. Alargó la mano hacia la botella que guardaba en la oficina y volvió a llenar los dos vasos.
– Fascinante -dijo Clyde.
– Podría resultar muy rentable.
– Pero yo no trabajo en los tribunales federales.
Sterling bebió un sorbo de aquel licor casi letal y esbozó una sonrisa. Conocía muy bien las limitaciones de aquel fanfarrón de pueblo. Clyde no sabría ni por dónde empezar si tuviera que defender en el tribunal de la ciudad un caso de hurto.