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Se decidieron por un hombre llamado Ron Fisk, un abogado desconocido fuera de su pequeña ciudad de Brookhaven, Mississippi, a una hora al sur de J ackson, a dos al oeste de Hattiesburg y a ochenta kilómetros al norte de la frontera con el estado de Louisiana. Lo eligieron de entre una pila de currículos similares, aunque ninguno de los candidatos tomados en cuenta tuvo ni la más mínima idea de hasta qué punto sus nombres y sus vidas habían sido cuidadosamente evaluados. Hombre blanco, joven, casado en primeras nupcias, tres hijos, razonablemente atractivo, razonablemente bien vestido, conservador, baptista devoto, estudios de Derecho en el viejo Mississippi, ningún patinazo ético en la práctica de la abogacía, ningún problema con la justicia más allá de una multa por exceso de velocidad, ninguna afiliación a ninguna asociación de abogados, ningún caso controvertido y sin experiencia de ninguna clase en juicios.

No había razón para que nadie hubiera oído jamás el nombre de Ron Fisk fuera de Brookhaven yeso era justamente lo que lo convertía en el candidato ideal. Escogieron a Fisk porque era lo bastante mayor como para tener la justa experiencia acumulada en el campo que ellos necesitaban que tuviera, pero lo bastante joven para no haber abandonado sus ambiciones.

Tenía treinta y nueve años, uno de los socios de menor antigüedad de un bufete compuesto por cinco hombres y especializado en la defensa de casos relacionados con accidentes de tráfico, incendios intencionados, accidentes de trabajo y un millón de otras demandas de responsabilidad civil rutinarias. Los clientes de la firma eran compañías aseguradoras que pagaban por horas, lo que permitía a los cinco socios ganar un buen sueldo, aunque no astronómico. Como socio de menor antigüedad, Fisk había ganado noventa y dos mil dólares el año anterior. Una nimiedad para Wall Street, pero no estaba nada mal para una pequeña ciudad de Mississippi.

Un juez del tribunal supremo estatal ganaba unos ciento diez mil dólares.

La mujer de Fisk, Doreen, ganaba cuarenta y un mil dólares como ayudante de dirección de un psiquiátrico privado. Todo estaba hipotecado: la casa, los dos coches e incluso parte del mobiliario, pero los Pisk contaban con una magnífica clasificación crediticia. Hacían vacaciones una vez al año con los niños, en Florida, donde tenían alquilado en condominio un apartamento en una torre de pisos por mil a la semana. No había fondos fiduciarios y no parecía que pudieran heredar nada de importancia de sus padres.

Los Fisk eran la honradez personificada. No había trapos sucios que pudieran salir a la luz en medio del fragor de una guerra sucia. Absolutamente nada, de eso estaban seguros.

Tony Zachary entró en el edificio cinco minutos antes de las dos de la tarde y se dirigió derecho al mostrador.

– Tengo una cita con el señor Fisk -anunció, educado, y la secretaria desapareció.

Observó el lugar mientras esperaba. Estanterías medio combadas por el peso de unos volúmenes polvorientos, alfombra gastada, el olor a viejo de un edificio antiguo necesitado de restauración. Se abrió una puerta y un joven apuesto le tendió la mano.

– Señor Zachary, Ron Fisk -se presentó afablemente, como probablemente hacía con todos los clientes nuevos.

– Un placer.

– Pasemos a mi despacho -dijo Fisk, indicándolo con la mano.

Entraron, la cerraron detrás de ellos y se acomodaron alrededor de un enorme escritorio lleno de papeles. Zachary declinó el ofrecimiento de un café, agua o un refresco.

– Estoy bien, gracias.

Fisk iba arremangado y se había aflojado la corbata, como si hubiera estado haciendo algún trabajo manual. A Zachary le gustó de inmediato esa imagen. Dentadura perfecta, apenas algunas canas sobre las orejas, barbilla pronunciada. Ese tipo tenía salida, sin duda.

Durante unos minutos estuvieron tanteando el terreno para ubicarse mutuamente. Zachary dijo que residía en Jackson desde hacía tiempo, donde había pasado la mayor parte de su carrera dedicado a las relaciones gubernamentales, fuera lo que fuese lo que significaba eso. Teniendo en cuenta que sabía que en la ficha de Fisk no constaba que estuviera interesado en la política, no temía ser desenmascarado. En realidad, había vivido en Jackson menos de tres años y había trabajado hasta hacía muy poco como miembro de un grupo de presión para una asociación de contratistas de asfaltado. Ambos conocían a un senador de Brookhaven y hablaron de él unos minutos, para pasar el rato.

– Discúlpeme, pero en realidad no soy un cliente -dijo Zacbary, cuando se bubo instalado entre ellos cierta cordialidad-o Estoy aquí por asuntos más importantes.

Fisk frunció el ceño y asintió. -Continúe.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de un grupo llamado Visión Judicial?

– No.

Muy pocos lo conocían. En el turbio mundo de los grupos de presión y la consultoría, Visión Judicial era un recién llegado.

– Soy el director ejecutivo para el estado de Mississippi -continuó Zachary-. Es un grupo de ámbito nacional. Nuestro único objetivo es elegir personas cualificadas para los tribunales de apelación. Por cualificadas me refiero a jóvenes, ambiciosos, conservadores, partidarios del desarrollo económico, moderados, honrados e inteligentes jueces que, señor Fisk, y esta es la filosofía de nuestro trabajo, pueden cambiar, literalmente, el panorama judicial de este país. Si lo conseguimos, podremos proteger los derechos de los nonatos, restringir la basura cultural que consumen nuestros críos, honrar el vínculo sagrado del matrimonio, alejar a los homosexuales de las aulas, combatir a los defensores del control de armas, cerrar las fronteras y proteger el verdadero estilo de vida americano.

Ambos respiraron hondo.

Fisk no estaba seguro de cómo encajaba él en todo aquello, pero no podía negar que el pulso se le había acelerado.

– Sí, bien, parece un grupo interesante -dijo.

– Estamos comprometidos en ello -aseguró Zachary con firmeza- y también estamos decididos a devolver la cordura a nuestro sistema de procedimiento civil. Las indemnizaciones desorbitadas y los abogados ávidos de litigios obstaculizan el desarrollo económico. Estamos espantando a las empresas para que se vayan de Mississippi en vez de atraerlas.

– En eso estamos completamente de acuerdo -dijo Fisk, y Zachary estuvo a punto de gritar de júbilo.

– Ya ve todas las demandas ridículas que llegan a interponerse. Trabajamos de la mano de los grupos nacionales a favor de la reforma de las leyes de responsabilidad civil.

– Eso está bien. ¿ Y por qué están en Brookhaven?

– ¿Tiene usted ambiciones políticas, señor Fisk? ¿Alguna vez se ha planteado la posibilidad de liarse la manta a la cabeza y presentarse a las elecciones para un cargo en la Administración?

– La verdad es que no.

– Pues bien, hemos hecho nuestras averiguaciones y creemos que es usted un excelente candidato para el tribunal supremo estatal.

Fisk se echó a reír ante semejante disparate, aunque su risa nerviosa invitaba a pensar que lo supuestamente gracioso no lo era en realidad. Era muy serio. Podía continuar.

– ¿Averiguaciones?

– Desde luego. Dedicamos mucho tiempo a buscar candidatos que a) nos gusten y b) puedan ganar. Estudiamos a los rivales, las elecciones, la demografía, la política, en realidad, todo. Nuestro banco de datos es incomparable, así como nuestra capacidad para encontrar importantes recursos financieros. ¿ Le gustaría oír más?

Fisk se echó hacia atrás en su sillón reclinable, puso los pies en el escritorio y colocó las manos detrás de la nuca. -Por supuesto, cuénteme por qué está aquí.

– Estoy aquí para reclutarle para que se enfrente en las elecciones de noviembre a la jueza Sheila McCarthy del distrito sur de Mississippi -anunció con firmeza-. Puede batirla. No nos gusta ni ella ni su historial. Hemos analizado las decisiones que ha tomado en estos últimos nueve años en la magistratura y creemos que es una liberal acérrima que hasta ahora ha conseguido casi siempre ocultar su verdadera afiliación. ¿ La conoce?


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