Que actualmente se encontraba preparando un reportaje sobre el mundo de las drogas.
En este acto, por la declarante se entrega lo que examinado resulta ser un esquema, del puño y letra del fallecido a tenor de la declaración de su esposa, que le iba a servir de guión para la realización de su trabajo, escrito en tres hojas de tipo DIN A-4.
Asimismo declara que no le consta que hubiera sido amenazado.
Que de todos modos no descarta totalmente que si hubiera recibido amenazas no se lo habría dicho para no intranquilizarla, aunque le hubiera extrañado tal actitud ya que en situaciones anteriores en que sí había sido objeto de amenazas no se lo había ocultado. Por otra parte, en ningún momento dio muestras de intranquilidad o nerviosismo.
Que aunque no le gustaba hablar de sus trabajos hasta que estaban terminados, sí le había comentado que no estaba investigando sobre los traficantes de droga, sino sobre los efectos de la misma en el modo de vida de los adictos y su entorno familiar y social.
Que hacía unas semanas, sin ser capaz de concretar cuándo exactamente, le había comunicado su decisión de inyectarse una vez heroína para saber, por experiencia directa, qué es lo que se sentía. Ella había intentado convencerle de que no lo hiciera, por considerarlo peligroso, sin conseguirlo, ya que era muy testarudo y cuando había tomado una decisión no había fuerza humana capaz de revocarla.
Que la semana anterior le comentó que ya había conseguido la heroína, así como lo necesario para inyectarse.
Que como habían pasado ya varios días pensaba que o bien había realizado ya el experimento o bien había renunciado a hacerlo, pues no habían vuelto a hablar de ello ni había visto en casa la droga.
Que desconoce dónde pudo obtener la droga o a través de quién.
Que es imposible creer que hubiera querido suicidarse, ya que amaba en extremo la vida y estaban llenos de planes e ilusiones, pensando más bien que había sido un desgraciado accidente.
Que no tenía nada más que añadir.
Leídas que le son sus declaraciones, se ratifica en ellas firmándolas en prueba de conformidad junto a S. S.ª y en mi presencia, de lo que doy fe en la Villa de Bilbao, a 15 de junio de 1993.
En el despacho de la magistrada se encontraban solos ésta y el inspector Rojas.
– ¿Ha tomado ya alguna decisión?
– Sí. Voy a dictar auto de sobreseimiento. Creo que ha sido una muerte claramente accidental. La declaración de la viuda es concluyente. ¿No está usted de acuerdo?
– Si quiere que le sea sincero, tengo mis dudas. Sé que no es la primera muerte, ni desgraciadamente será la última, causada por un uso indebido de drogas, pero me parece que todavía hay puntos oscuros. El muerto era un periodista que estaba escribiendo un reportaje sobre el mundo de los yonquis. Alguien pudo molestarse y matarle.
– Me parece que está usted influido por su punto de vista profesional, inspector. Andoni Ferrer estaba escribiendo, le recuerdo, sobre los adictos, no sobre los traficantes.
– ¿Y usted cree que se puede hablar de los unos sin mencionar a los otros?
– No soy periodista, pero sé que sobre un mismo tema puede haber múltiples y variados enfoques. Además, en este caso tenemos las declaraciones de la viuda, que son suficientemente explícitas, sin olvidarnos tampoco del borrador escrito por el mismo Ferrer en el que se ve cómo su trabajo va a ser, en efecto, meramente descriptivo de los motivos que inducen a la gente a drogarse y cómo transforma este hecho sus vidas. De todos modos, la decisión final la tomaré dentro de unos días. ¿Sabe cuándo tendrá preparado su informe el Gabinete de Identificación?
– Me dijeron que mañana estará listo.
– Estupendo, ya que con él sobre mi mesa espero poder tomar una decisión definitiva. No me gustaría demorarla mucho. Como máximo, dos semanas. Y mucho tienen que cambiar las cosas en dos semanas, inspector, para que no decida sobreseer las diligencias.
Si la señora magistrada-jueza hubiera asistido por la mañana a una conversación a tres bandas no le habría hablado así al inspector Rojas. Pero la ilustrísima señora magistrada-jueza desconocía que, una hora antes de personarse en el Juzgado, Nekane Larrondo había sido abordada por dos hombres que le habían recordado que tenía un hijo pequeño y que para evitarle problemas no debía creárselos tampoco a ellos.
Josune Larrazabal, la joven magistrada-jueza del Juzgado nº 1, había intentado consolar a la declarante cuando delante de ella se puso a llorar, pero su voluntarioso gesto no había prosperado, quizá porque no sabía que cuando Nekane Larrondo sollozaba en su Juzgado no lo hacía en memoria de su difunto marido. Lloraba porque había visto a sus asesinos cara a cara y no se atrevía a denunciarlos, no podía denunciarlos.
8
James Goldsmith estaba habituado, por razón de su profesión, a introducirse en ambientes muy diferentes, así como a adaptarse a cualquier tipo de situación que se le presentara, pero mientras franqueaba la puerta de aquel lujoso club privado de Washington no podía evitar sentirse intimidado. Aunque se había puesto su mejor traje y la corbata menos chillona que había encontrado en su vestuario, la despectiva mirada que le había dirigido el portero negro del club desde su elegante librea colonial le indicaba a las claras que su sitio no era aquél y que tan sólo por unos momentos, gracias a su bondad y conmiseración, se le había permitido acceder al sacrosanto recinto donde se refugiaba la élite de la sociedad, lejos de insectos como el propio Goldsmith y demás gente de su calaña. Una vez en el interior del club su desasosiego fue en aumento según iba vislumbrando los retratos colgados en el vestíbulo de quienes tenían todo el aspecto de haber sido auténticos proceres de la patria. Daba la sensación de que las miradas ceñudas y patibularias que podían observarse en la mayoría de los cuadros iban dirigidas a él por atreverse a violar la intimidad del recinto.
Un anciano que parecía salir de uno de esos cuadros, incluyendo la corbata de lazo negra, le rescató proporcionándole una calurosa bienvenida.
– Señor Goldsmith, me alegra que sea usted puntual. Es un buen comienzo, ¿no le parece? ¿Qué opina de nuestro pequeño club? No es de los más lujosos, pero en él se respira sosiego y tranquilidad, que es a lo más que puede aspirar un anciano como yo. Pero, por favor, acompáñeme, he reservado un pequeño saloncito para que podamos hablar con total tranquilidad.
James Goldsmith no había coincidido nunca con su anfitrión, pero le conocía sobradamente de referencias. El anciano obsequioso que le había recibido se llamaba Cameron DeFargo, y aunque nunca había sido mencionado por las revistas financieras como uno de los hombres más ricos del planeta, lo era, pero al modo de los antiguos patricios de Nueva Inglaterra, sin ostentaciones ni alharacas. Sabía asimismo que el hombre que acababa de saludarle no le había invitado para deslumhrarle con su magnificencia, sino por un motivo muy diferente. Cameron DeFargo había sido fundador y jefe máximo de la Agencia Central de Inteligencia, organización más conocida internacionalmente por sus siglas en inglés, CIA, en la que pese a sus maneras aristocráticas y refinadas había ejercido el control con mano dura y despiadada, y conservaba aún gran parte de su influencia. De él se decía que no había nombramiento en la Agencia que no recibiera previamente su visto bueno. Y ese hombre, esa leyenda más bien, era quien le había citado y quien, mientras Goldsmith se entregaba a esos pensamientos, le hacía pasar a lo que pese a haber sido calificado de saloncito era una estancia en la que cabía todo un regimiento de marines y le invitaba a tomar asiento en una butaca que en aparente contradicción con su aspecto del siglo pasado resultó ser la más cómoda de todas las que había disfrutado Goldsmith en su vida.