– No dudo de su eficacia -replicó DeFargo-, en caso contrario no se me hubiera ocurrido ofrecerle el puesto de su antiguo jefe, pero a veces conviene fijarse no tanto en lo que está a la vista como en lo que no lo está.
– ¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Goldsmith cada vez más interesado.
Por toda contestación, DeFargo se levantó de la butaca que ocupaba y acercándose hasta una de las paredes laterales de la estancia retiró un cuadro que representaba al general George Washington subido a caballo. Detrás del cuadro había una caja fuerte. DeFargo, con dedos ágiles, manipuló la cerradura y la caja se abrió. De su interior sacó unos legajos que traspasó inmediatamente a Goldsmith.
– Admito que al tener aquí esta documentación he transgredido las normas de seguridad más elementales y alguna que otra ley federal -comentó risueño-, pero como le he explicado anteriormente, los ancianos nos solemos permitir muchas libertades. Por otra parte, puedo asegurarle que este pequeño club es mucho más seguro que el propio Fort Knox. Pero le ruego que no haga caso a mi estúpida chachara y hojee los documentos. Supongo que sabe de qué se trata.
– En efecto -contestó Goldsmith-, es uno de los expedientes que de vez en cuando nos transmite la Agencia para la Lucha contra la Droga, la DEA. Cuando a lo largo de sus investigaciones encuentran que algún personaje importante de un país aliado, preferentemente del mundo de la política o de la economía, está involucrado en el narcotráfico, nos suelen pasar el dato por si nos puede servir para nuestro propio trabajo.
– Para hacerles chantaje en beneficio del Departamento de Estado.
– Nosotros no utilizamos esa terminología, pero la idea es correcta -admitió Goldsmith-. Los documentos que usted acaba de mostrarme son posiblemente copia de unos que nos proporcionó la DEA sobre una banda dedicada al tráfico de drogas en el norte de España, pero en ningún momento consideramos interesante su utilización, así que devolvimos el material a la propia DEA comentándoles que no era necesario que nos siguieran facilitando datos sobre esa red.
– Esa fue la postura oficial, pero lo que usted no sabe es que el propio Tomás Zubia solicitó a Alvin Delano, su homólogo en la DEA, que con total y absoluto secreto le siguiera teniendo al corriente de las novedades sobre ese asunto.
– No sabía nada de eso -contestó sinceramente sorprendido Goldsmith.
– Me lo imagino, pero estoy en condiciones de asegurarle que lo que acabo de relatarle es totalmente cierto; el mismo Alvin Delano me lo ha confirmado. Es fácil comprender que eso lo cambia todo. Si Tomás Zubia volvió a Bilbao, ciudad que no visitaba desde hacía más de cincuenta años, movido por la lectura de unas informaciones referentes a una red de traficantes que actuaba en su tierra natal, no es descabellado pensar que su asesinato no fue un desgraciado accidente, sino algo deliberado, y si fue como yo pienso, señor Goldsmith, no quiero que esa muerte quede impune, por dos razones: la primera, por la amistad que nos unía a los dos, y la segunda, porque no acepto que nadie pueda matar a un hombre de nuestros servicios de inteligencia y quedar impune. Supongo que estará de acuerdo conmigo.
– Totalmente -contestó Goldsmith.
– Me alegra que sintonicemos -respondió con semblante alegre DeFargo- porque la misión que quiero encomendarle es precisamente ésa. Que investigue las causas de su muerte y, si se confirman mis sospechas, tome las determinaciones necesarias para que el criminal sea castigado. Aunque en estos momentos, como usted sabe, no tengo ningún puesto oficial en la Agencia, he podido arreglar las cosas necesarias para que desde este mismo instante cese en el resto de sus actividades y pueda dedicarse, con la cobertura de costumbre, a esta nueva misión.
DeFargo hizo una pausa para dar un nuevo trago a su vaso y que sus palabras calaran en su interlocutor, y tras limpiarse los labios con una servilleta que llevaba bordadas sus iniciales volvió a tomar la palabra.
– Como desde este momento usted queda liberado de cualquier otro trabajo y asignado a esta nueva misión, considero imprescindible ponerle en antecedentes. Es posible que me extienda demasiado, aunque me imagino que usted ya conoce la tendencia de los viejos a contar batallitas, por lo que le ruego que me disculpe de antemano, pero creo imprescindible retrotraerme a la época de la segunda guerra mundial, mucho antes de que usted hubiera nacido, porque si mi tesis es exacta, la muerte de Tomás Zubia está íntimamente relacionada con los sucesos en los que estuvo implicado.
»Es posible que ya conozca el modo en que fue captado para nuestros servicios. Tras finalizar la guerra civil española y estallar casi simultáneamente la guerra mundial con la invasión de Polonia por el ejército de Hitler, Tomás Zubia se incorporó a los grupos de resistentes que colaboraban con los países democráticos en su lucha contra los nazis y sus aliados. Pronto destacó por su capacidad para el trabajo clandestino y de información, en el que se movía como pez en el agua, así que decidimos incorporarle formalmente a nuestra incipiente organización. Como primera medida le enviamos a Nueva York, donde estuvo muy poco tiempo, lo suficiente para realizar un cursillo intensivo como agente especial. Aunque las técnicas actuales son mucho más avanzadas que las usadas en nuestra época, no fanfarroneo cuando le digo que nuestra preparación no tenía nada que envidiar a la que se proporciona hoy en día. Hay que comprender que en tiempos de guerra no se hacen prisioneros a los espías ni se los intercambia, sino que se los fusila directamente después de haberlos estrujado al máximo para obtener información, y si no estás bien preparado pronto pasas a engrosar la lista de cadáveres.
»Tras su estancia en Nueva York su primer destino fue México, aunque ahí no tenía que desarrollar ninguna actividad, sólo esperar a que transcurriera el tiempo suficiente para crear la cobertura necesaria para su posterior viaje a España, que era el destino definitivo. En México debía hacerse pasar por Javier de Ithurbide, sobrino de un tal Agustín de Ithurbide, millonario hombre de negocios que se hacía pasar por descendiente del caudillo del mismo nombre que, una vez conseguida la independencia, se autoproclamó emperador de México. Por este motivo reivindicaba su derecho a la Corona azteca y había creado un partido político para perseguir dicho fin. No dejaba de ser una extravagancia que se le permitía tan sólo por su condición de multimillonario, una de las diez fortunas más grandes de ese país, pero que nos fue muy útil.
»Investigaciones previas nos habían hecho saber que su imperio económico era tan ficticio como su corona imperial, así que no nos fue difícil llegar a un trato con él. Los dólares de Washington apuntalarían su grupo empresarial, y él reconvertiría su minúsculo grupo político en un partido de carácter fascista. No fue fácil. Por un lado, su carácter monárquico, con ciertas ínfulas de imitación de la monarquía británica, así como su sentimiento católico, le alejaban del nacionalsocialismo ideológico, pero esos mismos carácter y sentimiento le aproximaban al fascismo italiano (la Italia del Duce, no lo olvide, era nominalmente una monarquía y firmó un concordato con la Santa Sede), con lo que la evolución, sin ser fácil, se hizo de un modo natural. El mismo nombre de su organización, Partido Monárquico Católico de México, se transformó en Movimiento Nacionalista Revolucionario Mexicano. La finalidad era conseguir, por un lado, que los posibles sectores de esa ideología que hubiera en México (poco importantes en sí, pero con el inconveniente de ser un país fronterizo con Estados Unidos) estuvieran controlados y, por otra parte, a través de ese partido iniciar relaciones de colaboración y ganarse la confianza de los movimientos nazis y fascistas que sí tenían influencia en el resto del mundo.