– Tal vez, pero no es una idea desdeñable. Podría ser un punto de partida.
– No lo pongo en duda, pero si Ferrer está muerto y de ese hipotético grupo no sabemos nada, estamos como estábamos: con el cielo arriba, la tierra debajo y el culo al aire.
– Entonces no hay nada que hacer.
– Sí, lo de siempre. Tomárselo con calma, con mucha calma, y trabajar. La rutina diaria. Hablando de eso, no creo que sirva para nada, pero podíamos ir a visitar a un confidente al que no he visto desde la muerte de Ferrer. ¿Te viene bien esta noche a las diez?
– Si puede ayudarme en algo me viene bien a cualquier hora.
– ¡Ojo!, no te prometo nada, más bien lo contrario, pero por intentarlo que no quede. Entonces, a las diez aquí mismo. ¿De acuerdo?
– Estaré contando las horas.
11
Pese a que la noche era fresca, en la frente de Miren se vislumbraban unas rebeldes gotas de sudor. La culpa la tenían, posiblemente, tanto la cinta elástica roja que le sujetaba el pelo por encima de las cejas, como la mochila que acarreaba penosamente su espalda, la cual soportaba un peso mayor de lo aconsejable. Con evidente gesto de alivio se desprendió de ella al llegar junto a la puerta de un chalet. En la vivienda, al fondo, brillaban unas luces, signo inequívoco de que había aún gente despierta. Cerca de la cancela había un timbre que Miren usó para anunciar su presencia.
Antes de que en la casa pudiera observarse el más leve movimiento, como salidos de la nada aparecieron dos enormes perros: un doberman y un pastor alemán. No ladraban. Se limitaban a mirarla fijamente, emitiendo unos roncos jadeos, poniéndola de este modo mucho más nerviosa que si hubieran emitido estruendosos aullidos. Apenas un minuto más tarde, por un pequeño camino de grava roja que a través del jardín unía la vivienda con la puerta de la finca, apareció un hombre. Con un simple silbido aquietó a los perros, que se colocaron detrás de él.
– Buenas noches. ¿Qué desea?
– Buenas noches. Soy Natalia. Me están esperando -dijo haciendo un gesto, con la mano derecha, en dirección a la casa.
– Lo siento, pero tiene que haber algún error. No esperábamos a nadie hoy.
– No es posible -contestó con total aplomo-, estoy segura de que me esperan. Un momento. ¡A ver si me he vuelto a confundir! Con lo despistada que soy no sería nada raro. ¿Es éste el domicilio de Begoña González? No recuerdo muy bien su segundo apellido.
– Sí, vive aquí, pero tiene que haber algún malentendido. No creo que la señorita Begoña la esté esperando. De hecho, la señorita Begoña no está esperando a nadie. No está en casa y no vendrá en toda la noche.
– Pero, pero no es posible eso. ¡Oh, Dios! Si habíamos quedado en que iba a venir hoy mismo, para pasar una semana con ella.
– Quizá se ha equivocado de fecha.
– No lo creo -contestó Miren aparentando ingenuidad-. Nos conocimos en París durante las últimas vacaciones de Semana Santa. Coincidimos en el mismo hotel e hicimos una buena amistad, de ahí que me dijera que viniera a verla. Yo soy de Zaragoza, ¿sabe? Y no me dijo que viniera de un modo vago, como cuando se dice «ven cuando quieras», por compromiso, sino que fijamos fecha, ya que le comenté que por estos días estaría yo de vacaciones. Por eso me ha extrañado escuchar que no se encontraba en casa. Bueno, qué se le va a hacer. Supongo que habrá surgido algo a última hora y no habrá podido avisarme. Aunque para mí es una faena. Oiga, quizá le parezca algo atrevida, pero ¿podría hacerme un favor?
– ¿De qué se trata?
– Me avergüenza comentárselo, pero como confiaba en encontrarme con Begoña no he reservado alojamiento en ningún sitio. Y a estas horas y sin coche, porque he venido en tren, no me va a ser fácil encontrarlo. Si estuviera algún familiar de Begoña en la casa, ¿podría explicarle la situación para que me permitieran pasar sólo esta noche aquí? Si Begoña estuviera… -acabó sin completar la frase.
El hombre frunció el ceño en actitud pensativa, pero pronto tomó una resolución.
– Espere un momento, por favor -dijo alejándose hacia la vivienda y llevándose tras de sí los perros. Regresó al cabo de cinco minutos. Abrió la puerta e invitó a Miren a entrar-. Acompáñeme, por favor. El padre de la señorita Begoña, don Jaime, la está esperando.
La vivienda tenía dos plantas. En la primera, entrando a mano izquierda, se hallaba una hermosa habitación que González Caballer había habilitado como despacho. Estaba amueblada con buen gusto pero, sobre todo, con comodidad. Jaime González la recibió afectuosamente, como correspondía hacerlo con una buena amiga de su única hija.
– Siéntate, supongo que no te importará que nos tuteemos. Siendo amiga de mi hija me parece lo más natural.
– Sí, por supuesto. Lamento causar tantas molestias pero al no encontrarme con Begoña me he visto sin un lugar adonde ir. Me siento totalmente ridicula.
– No es ninguna molestia, sino todo lo contrario. Andrés me ha contado lo que te ha sucedido y me parece no ya un favor, sino una obligación, acogerte en casa. Y no sólo por esta noche, sino por todo el tiempo que tuvieras previsto quedarte entre nosotros. Es lo menos que podemos hacer por ti. Además, en todo caso, de tener que echar la culpa a alguien, ese alguien debiera ser Begoña, por no avisarte. ¿Te apetece tomar algo? ¿Has cenado ya? ¿O prefieres quizá un café?
– No, gracias, ya he cenado, y el café no me dejaría dormir probablemente.
– ¿Una copa entonces?
– No, gracias, no acostumbro beber.
– Una buena costumbre. Eso decimos siempre, al menos, los que sí bebemos de vez en cuando. -Terminó la frase riendo.
Para unir los hechos a las palabras, González Caballer pidió un café solo para él, y de un mueble-bar que tenía en el despacho sacó una botella de Chivas. Se escanció una buena copa y conversó con Miren durante un largo rato. La ex compañera y actual colaboradora de Iñaki Artetxe se llevaba la lección bien aprendida y en ningún instante titubeó. Fechas y hechos auténticos junto a anécdotas inventadas pero coherentes convencieron a su predispuesto anfitrión de que era amiga de su hija. Incluso le mostró unas fotografías en las que podía verse a las dos en alegre compañía mutua. La propia Miren había hecho el montaje y se encontraba sumamente satisfecha de su obra. A simple vista era prácticamente imposible notar el engaño. Había llevado varias copias para regalárselas a Begoña.
– Espero poder dárselas mañana -dijo.
– Desgraciadamente, me temo que eso no va a ser posible -respondió el padre-. Lamento decirte que mañana no podrás ver a Begoña.
– ¿Mañana tampoco? ¡Pues menuda faena! No te enfades por lo que voy a decirte, pero creo que Begoña es una informal de tomo y lomo. ¿Qué es lo que ha ocurrido? ¿Está de viaje o algo parecido? Lo digo porque a pesar de todo me gustaría ponerme en contacto con ella.
– No lo sé.
– ¿Que no lo sabes? No te entiendo.
– Mira, no quería decírtelo porque no lo llevo muy bien, pero me has causado buena impresión y creo que eres una buena amiga de Begoña, así que me confesaré contigo -añadió González Caballer con un tono de tristeza en la voz-. Begoña ya no vive aquí. Se ha ido.
– ¿Cómo que se ha ido?
– Sí, se ha ido. Podría decirte que se ha fugado, pero como es mayor de edad y tiene derecho a hacerlo, simplemente hay que decir que se ha ido.
– ¿Y no te ha dejado su nueva dirección?
– No, no lo ha hecho. Me gustaría saberla para poder hablar con ella y conocer cómo se encuentra. No para decirle que vuelva, aunque ella sabe que puede hacerlo cuando quiera, sino sencillamente para saber que está todo en regla. Y también para pedirle perdón. Hubo cosas… pero en fin, permíteme que a tanto no llegue mi confesión.
– Comprendo perfectamente.
– Quizá se ponga en contacto contigo. Si es así, me harías feliz si hablaras conmigo y me contaras cómo y dónde está. Es posible que haya sido un mal padre, pero sigo siendo su padre, y eso tiene que significar algo.