– En ese caso, parece evidente que no tenía intención de casarse con él.

– De eso nada, por supuesto que quería casarse. Por un lado, estar casada tendría para ella un aspecto positivo, sería la abnegada esposa y madre y tendría a alguien de quien colgarse del brazo cuando fuera a cierto tipo de fiestas y actos, ya sabe, la ópera y los festivales de baile, esa clase de cosas que le pirra a la gente rica. Además, para ella el cambio sería insignificante ya que seguiría haciendo su santa voluntad porque el matrimonio no le supondría ninguna barrera. Y por otra parte, disgustaría a su padre, que se opone a esa boda, lo que también la haría feliz.

– Por lo que me está diciendo, las relaciones entre padre e hija no son muy cordiales precisamente.

– Son francamente malas diría yo.

– ¿Y a qué se debe ese distanciamiento?

– No lo sé, esa situación ya existía cuando empecé a trabajar en esta casa, hace un par de años. Lo que sí he comprobado es que no han hecho nunca ningún intento por mejorarlas y da la impresión de que incluso intentan hacerse daño mutuamente.

– En ese caso, ¿por qué se opone su jefe a las relaciones de su hija con el señor Arróniz?

– Por lo mismo que le he dicho. Si don Jaime piensa que a su hija le gusta don Carlos, intentará desbaratar esa relación, y la señorita al contrario, como piensa que su padre se opone a su noviazgo, insiste en él.

– Si fuera así no tendría sentido que no se pusiera en contacto con su novio.

– Sobre eso no le puedo decir nada, quizá se hartó de todo y de todos -respondió encogiéndose de hombros.

– ¿Sabe si su padre ha hecho algo para encontrarla?

– Creo que no, pero no estoy segura.

– Entonces, ¿no sabe dónde se esconde?

– No tengo ni la más remota idea.

– ¿De verdad? De otras cosas parece muy enterada.

– No le estoy mintiendo -respondió con un mohín de enfado que sí parecía de mentiras-, usted me cae muy simpático y me gustaría ayudarle. Podríamos vernos más tarde.

– Sí, tal vez más tarde, pero ahora tengo que continuar con mi trabajo. ¿Le importaría avisar al matrimonio Gutiérrez? Me gustaría hablar con ellos.

– Ahora mismo, pero no se olvide de mí -le contestó Alicia entornando los ojos de una manera capaz de derretir el más sólido iceberg.

Cinco minutos después, Francisco y María Gutiérrez se encontraban junto a Artetxe en la habitación de Begoña. Ambos habían cruzado el límite de la sesentena y no lo ocultaban. Francisco Gutiérrez era un hombre achaparrado y robusto, calvo, aunque todavía le sobrevivían algunos pelos blancos, e iba vestido con un mono azul. Su esposa era una mujeruca de aspecto insignificante y pelo ya ceniciento, que parecía tremendamente asustadiza. Iba vestida con un traje casero que debió de ser viejo diez años atrás. Artetxe los invitó a sentarse, pero prefirieron permanecer de pie.

– Supongo que el señor González Caballer les habrá explicado lo que deseo de ustedes.

– Algo nos ha comentado, pero no mucho -respondió el marido, que parecía llevar la voz cantante.

– Soy detective -explicó Artetxe, que poco a poco había ido asimilando su nuevo estatus- y estoy investigando la desaparición de Begoña, la hija de su patrón, que me ha dado permiso para interrogarlos por si ustedes supieran algo sobre ese asunto.

María miró a su marido, como esperando que éste tomara la iniciativa para contestar, cosa que hizo frunciendo el ceño y con un gesto brusco en la cara que Artetxe no supo interpretar si era de hostilidad a su persona o se debía simplemente al modo de ser de su interlocutor.

– No sabemos nada, ¿por qué íbamos a saber algo? Sólo somos dos empleados, dos trabajadores; los asuntos personales de los patrones no nos interesan para nada -respondió chillando, como si pensara que cuanto más alto hablara mejor convencería a Artetxe de la veracidad de sus palabras.

– Entiendo -contestó sosegadamente Artetxe, intentando calmar la situación-, tan sólo había pensado que tal vez ella tenía confianza con alguno de ustedes o que quizá hubiera comentado algo sin importancia que pudiera darme una pista. En fin, ese tipo de cosas.

– Pues se ha equivocado. No sabemos nada de nada, ni queremos saberlo -apostilló, siempre con gesto hosco y agresivo.

– ¿Usted tampoco puede decirme nada, señora? -preguntó Artetxe a la mujer, pero fue el marido quien contestó de nuevo.

– Ella tampoco sabe nada, acabo de decírselo.

– De acuerdo, de acuerdo, pero por lo menos quizá tengan alguna sospecha sobre el motivo de su desaparición.

– Por qué va a ser, por lo que se van hoy en día todos los jóvenes de sus casas, porque son unos golfos y unos desagradecidos. Mucho vicio es lo que hay, eso es lo que pasa. La señorita Begoña, con todos los respetos, es una golfa. Es lo que le ocurre a toda esta gente de dinero, que no sabe qué hacer y se dedica a la golfería. Si tuvieran que trabajar para ganarse la vida seguramente actuarían de otro modo, o quizá no, esta juventud lleva la maldad en la sangre. Antes había un respeto por los padres, pero ahora todo se ha perdido. La gente joven quiere vivir sin trabajar, estar todo el día de juerga y así está España, que nos estamos yendo a la mierda. Eso es lo que pasa.

Artetxe, viendo que no iba a sacar nada en limpio, intentó aplacar el chaparrón verbal que le estaba viniendo encima. Le faltaba entrevistar a la cocinera, pero al no hallarse en ese momento en la residencia optó por despedirse. Sorprendentemente cuando ya se iba habló la mujer.

– Nosotros también tenemos una hija que desapareció -dijo con una voz increíblemente dulce-, pero nunca hemos tenido el dinero suficiente para contratar a un detective.

13

Esa misma tarde, en su domicilio, Artetxe tuvo la oportunidad de entrevistarse con el miembro que quedaba del servicio doméstico de González Caballer. Fue la propia cocinera quien le llamó por teléfono para concertar la cita, que fue fijada para las siete de la tarde.

Doce minutos antes de la hora acordada, una señora de unos setenta años de edad, baja y encorvada, con el pelo recogido en un moño, vistiendo un abrigo marrón desgastado por el uso y apretando un gran bolso negro contra su pecho, tocó el timbre de la puerta. Artetxe la hizo pasar a la sala, donde tomaron asiento. La visitante no perdió el tiempo y antes de que Artetxe le hiciera alguna pregunta empezó a hablar.

– Me llamo Karmele Ugarte y trabajo como cocinera en la residencia de don Jaime González Caballer. Me ha dicho el señor que quería usted hablar conmigo. Bueno, pues aquí estoy, aunque no entiendo qué es lo que usted desea de mí.

– Supongo que ya se lo habrán dicho: estoy buscando a Begoña. Me gustaría saber si puede ayudarme a encontrarla.

La señora Ugarte no contestó directamente a Artetxe, sino que se lo quedó mirando fijamente durante unos cuantos segundos hasta que, de modo brusco, rompió su silencio.

– ¿Por qué está buscando a Begoña?

– Porque me han contratado para que la encuentre.

– ¿Quién le ha contratado?

– El novio de Begoña, Carlos Arróniz.

– ¿Y don Jaime qué participación tiene? ¿También le ha contratado?

– No, el señor González Caballer no me ha contratado, yo sólo tengo un cliente: el señor Arróniz. Es verdad que su jefe me ha ofrecido ayuda y dinero, pero sólo he aceptado lo primero, no lo segundo. Por cierto, creo que se están invirtiendo nuestros papeles, es a mí a quien corresponde hacer las preguntas -añadió sonriendo, con la intención de distender el ambiente.

– ¿Cómo puedo estar segura de que usted trabaja para el señor Arróniz y no para don Jaime? -dijo Karmele Ugarte con el tono de quien no se deja convencer fácilmente.

– Si usted conoce lo que sucede en casa de su patrón sabrá seguramente que una joven que fue allí por indicación mía para averiguar si Begoña aún vivía en el chalet fue golpeada brutalmente por orden del señor González Caballer.


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