Claudia sonrió con calidez.
– Augusta, desde que vives con nosotros, la vida no tiene nada de aburrida. A tu alrededor siempre sucede algo interesante. Y ahora tengo yo otra pregunta que formularte.
– ¿De qué se trata?
– Quisiera que me dieras tu opinión acerca de Peter Sheldrake.
Augusta la miró sorprendida.
– Ya conoces mi opinión acerca de él, yo hice que te lo presentaran. Me gusta mucho. Me recuerda a mi hermano Richard.
– Esa es una de las cosas que me preocupan -confesó Claudia-. Tiene cierta tendencia a la inquietud y a la imprudencia. No sé si debería alentarlo.
– Sheldrake no tiene nada de malo. Heredará el título de vizconde y una bonita fortuna. Más aún, tiene sentido del humor, que es más de lo que puedo decir de su amigo Graystone.
CAPÍTULO V
– Señorita Ballinger, creo que no le he mencionado el hecho de que tuve el privilegio de conocer a su hermano unos meses antes de que muriera. -Desde el otro lado de la mesa de juego, Lovejoy sonrió mientras daba otra mano de naipes.
– ¿A Richard? ¿Conoció a mi hermano? -Augusta había pensado que ya era hora de dejar la sala de juego y unirse a los que bailaban en casa de lady Leebrook, pero en ese momento lo miró perpleja. Al instante, olvidó lo que se refiriera a la estrategia del juego.
Mientras esperaba que Lovejoy continuara hablando, se le hizo un nudo en el estómago. Cuando se mencionaba a su hermano, se ponía a la defensiva dispuesta a pelear contra cualquiera que osara poner en entredicho la reputación de Richard. Era la última Ballinger y defendería su recuerdo con pasión.
Hacía ya media hora que jugaba con Lovejoy, no porque le entusiasmara sino porque esperaba que quizá Graystone la buscara en el salón de baile. Sabía que se irritaría, tal vez hasta se horrorizara, pues consideraría dudoso que una mujer comprometida jugara con otro hombre en un ambiente tan formal.
Con todo, no era impropio, pues en la sala se desarrollaban varias partidas. Algunas señoras perdían sumas similares a las que perdían sus maridos en los clubes masculinos. Sin embargo, los individuos más estrictos de la sociedad, entre los cuales se contaba Graystone, no aprobaban tal entretenimiento. Y Augusta estaba segura de que, si la hallaba jugando y precisamente con Lovejoy, el conde se pondría furioso.
Su actitud constituía una módica venganza frente a la altivez con que la había tratado la otra noche en el jardín insistiendo en que el honor le exigía el compromiso, pero era la única que obtendría. Tenía preparados los argumentos de su defensa. Precisamente se había aprestado a usarlos. Si Graystone se enfadaba porque estuviera jugando a cartas con Lovejoy, Augusta le diría que no podía quejarse, pues sólo le había prohibido bailar el vals con el barón. Nada había dicho de naipes. Graystone se ufanaba de ser un hombre lógico; en esta ocasión, se ahogaría en su propia lógica. Y si el juego le parecía una ofensa demasiado grave podía liberarla de sus promesas implícitas y dejar que rechazara el compromiso.
No obstante, al parecer Graystone había decidido no asistir al aristocrático evento en casa de los Leebrook y su intento de desafiarlo era en vano. Augusta se había cansado del juego, aunque estaba ganando, y si bien Lovejoy era una compañía agradable, no podía dejar de pensar en Graystone. Sin embargo, a la mención de Richard, la idea de abandonar el juego y volver al salón de baile se alejó de la mente de Augusta.
– Comprenderá que, si bien no lo conocí a fondo -prosiguió Lovejoy mientras daba cartas con aire indiferente-, me pareció agradable. Recuerdo que lo conocí en las carreras. Apostó a un caballo y ganó una buena suma, aunque yo no participaba de la apuesta.
Augusta sonrió con tristeza.
– A Richard le gustaban los encuentros deportivos. -Levantó las cartas y las miró sin verlas. No podía concentrarse, su atención la acaparaba Richard. «Mi hermano era inocente.»
– Eso tengo entendido.¿Lo heredó de su padre?
– Sí. Mi madre solía afirmar que estaban cortados por la misma tijera: auténticos Ballinger de Northumberland, ansiosos de aventuras y de excitación. -Ojalá Lovejoy no tuviese idea de los rumores que habían circulado tras la muerte de su hermano. Pero no era probable, el barón había pasado los últimos años en el continente con su regimiento.
– Sentí inmensamente la muerte de su hermano -continuó Lovejoy concentrándose en su juego-. Le presento mis condolencias aunque sea con retraso, señorita Ballinger.
– Gracias.
Augusta fingió observar sus naipes mientras aguardaba a que Lovejoy agregara algo más. Volvieron en tropel los recuerdos de la risa y la calidez de Richard borrando el rumor de conversaciones que llenaba el salón. Tenía que habérselo conocido para convencerse de que era imposible que hubiese traicionado a su patria.
En la mesa de juego reinó el silencio. Perdida en los recuerdos de Richard y en la amargura que le provocaban las injustas acusaciones a su hermano, no pudo concentrarse. Por primera vez durante la velada, perdió.
– Al parecer la suerte me ha abandonado. -Comenzaba a levantarse porque caía en la cuenta de que Lovejoy acababa de ganarle mucho más que las diez libras que le había ganado ella hasta el momento.
– No lo creo. -Lovejoy sonrió, recogió los naipes y los mezcló.
– Milord, creo que hay un empate -dijo Augusta-. Sugiero que lo dejemos y volvamos al baile.
– Existieron desagradables rumores respecto a los hechos que rodearon la muerte de su hermano, ¿no es así?
– ¡Todo mentiras, milord! -Augusta se dejó caer pesadamente sobre la silla. Tocó con dedos temblorosos el collar de rubíes de su madre.
– Por supuesto. Jamás lo creí. -Lovejoy le dirigió una mirada seria y tranquilizadora-. Se lo aseguro, señorita Ballinger.
– Gracias. -El nudo en el estómago de Augusta comenzó a deshacerse. «Al menos, Lovejoy no piensa lo peor», pensó.
Otra vez se hizo silencio. Augusta no sabía qué decir. Contempló abstraída el nuevo juego de cartas que tenía en las manos y eligió uno con dedos inseguros.
– Oí decir que se hallaron documentos comprometedores sobre el cadáver de su hermano. -Ceñudo, Lovejoy estudió su juego-. Inteligencia militar.
Augusta se paralizó.
– Tengo el convencimiento de que alguien los dejó junto a él para culparlo de traición. Algún día encontraré el modo de demostrarlo, milord.
– Es una causa noble pero, ¿cómo lo hará?
– No lo sé -admitió Augusta, tensa-. Mas si existe la justicia en el mundo, lo encontraré.
– ¡Ah, mi querida señorita Ballinger! ¿Acaso no ha comprendido aún que hay muy poca justicia en este mundo?
– No lo creo, señor.
– Cuánta inocencia. ¿Le importaría contarme lo que sabe del asunto? Tengo experiencia en el tema, si le interesa saberlo.
Augusta lo miró con cierto sobresalto.
– ¿Lo dice en serio?
Lovejoy le dirigió una sonrisa indulgente.
– Cuando serví en el continente, me asignaron la tarea de investigar algunos casos criminales que surgieron en el regimiento, como el de un misterioso acuchillamiento en el callejón de una ciudad extranjera o las sospechas de que algún oficial hubiese vendido información al enemigo. Son asuntos desagradables, señorita Ballinger, pero suceden y deben investigarse con la más absoluta discreción, pues está en juego el honor del regimiento, ¿comprende?
– Sí, lo comprendo. -Augusta sintió una chispa de esperanza-. ¿Tuvo usted éxito en sus investigaciones?
– Bastante.
– Tal vez sea mucho pedir, pero, ¿le interesaría ayudarme a demostrar la inocencia de mi hermano? -preguntó la joven, casi sin atreverse a respirar.
Mientras recogía los naipes y daba otra mano, Lovejoy frunció el entrecejo.
– Señorita Ballinger, no sé si podría ayudarla demasiado. Su hermano fue asesinado poco después de la abdicación de Napoleón en 18 14, ¿no es cierto?