– Muy buena idea, milord. -Augusta se acuclilló junto a él observando atentamente lo que hacía-. ¿Necesitas una luz?

– No. No es el primer escritorio que abro al tacto. Recuerda que pude practicar con el de Enfield.

– Sí, es cierto, y eso me recuerda algo. Harry, ¿dónde aprendiste…?

La cerradura emitió un chasquido y el cajón quedó abierto.

– Ah -dijo Harry en tono quedo. Augusta se sintió admirada.

– ¿Dónde aprendiste a hacerlo con tanta eficiencia? Te aseguro que es una destreza notable. Yo practiqué con el escritorio del tío Thomas, pero nunca logré tanta habilidad.

Al tiempo que abría el cajón, Harry le lanzó una mirada de soslayo.

– La habilidad de fisgonear en cajones ajenos no es algo admirable. No me parece el tipo de destreza que debe aprender una joven.

– No, ¿verdad, Graystone? Consideras que sólo los hombres tienen derecho a hacer cosas interesantes.

Augusta observó el contenido del cajón. Entre los papeles cuidadosamente ordenados no vio nada que se asemejara al pagaré. Se inclinó para buscar entre otros pequeños objetos. La mano de Harry se cerró sobre la de Augusta.

– Espera, lo buscaré yo.

Augusta suspiró.

– Eso significa que sabes lo que estoy buscando, ¿no es así?

– Mil libras que le debes a Lovejoy. -Harry inspeccionaba con rapidez el contenido del cajón central. No encontró nada, lo cerró y comenzó a abrir los otros.

Era evidente que Harry lo sabía todo. Augusta consideró prudente dar paso a las explicaciones.

– Graystone, se trata de un error.

– En eso estamos de acuerdo. Un estúpido error. -Terminó de revisar los cajones y se irguió-. Sin embargo, nos hallamos ante un problema mayor. No hay rastros de tu pagaré.

– Estaba segura de que lo guardaría aquí. Todos los hombres que conozco guardan los papeles importantes en su escritorio.

– O bien no has conocido a muchos hombres, o no te has enterado de todos sus secretos. Muchos guardan los documentos importantes en una caja de seguridad. -Harry rodeó el escritorio y se dirigió a los estantes.

– Una caja de seguridad, claro. ¿Cómo no se me habrá ocurrido? ¿Dispondrá de una Lovejoy?

– Sin duda.

Harry observó algunos de los volúmenes que había en los estantes. Sacó los más grandes y los abrió. Cuando comprobó que no contenían nada, volvió a dejarlos en el mismo sitio en que los había encontrado. Al ver lo que hacía, Augusta comenzó a revisar otra hilera de libros. No encontró nada. Asustada ante la posibilidad de que no hallaran el documento, giró y casi tropezó con el globo. Se apresuró a recuperar el equilibrio.

– ¡Caramba, qué pesado! -murmuró. Harry se volvió y miró fijamente el globo. -Claro, es el tamaño exacto.

– ¿Qué quieres decir? -exclamó Augusta asombrada, observando que se acercaba al globo y se arrodillaba junto a él. De pronto comprendió lo que se le había ocurrido-. Qué inteligente, milord. ¿Puede ser la caja de seguridad de Lovejoy?

– Es probable. -Harry trabajaba con el mecanismo que sostenía el globo sobre el marco. Deslizaba los dedos sobre la madera con la suavidad de un amante, probando y tanteando. Hizo una pausa-. Ah, sí, aquí está.

Hizo saltar un resorte oculto y la mitad superior del globo se abrió, exhibiendo el interior hueco. Un rayo de luna iluminó algunos papeles y un pequeño estuche que había dentro.

– ¡Harry! Aquí está. Ésta es mi nota. -Augusta metió la mano y sacó el pagaré-. La tengo.

– Perfecto. Salgamos, entonces. -Harry cerró el globo-. ¡Maldición!

Se quedó inmóvil al percibir el sonido ahogado de la puerta principal que se abría y luego se cerraba. Se escuchó ruido de pasos en el vestíbulo.

– Lovejoy ha vuelto. -Augusta miró a Harry-. Rápido, la ventana.

– No hay tiempo. Viene hacia aquí.

Harry se puso de pie. Aferró el bastón y la muñeca de Augusta y tiró de ella hasta el sofá que había al otro lado de la habitación. Se agazapó detrás, Augusta junto a él y el bastón en la mano. La muchacha tragó saliva y procuró no moverse.

Los pasos se detuvieron ante la puerta de la biblioteca. Augusta contuvo el aliento, contenta de que Harry estuviese con ella.

Se abrió la puerta y alguien entró en la habitación. Augusta dejó de respirar durante un instante. «¡Buen Dios! ¡Qué lío! Y todo por mi culpa. Podría envolver al conde de Graystone, paradigma del decoro, en un escándalo. ¡Nunca me lo perdonaría!» Junto a ella, Harry no se movió. Si estaba alarmado ante la posibilidad de la humillación y el desastre, no lo demostró. Parecía en exceso sereno, hasta despreocupado, aunque la situación se acercaba a un punto crítico.

Los pasos cruzaron la alfombra. Se oyó un tintineo de cristal, como si alguien hubiese cogido el botellón de cristal que había cerca de la silla de respaldo. «Quienquiera que sea, encenderá la luz», pensó Augusta espantada. Pero después los pasos regresaron a la puerta, que se cerró con suavidad, y las pisadas resonaron en el vestíbulo. De nuevo, Augusta y Harry estaban solos en la biblioteca.

Harry aguardó unos segundos y luego se puso de pie haciendo levantarse a Augusta. Le propinó un suave empujón.

– La ventana. Apresúrate.

La muchacha se precipitó a la ventana y la abrió. Harry la cogió de la cintura y la alzó sobre el alféizar.

– ¿De dónde diablos has sacado esos pantalones? -murmuró.

– Eran de mi hermano.

– ¿Acaso no tienes sentido de la decencia?

– Muy escaso, milord. -Augusta se dejó caer sobre la hierba y se volvió para asegurarse de que el conde saliera por la ventana.

– Hay un coche esperándonos en el callejón. -Harry cerró la ventana y cogió a la joven del brazo-. Vamos.

Augusta miró por encima del hombro y vio que se encendía una luz en la ventana de la planta superior. Habían estado en peligro y aún no estaban a salvo. Si aquel hombre echaba un vistazo por la ventana y miraba hacia el jardín, descubriría sin dificultad dos siluetas oscuras que corrían hacia la verja. Mas no se escuchó alarma alguna mientras Harry y Augusta salían de allí.

Augusta sintió que los dedos de Harry se cerraban sobre su antebrazo como grilletes de hierro al tiempo que la conducía deprisa y corriendo por la calle. Pasó un coche de alquiler y luego una calesa que traqueteaba llevando a dos jóvenes petimetres borrachos. Pero nadie prestó atención al hombre del abrigo negro ni a su acompañante.

A mitad de la calle, Harry detuvo a Augusta y giró hacia un callejón. El sendero estaba bloqueado por un elegante coche cerrado que lucía un escudo familiar.

– Es el coche de lady Arbuthnot. -Augusta se volvió hacia Harry con expresión alarmada-. ¿Qué hace aquí? Sé que es amiga tuya pero me imagino que no la habrás hecho venir a estas horas. Está demasiado enferma para viajar.

– No ha venido. Tuvo la bondad de prestarme el coche para que el mío no fuese reconocido en esta zona de la ciudad. Entra, rápido.

Augusta comenzó a obedecer, pero de pronto advirtió la figura sentada en el pescante. Iba envuelto en una capa sujeta por cordones y llevaba un sombrero casi hasta las cejas, pero la joven lo reconoció de inmediato.

– Scruggs, ¿es usted?

– Sí, señorita Ballinger, sí -gruñó Scruggs en tono apenado-. Me sacaron de la cama tibia sin un saludo siquiera. Aunque me enorgullezco de ser un buen mayordomo, no me pagan para que lleve las riendas. Con todo, me ordenaron que ocupara esta noche el lugar de John, el cochero, y lo haré lo mejor que pueda, aunque no creo que me agradezcan siquiera con una propina.

– No debería exponerse al aire nocturno -dijo Augusta, frunciendo el entrecejo-. No es bueno para su reumatismo.

– Eso es muy cierto -admitió Scruggs-. Ya quise hacérselo entender a ese individuo altanero y poderoso al que se le antoja vagabundear en plena noche.

Harry abrió con brusquedad la puerta del coche.

– Por favor, Augusta, no te preocupes por el reumatismo de Scruggs. -La sujetó por la cintura-. Ahora tienes que preocuparte de ti misma.


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