– ¡Cuatro meses! ¡Maldición! Es imposible.
– ¿Qué sucede?
El conde se levantó y se pasó los dedos por el cabello revuelto.
– Nada que no pueda resolverse. Necesito unos minutos para pensar. Siéntate, rápido. Lamento darte prisa, pero tienes que vestirte.
La impaciencia y el tono autoritario de Harry disiparon la sensación de calidez que había experimentado Augusta. Se encogió mientras se sentaba y comenzaba a manipular la ropa con torpeza.
– Harry, no te comprendo. ¿Por qué te enfureces ahora? -De pronto, se detuvo al ocurrírsele un pensamiento terrible-. A fin de cuentas, ¿vas a culparme por lo que acaba de pasar?
– ¡Maldita sea, no estoy enfadado por esto! -Hizo un gesto brusco que abarcó el interior del carruaje y todo lo que había sucedido en su interior-. Aunque no pienso olvidar la irrupción en casa de Lovejoy.
Se abrochó los pantalones, se acomodó la camisa y luego ayudó a Augusta a vestirse demorando brevemente la mano sobre el muslo de la muchacha. Al percibirlo desgarrado entre emociones contrarias, Augusta sonrió.
– ¿Quieres algo más
– Mucho más. -Mientras le acomodaba los pantalones meneó la cabeza con aire sombrío-. Y por cierto no esperaré cuatro meses a conseguirlo.
– ¿Significa eso que lo haremos a menudo?
Harry alzó la mirada y el brillo sensual de sus ojos fue indudable.
– Desde luego, pero no en un maldito carruaje en medio de Londres. Vamos, Augusta, acomódate la camisa. -Comenzó a hacerlo él mismo-. Conseguiré una licencia lo antes posible y nos casaremos dentro de un par de días.
– ¿Casarnos? -Augusta lo miró atónita. No podía aclarar sus ideas. Todo sucedía con demasiada rapidez-. No puede ser, Harry. ¿Qué me dices del compromiso?
– El nuestro será el más breve del que se tenga memoria, tan corto como sea posible.
– No sé si quiero que sea tan breve.
– A estas alturas, lo que sientas no significa nada -le dijo con suavidad-. Acabo de hacerte el amor y sin duda sentiré la tentación dé hacerlo otra vez muy pronto. Por lo tanto, tenemos que casarnos de inmediato. No te quepa duda de que no esperaré cuatro meses a volver a poseerte. No sobreviviría a semejante tortura.
– Pero, Harry…
Alzó una mano para hacerla callar.
– Basta. No digas una palabra más. El asunto está resuelto. Esta situación es culpa mía y haré lo que tenga que hacer.
– No creo que sea tuya la culpa -dijo Augusta, con aire reflexivo-. En ocasiones has dicho que tengo un defectuoso sentido de la decencia y todo el mundo conoce mi tendencia al atolondramiento. -Imaginando la reacción de Claudia ante la noticia, agregó apenada-: La gente creerá que la culpa es mía.
– He dicho que no quería oír más al respecto. -Harry comenzó a recoger el abrigo del asiento y se interrumpió al descubrir en la prenda unas manchas húmedas. Lanzó un hondo suspiro.
– Harry, ¿pasa algo malo?
– Discúlpame, Augusta -dijo en tono gruñón-. No tenía derecho a aprovecharme de ti. No sé qué me ha pasado. Merecías una cama decente y todas las delicias de la luna de miel para tu primera experiencia de amor.
– No te aflijas. A decir verdad, ha sido excitante. -Corrió la cortina de la ventanilla y miró hacia la calle-. ¿En cuántos de esos coches habrá otras parejas haciendo lo mismo que acabamos de hacer?
– Tiemblo sólo de pensarlo. -Harry abrió el portillón del pescante con el bastón de ébano-. Scruggs, llévanos a casa de lady Arbuthnot, enseguida.
– De inmediato -gruñó Scruggs desde el pescante-. Se ha hecho un poco tarde, ¿no cree el señor?
Harry no se molestó en responder. Dejó caer el portillón con un estampido y luego se sentó frente a Augusta sin hablar.
– No puedo creer que acabe de hacerle el amor a mi novia dentro de un coche en medio de Londres.
– ¡Pobre Harry! -Augusta observó la extraña expresión de su rostro severo-. Me imagino que te resultará muy difícil conciliar esto con tu idea de lo apropiado, ¿no es así?
– ¿Se ríe usted de mí, señorita Ballinger?
– No, milord, no me atrevería.
Trató de ocultar la risa que le bailoteaba en los labios. «¿Por qué me sentiré tan liviana y feliz después de un hecho tan asombroso?», se preguntó.
Harry lanzó una maldición ahogada.
– Comienzo a creer que, si no tengo cuidado, ejercerás una pésima influencia sobre mí, Augusta.
– Lo haré lo mejor que pueda, señor -murmuró la joven, y luego se contuvo-. Con respecto a nuestro matrimonio, no creo que sea necesario hacer algo tan drástico.
– ¿No? -Elevó las cejas-. Bueno, yo sí. Y basta. Mañana te comunicaré el lugar y la hora. Hablaré con tu tío y le explicaré que no hay alternativa.
– Pues de eso se trata, Harry: existe la alternativa. Yo no tengo prisa. El matrimonio es para siempre, ¿verdad? Quisiera que estuvieses bien seguro.
– Es decir que todavía tienes escrúpulos.
La muchacha se mordió el labio.
– No me refería a eso.
– No es necesario. Desde el comienzo titubeaste al respecto. Sin embargo, ahora las cosas han llegado demasiado lejos y ninguno de los dos tiene otra alternativa sino casarnos lo antes posible.
Augusta sintió un ramalazo de temor.
– Espero que no sigas adelante porque creas que sea lo correcto. Comprendo que seas tan estricto en cuanto a respetabilidad y decoro, pero no hace falta apresurarse.
– No seas tonta, Augusta. Es imprescindible apresurar la boda. Sería posible que estuvieras embarazada.
La joven abrió sorprendida los ojos.
– Dios mío, no se me había ocurrido.
«Y eso demuestra que esta noche mi mente es un caos -pensó-. Podría estar embarazada del hijo de Harry.» De manera instintiva, se tocó el vientre con mano protectora.
La mirada de Harry siguió el gesto y sonrió.
– Es evidente que se te había escapado esa posibilidad.
– Podríamos esperar un poco -arriesgó Augusta.
– No esperaremos un día más de lo necesario.
Percibió la nota inflexible en el tono de Harry y supo que era inútil seguir discutiendo. Tampoco estaba segura de querer continuar la diatriba. En ese momento, no sabía lo que quería. «¿Qué significará tener un hijo de Harry?» Tensa e inmóvil, permaneció sentada hasta que el coche llegó a la casa de lady Arbuthnot.
Al apearse, Augusta se volvió a Harry por última vez.
– Aún no es tarde para reconsiderarlo. Te ruego que no adoptes ninguna decisión hasta mañana. Tal vez entonces pienses de otra manera.
– Mañana estaré muy atareado: tendré que ocuparme de la licencia y de algunos otros asuntos -le informó-. Vamos, te acompañaré hasta la puerta trasera.
– ¿Qué significa que mañana estés tan ocupado? -preguntó, mientras Harry la acompañaba ligero hasta la puerta de atrás-. ¿Qué harás además de conseguir la licencia?
– Pienso hacer una visita a Lovejoy, entre otras cosas. Por favor, procura caminar más rápido. Me inquieta sobremanera acompañarte vestida de esa forma.
Pero de pronto, Augusta clavó los tacones de las botas y se detuvo.
– ¿Lovejoy? ¿Que le harás una visita? -Se estiró y lo cogió por las solapas del abrigo-. Harry, no cometerás la tontería de retarlo a duelo, ¿verdad?
El conde la miró con ojos indiscernibles en la oscuridad.
– ¿Te parece una tontería?
– ¡Por Dios, sí! Un enorme disparate. Es impensable. No debes hacer algo así, ¿me oyes? No lo permitiré.
El hombre la observó, pensativo.
– ¿Por qué? -preguntó al fin.
– Porque podría suceder algo terrible -dijo, sin aliento-. Podrían matarte por mi culpa y no podría soportarlo, ¿comprendes? No quisiera llevar algo así sobre mi conciencia. El asunto de la deuda era problema mío y ya está solucionado. No es necesario desafiar a Lovejoy. Por favor, Harry, te lo ruego, prométeme que no lo harás.
– Según sé, si tu padre o tu hermano estuviesen vivos habrían concertado una cita con Lovejoy al amanecer -comentó Harry en voz suave.